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Deseaba todo eso, y lo deseaba con Grace, sólo que hasta ese momento no había comprendido cuánto lo deseaba.

– Grace -dijo, apretándole las manos-. No importa. Me casaré contigo. Deseo casarme contigo.

Ella negó con la cabeza, un movimiento rápido, brusco, casi frenético.

– No -dijo-. No puedes. No puedes si eres el duque.

– Me casaré. -Entonces lo dijo, maldita sea; algunas cosas son demasiado grandes, demasiado ciertas, para guardarlas dentro-: Te amo, te quiero. Nunca le he dicho esto a otra mujer y nunca lo diré. Te amo a ti, Grace Eversleigh, y deseo casarme contigo.

Ella cerró los ojos, con una expresión casi de sufrimiento.

– Jack, no puedes…

– Puedo y quiero.

– Jack…

– Estoy harto de que me digan lo que no puedo hacer -explotó él, y soltándole las manos se alejó con paso airado-. ¿Entiendes que no me importa? No me importa el maldito ducado y no me importa un rábano la viuda. Me importas tú, Grace, tú.

– Jack, si eres el duque deberás casarte con una mujer de alcurnia.

Él soltó una palabrota en voz baja.

– Hablas de ti como si fueras una puta del puerto.

– No -dijo ella, en tono paciente-. No. Sé exactamente qué soy. Soy una damita pobre de cuna respetable pero no distinguida. Mi padre era un caballero del campo y mi madre la hija de un caballero del campo. No tenemos ningún parentesco con aristócratas. Mi madre era prima de segundo grado de un baronet, pero eso es todo.

Él la miró como si no hubiera oído ni una sola palabra. O como si las hubiera oído pero no escuchado.

No, pensó Grace, sintiéndose fatal. Había escuchado pero no oído. Y dicho y hecho, las primeras palabras que salieron de la boca de él fueron:

– No me importa.

– Pero a todos los demás les importa. Y si eres el duque, ya habrá bastante alboroto. El escándalo será increíble.

– No me importa.

– Pues debería importarte.

Se obligó a hacer una respiración para poder continuar. Deseó cogerse la cabeza y apretársela enterrando los dedos en el cuero cabelludo. Deseó apretar las manos en puños hasta que las uñas se le enterraran en la piel. Cualquier cosa, lo que fuera que le aliviara la terrible frustración que la tironeaba desde dentro. ¿Por qué él no escuchaba? ¿Por qué no era capaz de oír que…?

– Grace…

– ¡No! -lo interrumpió, tal vez en voz más alta de lo que debía, pero tenía que decirlo-: Te va a ser necesario andar con pies de plomo si deseas ser aceptado en la sociedad. Tu esposa no tiene por qué ser Amelia, pero tiene que ser alguien como ella, con formación similar. Si no…

– ¿No me has escuchado? -interrumpió él. La cogió por los hombros y la mantuvo quieta hasta que ella levantó la vista y lo miró a los ojos-. No me importa el «si no». No necesito que me acepte la sociedad. Lo único que necesito es a ti, ya sea que viva en un castillo, en un tugurio o en cualquier cosa entre medio.

– Jack…

Era un ingenuo. Lo amaba por eso, la hacía casi llorar de dicha que él la amara tanto que se desentendiera del todo de las convenciones sociales. Pero él no sabía; no había vivido cinco años en Belgrave. No había viajado a Londres con la viuda ni visto personalmente lo que significaba ser miembro de esa familia. Ella sí. Había visto, había observado y sabía exactamente qué se esperaba del duque de Wyndham. Su duquesa no podía ser una mujer cualquiera del vecindario; no podía serlo si esperaba que lo tomaran en serio.

– Jack -repitió, buscando las palabras apropiadas-. Ojalá…

– ¿Me amas? -interrumpió él.

Ella se quedó inmóvil. La estaba mirando con una intensidad que le cortaba el aliento, le impedía moverse.

– ¿Me amas?

