Ella sonrió.
– ¿Y bebiendo su pinta de cerveza?
– Dos, en realidad. -Entonces sonrió, una sonrisa tímida, infantil, con que intentó borrar el cansancio de su cara-. La echaba de menos.
– ¿La cerveza irlandesa?
– Comparada con ella la inglesa es bazofia.
Grace sintió un calorcillo por dentro. Veía humor en sus ojos, por primera vez esos últimos días. Y era curioso, había creído que sería un suplicio estar con él, oír su voz y ver su sonrisa, pero lo único que sentía era felicidad. Y alivio.
No soportaba verlo apenado, desgraciado. Necesitaba que volviera a ser «él». Aunque no pudiera ser suyo.
– No debería estar aquí así -dijo él entonces.
– No -contestó ella, negando con la cabeza.
Pero no se movió.
Él hizo un mal gesto mirando la llave que tenía en la mano.
– No logro encontrar mi habitación.
Grace cogió la llave y la miró.
– La catorce. -Levantó la vista-. La luz es muy tenue.
Él asintió.
– Está por ahí -dijo ella, apuntando-. Pasé junto a esa puerta cuando venía.
– ¿Es aceptable su habitación? -preguntó él-. ¿Lo bastante grande para usted y la viuda?
Grace ahogó una exclamación. Él no lo sabía. Se le había olvidado totalmente. Él ya se había marchado cuando Thomas dijo lo de la casa que le regalaba.
– No estoy con la viuda -dijo, sin poder ocultar del todo su emoción-. Estoy…
– Viene alguien -susurró él.
Entonces ella oyó pasos en la escalera. Él le cogió la mano y comenzó a llevarla al interior de la habitación. Ella se resistió.
– No, ahí no. Está Amelia.
– ¿Amelia? ¿Por qué…?
Masculló algo en voz baja y la llevó a toda prisa por el corredor. Y entraron en la habitación catorce.
CAPÍTULO 18
– Tres minutos -dijo Jack tan pronto como cerró la puerta.
No se creía capaz de aguantarse más de ese tiempo, sobre todo estando ella en camisón. Era una prenda francamente horrible, de tela áspera y abotonada desde el cuello a los pies, pero de todos modos era un camisón de dormir.
Y ella era Grace.
– No se va a creer lo que ha ocurrido -dijo ella.
– Normalmente ese es un comienzo excelente, pero después de todo lo que ha ocurrido en las dos últimas semanas, estoy dispuesto a creer cualquier cosa.
Sonrió y se encogió de hombros. Dos pintas de cerveza irlandesa lo habían relajado.
Entonces ella le contó una historia de lo más sorprendente; Thomas le había regalado una casita de campo y fondos para que tuviera ingresos. Ya era una mujer independiente. Estaba libre de la viuda.
Mientras la oía hablar entusiasmada encendió la lámpara. Sintió una punzada de celos, aunque no porque pensara que ella no debía recibir regalos de otro hombre; en realidad, se había ganado lo que fuera que el duque decidiera darle. ¡Cinco años con la viuda! Buen Dios, deberían entregarle un título como penitencia por eso. Nadie había hecho más por Inglaterra.
No, sus celos eran de naturaleza más básica. Oía alegría en su voz, y cuando la luz ahuyentó la oscuridad, vio alegría en sus ojos. Y, sinceramente, encontraba muy mal que otra persona le hubiera dado eso.
Deseaba dárselo él. Deseaba iluminarle los ojos de dicha. Deseaba ser la causa de su sonrisa.
– De todos modos tengo que ir con ustedes al condado de Cavan -estaba diciendo ella-. No puedo quedarme aquí sola, y no quiero dejar sola a Amelia. Esto es terriblemente difícil para ella, ¿sabe?
Lo miró y entonces él asintió. Dicha fuera la verdad, no había pensado mucho en Amelia, por egoísta que fuera eso.
– Seguro que la situación va a ser violenta con la viuda -continuó ella-. Estaba furiosa.
– Me lo imagino.
Ella agrandó los ojos.
– Ah, no. Esto ha sido extraordinario, incluso para ella.
Él lo pensó.
– No sé si lamentar o alegrarme de habérmelo perdido.
– Tal vez fue mejor que usted no hubiera estado presente -repuso ella, haciendo un gesto de pena-. Fue bastante cruel.
