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Lady Amelia lanzó un grito y se abalanzó a coger a Thomas, unos segundos antes que pudiera atacar.

– Puedes robarme la vida -gruñó Thomas, apenas dejándose someter por ella-. Puedes robarme mi apellido, pero por Dios que no robarás el de ella.

– Ella tiene un apellido. Es Willoughby. Y, por el amor de Dios, es hija de un conde. Encontrará a otro hombre.

– Si tú eres el duque de Wyndham -dijo Wyndham enérgicamente-, honrarás tus compromisos.

– Si soy el duque de Wyndham no puede decirme qué debo hacer.

– Amelia, suéltame el brazo -dijo Thomas con una calma letal.

En lugar de soltarlo, ella lo tironeó hacia atrás.

– Creo que no es conveniente -dijo.

Lord Crowland eligió ese momento para situarse entre ellos.

– Esto…, señores, todo esto es hipotético en estos momentos. Tal vez deberíamos esperar a…

– En todo caso yo no sería el séptimo duque -dijo Jack, que acababa de ver su escapatoria.

– ¿Cómo ha dicho? -le preguntó Crowland, como si él fuera una molestia y no el hombre al que quería obligar a casarse con su hija.

– No sería el séptimo. -Pensó, pensó, intentando armar los detalles de la historia de la familia de que se había enterado esos días. Miró a Thomas-: ¿Verdad? Porque su padre fue el sexto duque. Y no lo hubiera sido si lo hubiera sido yo, ¿verdad?

– ¿De qué diablos habla? -preguntó Crowland.

Pero Jack vio que Thomas entendía exactamente su argumento. Y lo explicó:

– Tu padre murió antes que su propio padre. Si tus padres estaban casados habrías heredado a la muerte del quinto duque, eliminándonos totalmente a mi padre y a mí.

– Y eso me convertiría en el sexto duque -dijo Jack.

– Sí.

– Entonces no estaría obligado a honrar el contrato. Ningún tribunal del país me lo exigiría. Dudo que me lo exigieran aún en el caso de que fuera el séptimo duque.

– No es a un tribunal jurídico al que debes apelar -dijo Thomas-, sino al tribunal de tu responsabilidad moral.

– Yo no pedí esto.

– Yo tampoco -dijo Thomas en voz baja.

Jack no dijo nada. Sentía la voz atrapada en el pecho, martilleándoselo, haciendo un ruido sordo y exprimiéndole el aire. La sala estaba muy calurosa, sentía apretada la corbata, y en ese momento en que se le escapaba el control de su vida, sabía una sola cosa de cierto.

Tenía que salir.

Miró hacia Grace, pero ella se había cambiado de lugar; estaba al lado de Amelia y le tenía cogida la mano.

No renunciaría a ella. No podría. Por primera vez en su vida había encontrado a una mujer que le llenaba todos los espacios vacíos del corazón.

No sabía quién sería una vez que fueran a Irlanda y encontraran lo que fuera que creían que buscaban. Pero fuera quien fuera, duque, bandolero, soldado, pícaro, la deseaba a ella a su lado.

La amaba.

La «amaba».

No la merecía por millones de motivos, pero la amaba. Y era un cabrón egoísta, pero se iba a casar con ella. Encontraría la manera. Fuera quien fuera y poseyera lo que poseyera.

Tal vez estaba comprometido con Amelia. Tal vez no era lo bastante inteligente para entender los detalles legales del asunto, y mucho menos sin el contrato en la mano y alguien que le tradujera los términos técnicos.

Se casaría con Grace. Se casaría.

Pero primero tenía que ir a Irlanda.

No podía casarse con ella mientras no supiera qué era, pero más que eso, no podía casarse con ella mientras no hubiera expiado sus pecados.

Y eso sólo lo podía hacer en Irlanda.

CAPÍTULO 17

Cinco días después, en el mar…

No era la primera vez que cruzaba el Mar de Irlanda. Ni siquiera era la segunda ni la tercera. Pensó si alguna vez dejaría de sentir ese desasosiego, si algún día podría mirar las aguas oscuras y revueltas sin pensar en su padre deslizándose bajo la superficie y encontrando la muerte.

Ya antes de conocer a los Cavendish, cuando su padre sólo era una tenue imagen en sus pensamientos, le desagradaba cruzar en barco el mar.

