Y si no hubiera conocido a Grace…, podría haber estado bien dispuesto.
Oyó pasos de alguien acercándose y cuando se giró a mirar, ahí estaba ella, como si sus pensamientos la hubieran llamado. Se había quitado la papalina y la brisa le agitaba el pelo.
– Está muy agradable aquí fuera -dijo ella, apoyándose en la baranda a su lado.
Él asintió. No la había visto mucho durante el viaje; la viuda había preferido permanecer en su camarote y Grace tenía que atenderla. Pero no se quejaba; jamás se quejaba, y él suponía que, en realidad, no tenía motivos para quejarse. Ese era su trabajo después de todo, acompañar a la viuda. De todos modos, no lograba imaginarse un puesto menos agradable. Si fuera él, no habría durado tanto tiempo trabajando en eso.
Pronto, pensó. Pronto ella estaría libre. Se casarían y ella no tendría que ver nunca más a la viuda, si eso era lo que deseaba. A él no le importaba que la vieja bruja fuera su abuela; era cruel, egoísta y antipática, y no tenía la menor intención de volver a hablar ni una palabra con ella una vez que hubiera acabado todo. Si resultaba que era el duque, compraría esa granja en las Hébridas Exteriores y la enviaría ahí. Y si no lo era, pensaba coger a Grace de la mano y llevársela de Belgrave sin volver la vista atrás.
Era un sueño muy feliz, dicha fuera la verdad.
Grace estaba inclinada mirando el agua.
– Es curioso, ¿verdad? lo rápido que parece avanzar.
Él miró hacia la vela.
– Hay buen viento.
– Lo sé. Tiene mucha lógica, por supuesto. -Levantó la vista y sonrió-. Lo que pasa es que nunca había estado en un barco.
– ¿Nunca? -Era difícil imaginárselo.
Ella negó con la cabeza.
– No en un barco como este. Mis padres me llevaron a navegar en un lago una vez, en una barca de remos. -Volvió a mirar el agua-. Nunca había visto correr así el agua. Me dan deseos de inclinarme a meter los dedos.
– Está fría.
– Bueno, sí, claro. -Se inclinó otro poco hacia fuera, con el cuello arqueado como para sentir la brisa en la cara-. Pero de todos modos me gustaría tocarla.
Él se encogió de hombros. Debería mostrarse más locuaz, pero creía ver los primeros indicios de tierra en el horizonte, y sentía el vientre oprimido y un nudo en el estómago.
– ¿Se siente mal? -le preguntó ella.
– Estoy muy bien.
– Está un poco verde. ¿Está mareado?
Ojalá, pensó él. Jamás se mareaba en el mar. Se mareaba en la tierra. No deseaba volver. Esa noche había despertado metido en su pequeña litera pegajoso de sudor.
Tenía que volver. Tenía. Pero eso no significaba que una parte de él muy grande no deseara comportarse como un cobarde y huir.
La oyó inspirar fuerte y retener el aliento, y cuando la miró estaba apuntando, con la cara iluminada por el entusiasmo.
Su cara así era posiblemente lo más hermoso que había visto en su vida.
– ¿Eso es Dublín? -preguntó ella-. ¿Ahí?
Él asintió.
– El puerto. La ciudad propiamente dicha está un poco más al interior.
Ella alargó el cuello, lo que lo habría divertido si no estuviera con el ánimo tan bajo. A la distancia en que estaban no podría ver nada.
– Me han dicho que es una ciudad encantadora -dijo ella.
– Hay mucho para ver.
– Es una lástima. Supongo que no pasaremos mucho tiempo ahí.
– No. La viuda está impaciente por ponerse en camino.
– ¿Usted no?
Él tuvo que hacer una inspiración profunda, y se frotó los ojos. Estaba cansado, estaba nervioso y se sentía como si lo llevaran a su perdición.
– No -dijo-. Para ser franco, estaría muy feliz si me quedara aquí, en este barco, junto a esta baranda, el resto de mi vida.
Ella se giró a mirarlo con ojos sombríos.
– Con usted -añadió él en voz baja-. Aquí junto a esta baranda con usted.