– No tiene nad…

– ¿Me… a… mas?

Ella cerró los ojos. No le convenía decírselo. Si se lo decía estaría perdida. No podría resistirse jamás a él, a sus palabras, a sus labios. Si le decía eso, perdería su última defensa.

– Grace -dijo él, enmarcándole la cara entre las manos; entonces se inclinó y la besó, una vez, con dolorosa ternura-. ¿Me amas?

– Sí -musitó ella-. Sí.

– Entonces eso es lo único que importa.

Ella abrió la boca para intentar una vez más devolverle la sensatez, pero él ya la estaba besando, su boca ardiente y apasionada.

– Te amo -dijo, besándole las mejillas, las cejas, las orejas-. Te amo.

– Jack -susurró ella.

Pero el cuerpo ya le había comenzado a hervir de deseo. Lo deseaba. Deseaba eso. No sabía qué traería el mañana, pero en ese momento estaba dispuesta a simular que no le importaba. Siempre que…

– Prométeme -dijo, cogiéndole la cara y apartándosela-. Prométeme, por favor, que no habrá un bebé.

Él cerró y abrió los ojos, y finalmente dijo:

– Te prometo que lo intentaré.

– ¿Que lo intentarás?

Él no le mentiría en eso. No haría caso omiso de su petición y después simularía que lo había «intentado».

– Haré lo que sé hacer. No es totalmente infalible.

Ella aflojó la presión con que le sujetaba la cara y manisfestó su aceptación acariciándole las mejillas con las yemas de los dedos.

– Gracias -musitó, acercando la cara para besarlo.

– Pero te prometo esto -dijo él entonces, levantándola en los brazos-. Tendrás nuestro bebé. Me casaré contigo. Sea quien sea, o sea cual sea mi apellido, me casaré contigo.

Pero ella ya no tenía la voluntad para discutir, pues él la estaba llevando a la cama. La depositó encima de la colcha, se apartó y rápidamente se desabotonó la camisa hasta que pudo sacársela por la cabeza.

Y al instante se metió en la cama, a su lado, medio encima de ella, besándola como si de eso dependiera su vida. «Dios mío, esto es horrible», gruñó, y ella no pudo evitar reírse cuando intentó hacer su magia con los botones. Volvió a gruñir frustrado porque estos no se soltaron, y cogió los dos lados del camisón, con la clara intención de hacerlos saltar de un tirón.

– ¡No, Jack, no lo rompas! -dijo riendo.

No sabía por qué lo encontraba tan divertido; sin duda la desfloración tenía que ser un asunto serio, puesto que cambia la vida. Pero era tanta la alegría que burbujeaba dentro de ella que le era difícil contenerla. Sobre todo al verlo esforzarse tanto en hacer una tarea tan sencilla y fracasar tan horrorosamente.

– ¿Estás segura? -preguntó él, y su cara frustrada era casi cómica-. Porque estoy muy seguro de que le haría un servicio a toda la humanidad rompiendo esto.

Ella intentó no reírse.

– Es mi único camisón.

Al parecer, él encontró interesante eso.

– ¿Quieres decir que si lo rompo tendrás que dormir desnuda durante todo nuestro viaje?

Ella se apresuró a apartarle las manos de la tela.

– No.

– Pero es muy tentador.

– Jack…

Él se sentó en los talones, mirándola con una mezcla de deseo y diversión que la hizo estremecerse.

– Muy bien -dijo-, desabotónalo tú.

Y eso era lo que intentaba hacer ella, pero en ese momento, al estar él observándola tan intensamente, con los párpados entornados de deseo, se sintió casi paralizada. ¿Como podría ser tan descarada y desvestirse delante de él? ¿Quitarse la ropa, «ella»? Había una diferencia, comprendió, entre quitarse la ropa y dejarse seducir.

Con la mano temblorosa, comenzó por el botón de más arriba; no lo veía, estaba casi debajo del mentón; pero sus dedos conocían los movimientos y casi sin pensarlo lo soltó.