Él estaba a punto de decir que le resultaba difícil imaginársela agradable cuando a ella se le alegró la cara y dijo:
– Pero ¿sabe? ¡No me importa!
Entonces se echó a reír, emitiendo el embriagador sonido de una persona que no puede creerse su buena suerte.
Sonrió por ella. Era contagiosa su felicidad. Él no tenía la menor intención de que ella viviera separada de él, y creía acertada su suposición de que Thomas no le regaló la casita de campo con la intención de que ella viviera ahí como la señora de Jack Audley, pero comprendía su dicha. Porque por primera vez, después de muchos años, Grace tenía algo propio.
– Lo siento -dijo ella, aunque sin poder disimular su sonrisa-. No debería estar aquí. No tenía la intención de esperar que usted llegara, pero estaba tan feliz, tan emocionada que deseé contárselo porque sabía que lo entendería.
Y mientras ella lo miraba con los ojos brillantes, se marcharon sus demonios, uno a uno, hasta que sólo quedó el hombre, ante la mujer a la que amaba. En esa habitación, en ese momento, no le importó estar de vuelta en Irlanda, ni tener tantos malditos motivos para salir corriendo a comprar un pasaje en el próximo barco a cualquier parte.
En esa habitación, en ese momento, ella lo era todo para él.
– Grace -dijo, acariciándole la mejilla.
Ella apretó la mejilla a su palma y en ese instante comprendió que estaba perdido. Toda la fuerza que creía tener, toda la voluntad para hacer lo correcto…
Habían desaparecido.
– Bésame -musitó.
Ella agrandó los ojos.
– Bésame.
Ella deseaba besarlo; lo veía en sus ojos, lo sentía en el aire.
Se le acercó y bajó levemente la cabeza, no tanto como para que se tocaran sus labios.
– Bésame -repitió.
Ella se puso de puntillas; sólo eso; no levantó las manos para acariciarlo, no acercó el cuerpo para apoyarlo en el de él. Simplemente se puso de puntillas y le rozó los labios con los suyos.
Y entonces retrocedió.
– ¿Jack? -susurró.
– Te…
Casi lo dijo; tenía las palabras en la punta de la lengua: «Te amo».
Pero sabía, no sabía cómo, que si lo decía en ese momento, si ponía voz a lo que seguro ella sabía en su corazón, la asustaría y se marcharía.
– Quédate conmigo -susurró.
Había renunciado a ser noble; el actual duque de Wyndham podía pasarse la vida haciendo solamente lo correcto, pero él no podía ser tan desinteresado.
Le besó la mano.
– No debo -musitó ella.
Él le besó la otra mano.
– Oh, Jack.
Él le levantó las dos manos hasta sus labios y las sostuvo ahí, aspirando su aroma.
Ella miró hacia la puerta.
– Quédate conmigo -repitió él. Le puso un dedo bajo el mentón, le levantó la cara y le dio un suave beso en los labios-. Quédate.
Le miró la cara, vio contradicciones en sus ojos; le temblaban los labios.
Entonces ella se giró, dándole la espalda.
– Si me quedo -dijo, en un tembloroso susurro, indecisa-. Si me quedo…
Él le tocó el mentón, pero no la instó a girarse para mirarlo. Esperó a que ella estuviera dispuesta y se girara por voluntad propia.
– Si me quedo… -Tragó saliva y cerró los ojos, como para reunir el valor-. ¿Puedes…? ¿Conoces algún sistema para asegurarte de que no haya un bebé?
Él no pudo hablar inmediatamente. Pasado un momento asintió, porque sí, sabía la manera de evitar engendrar un bebé. Había pasado su vida adulta asegurándose de no engendrar bebés.
Pero eso lo había hecho con mujeres a las que no amaba, mujeres a las que no tenía la menor intención de adorar y venerar el resto de su vida juntos. Pero ella era Grace, y de pronto se encendió en él la idea de engendrar un bebé con ella, brillante como un sueño mágico. Se vio formando una familia con ella, riendo, embromándose. Su infancia había sido así, bulliciosa, animada, corriendo por los campos con sus primos, yendo a pescar en riachuelos sin pescar jamás nada. Las comidas nunca eran formales; las heladas reuniones para comer en Belgrave le eran tan desconocidas como un banquete chino.