Volvió a mirar hacia tierra. El puerto de Dublín ya era más que un punto en el horizonte. Pronto podría distinguir edificios y barcos. A la izquierda oía las voces de Thomas y Amelia conversando. Estaban apuntando también, mirando el puerto que parecía ir creciendo.
Tragó saliva. También le estaba creciendo el nudo en el estómago. Buen Dios, era casi divertido. Ahí estaba, de vuelta en Irlanda, obligado a ver a su familia, a la que le había fallado tantos años atrás. Y por si eso fuera poco, igual descubrían que era el duque de Wyndham, puesto para el cual estaba excepcionalmente incapacitado.
Y, además, dado que no hay herida sin insulto, tenía que hacerlo todo en compañía de la viuda.
Deseó reírse. Era divertido. Tenía que ser divertido; si no lo era, tendría que echarse a llorar.
Pero parecía incapaz de reírse.
Miró hacia Dublín, que ya se veía más grande en la distancia.
Demasiado tarde para reír.
Varias horas después, en la posada Queen’s Arms de Dublín.
– ¡No es demasiado tarde!
– Señora, ya son más de las siete -dijo Grace, empleando el tono más calmado y tranquilizador-. Todos estamos cansados y con hambre, los caminos están oscuros y nos son desconocidos.
– Para él no -ladró la viuda moviendo la cabeza hacia Jack.
– Yo estoy cansado y hambriento -le espetó él-, y gracias a usted ya no viajo por los caminos a la luz de la luna.
Grace se mordió el labio. Llevaban cuatro días de viaje y casi se podía representar el avance en el trayecto por el aumento del mal genio de él; cada milla que los acercaba a Irlanda había hecho una mella en su paciencia. Se había vuelto silencioso y retraído, absolutamente diferente al hombre que conocía.
Al hombre del que se había enamorado.
Habían llegado al puerto de Dublín a última hora de la tarde, pero con el tiempo que les ocupó recoger el equipaje y entrar en la ciudad, ya estaban cerca de la hora de la cena. Ella no había comido mucho en el trayecto por mar, y estando ya en tierra firme, sin zarandeos ni sacudidas, estaba muerta de hambre. Lo último que deseaba era continuar camino hacia Butlersbridge, el pequeño pueblo del condado de Cavan donde se crió Jack.
Pero, fiel a su naturaleza, la viuda insistía en continuar, así que ahí estaban, los seis, en la primera sala de la posada, oyéndola dictaminar la velocidad y la dirección del viaje.
– ¿No deseas tener resuelto esto de una vez por todas? -preguntó la viuda a Jack.
– En realidad, no -contestó él, insolente-. No tanto como deseo una buena tajada de pastel de carne con patatas y una jarra de cerveza.
Diciendo eso miró a los demás, y a Grace le dolió ver la expresión de sus ojos; estaba angustiado, pero no lograba imaginar por qué.
¿Qué demonios estaba esperando ahí? ¿Por qué había alargado tanto el tiempo entre visita y visita? Él le había dicho que tuvo una infancia maravillosa, que adoraba a su familia adoptiva y que no la cambiaría por nada del mundo. ¿No deseaban eso todos? ¿No deseaba él volver a su casa? ¿No entendía la suerte que tenía por tener una casa a la cual volver?
Ella daría cualquier cosa por eso.
– Señorita Eversleigh, lady Amelia -dijo él haciendo una cortés venia a cada una.
Las dos damas hicieron sus reverencias, y él se marchó.
– Creo que él tiene razón -dijo Thomas-. Una cena me parece infinitamente mejor que una noche por estos caminos.
La viuda giró la cabeza hacia él y lo miró furiosa.
– No es que quiera retrasar lo inevitable -dijo él, con una expresión muy sarcástica-. Incluso los duques que están a punto de ser desposeídos tienen hambre.
– Yo tomaré la cena en mi habitación -declaró la viuda, en tono desafiante, como si supusiera que alguien fuera a protestar, pero claro, nadie protestó-. Señorita Eversleigh -ladró-, puede venir a atenderme.