Pero ahí estaba. Apoyado en la baranda. Al parecer no podía evitarlo; no podía ir navegando y no mirar, hacia la lejanía y luego el mar.

Esta vez era un viaje tranquilo, con el mar en calma, aunque eso no lo tranquilizaba mucho. No temía por su seguridad, simplemente encontraba muy morboso estar navegando por encima de la tumba de su padre. Deseaba que acabara; deseaba estar de vuelta en tierra, aun cuando esa tierra fuera Irlanda, suponía.

La última vez que estuvo en casa…

Apretó los labios y cerró los ojos. La última vez que estuvo en casa fue cuando llevó el cadáver de Arthur.

Eso fue lo más difícil que había hecho en toda su vida. No sólo porque tenía el corazón destrozado, sino sobre todo porque lo aterraba su llegada a casa. ¿Cómo podría mirar a la cara a sus tíos y entregarles a su hijo muerto?

Y por si todo eso fuera poco, era condenadamente difícil trasladar un cadáver de Francia a Inglaterra y luego a Irlanda. Tuvo que encontrar un ataúd, lo que era asombrosamente difícil en medio de la guerra. La «oferta y la demanda», le explicó uno de sus amigos cuando fracasaron en el primer intento de conseguir un ataúd; había muchísimos cadáveres esparcidos por ahí; los ataúdes eran el lujo definitivo en un campo de batalla.

Pero perseveró hasta encontrar uno, y siguió al pie de la letra las instrucciones que le diera el empleado de la funeraria, llenando el ataúd de madera con serrín y sellándolo con brea. Incluso así, finalmente el olor comenzó a salir, y cuando llegó a Irlanda, ningún cochero aceptó llevarlo. Tuvo que comprar un carro para llevar a casa el cadáver de su primo.

Ese viaje le trastocó la vida también. El ejército rechazó su petición de permiso para trasladar el cadáver, y se vio obligado a vender su comisión. No fue elevado el precio de poder hacer ese último servicio a su familia; pero significó que tuvo que dejar un puesto para el que, por fin, era absolutamente apto. El colegio había sido un sufrimiento, fracaso tras fracaso. Se las fue arreglando para pasar de curso principalmente con la ayuda de Arthur, que al ver su problema se ofreció discretamente a ayudarlo.

Pero la universidad, buen Dios, todavía le costaba creer que lo hubieran animado a ir. Sabía que sería un desastre, pero los alumnos de Portora Royal iban a la universidad; era así de sencillo. Pero Arthur estaba dos cursos más atrás y sin él no hubiera tenido ni la menor posibilidad. El fracaso habría sido demasiado humillante, así que consiguió que lo expulsaran por mala conducta. No hacía falta mucha imaginación para encontrar maneras de comportarse impropias de un alumno del Trinity College.

Entonces volvió a su casa, supuestamente castigado, y se decidió que podría irle bien en el ejército. Así que se alistó. El oficio perfecto. Por fin había encontrado un lugar en el que podía tener éxito y prosperar sin libros, redacciones ni plumas. Y no era que no fuera inteligente; simplemente detestaba los libros, las redacciones y las plumas. Le producían dolor de cabeza.

Pero todo eso ya estaba en el pasado, y en esos momentos iba de vuelta a Irlanda por primera vez desde el funeral de Arthur, y podría ser el duque de Wyndham, lo que le aseguraría toda una maldita vida de libros, escritos y plumas.

Y dolores de cabeza.

Miró a la izquierda y vio a Thomas, también junto a la baranda de proa con Amelia. Estaba apuntando hacia algo, tal vez un pájaro, puesto que él no veía ninguna otra cosa de interés. Amelia estaba sonriendo; no era una sonrisa muy ancha, pero vérsela le alivió algo por lo menos el sentimiento de culpa por aquella escena en Belgrave cuando se negó a casarse con ella. Y no podría haber hecho otra cosa; ¿de veras creían que él iba a hacer una voltereta y decir «Ah, sí, denme a cualquiera. Yo me presentaré en la iglesia y estaré agradecido»?

Y no le encontraba nada malo a lady Amelia. En realidad, cualquiera lo podría tener mucho peor (posiblemente lo tendría) si lo obligaban a casarse.