– Habría sido muy cruel para Grace -dijo Jack.
– Eso fue lo que le dije a Amelia.
– Cuando saliste huyendo del coche -musitó Thomas, sonriendo levemente.
Crowland ladeó la cabeza.
– Jamás diría lo contrario.
– Y yo nunca te regañaría por huir.
Jack los escuchaba con poco interés. Según sus cálculos, estaban a medio camino de Butlersbridge, y le resultaba cada vez más difícil encontrar humor en las necedades.
– Hay un claro a una milla más o menos -dijo-. He parado ahí alguna vez. Es un buen lugar para hacer una merienda.
Los otros dos asintieron, manifestando su acuerdo, y cinco minutos después encontraron el lugar. Jack desmontó y al instante se dirigió al coche. Un mozo estaba ayudando a bajar a las damas, pero puesto que Grace sería la última en hacerlo, él consiguió situarse de manera que pudiera cogerle la mano cuando apareciera.
– Señor Audley -dijo ella.
Su tono fue muy cortés y formal, pero le brillaron los ojos de simpatía secreta.
– Señorita Eversleigh.
Le miró la boca; las comisuras se le movieron muy, muy levemente; deseaba sonreír. Lo vio.
Lo sintió también.
– Yo comeré en el coche -declaró la viuda, hoscamente-. Sólo los paganos comen en el suelo.
Jack se dio unos golpecitos en el pecho, sonriendo de oreja a oreja.
– Me siento orgulloso de ser pagano. -Movió la cabeza hacia Grace-. ¿Y usted?
– Muy orgullosa.
La viuda bajó a dar una vuelta por la orilla del prado, para estirar las piernas, dijo, y después desapareció en el interior del coche.
– Esto tiene que haber sido muy difícil para ella -comentó Jack, observándola.
– ¿Difícil? -preguntó Grace, apartando la vista del contenido de una cesta que había estado examinando.
– No hay nadie a quien hostigar en el coche.
– Yo creo que piensa que nos hemos agrupado en contra de ella.
– Es cierto.
Ella lo miró apenada.
– Sí, pero…
Ah, no, no iba a permitir que inventara disculpas para la viuda.
– No me digas que sientes compasión por ella.
Ella negó con la cabeza.
– No, no diría eso, pero…
– Tienes el corazón demasiado blando.
Entonces ella sonrió, tímidamente.
– Tal vez.
Cuando ya estaban extendidas las mantas, Jack maniobró hasta conseguir que los dos quedaran sentados algo separados de los demás. No le resultó muy difícil, ni se notó mucho. Amelia se había sentado al lado de su padre y Thomas se había alejado, tal vez en busca de un árbol que necesitara un poco de riego.
– ¿Este es el camino que hacías cuando ibas al colegio de Dublín? -le preguntó Grace, cogiendo un trozo de pan con queso.
– Sí.
Procuró que la voz le saliera normal, pero tal vez no lo consiguió, porque cuando la miró vio que ella lo estaba mirando con esa inquietante mirada.
– ¿Por qué no deseas ir a tu casa?
Estuvo a punto de decirle que tenía demasiado activa la imaginación, o, puesto que debería volver a ser como solía ser, decir algo ingenioso y grandioso, algo sobre la luz del sol, los pájaros canoros y la bondad humana.
Comentarios de ese tipo lo habían sacado de situaciones más delicadas que esa.
Pero en ese momento no tenía la energía ni la voluntad.
Y, en todo caso, Grace ya lo conocía mejor. Podía ser su yo frívolo y divertido y la mayor parte del tiempo ella lo amaba por eso, era de esperar, pero no cuando intentaba ocultar la verdad.
O se ocultaba de la verdad.
– Es complicado -dijo, porque al menos eso no era mentira.
Ella asintió y volvió la atención a su comida. Él esperó por si le hacía otra pregunta, pero puesto que no le hizo ninguna, cogió una manzana.
La miró; estaba cortando una tajada de pollo asado, con la mirada fija en sus utensilios. Abrió la boca para hablar y, decidiendo no decir nada, se llevó la manzana a la boca.
Pero no le hincó el diente.
– Han pasado más de cinco años -soltó.
Ella lo miró.
– ¿Desde la última vez que estuviste en casa?
Él asintió.
– Eso es mucho tiempo.
– Muchísimo.
– ¿Demasiado?
Él apretó con más fuerza la manzana.
– No.
Ella tomó varios bocados de su comida y después lo miró.
– ¿Quieres que te parta en rodajas esa manzana?
Él se la pasó, principalmente porque había olvidado que la tenía en la mano.
– Tenía un primo, ¿sabes?
Condenación, ¿de dónde le salió eso? Su intención había sido no decir nada sobre Arthur. Esos cinco años los había pasado intentando no pensar en él, haciendo lo que fuera para evitar que la cara de Arthur fuera lo último que veía antes de quedarse dormido por las noches.
– Creí oírte decir que tenías tres primos -dijo ella.
No lo estaba mirando; daba la impresión de tener toda su atención puesta en la manzana y el cuchillo con que la estaba cortando.
– Ahora sólo tengo dos.
Ella levantó la vista y lo miró, con profunda compasión en sus grandes ojos.
– Lo siento.
– Arthur murió en Francia.
Las palabras le salieron rasposas. Cayó en la cuenta de que hacía mucho tiempo que no nombraba a Arthur en voz alta. Cinco años, probablemente.
– ¿Estaba contigo? -preguntó ella, en voz baja.
Él asintió.
Ella miró las rodajas de manzana, ya bien dispuestas en un plato; parecía no saber qué hacer con ellas.
– ¿No vas a preguntarme si murió por culpa mía?
Detestó el sonido de su voz; una voz hueca, apenada, sarcástica y desesperada, y no pudo creer que hubiera dicho eso.
– Yo no estaba ahí -dijo ella.
Él la miró a la cara.
– No logro imaginarme cómo pudo haber sido culpa tuya, pero yo no estaba ahí. -Alargó la mano por encima de la comida y la puso sobre la de él-. Lo siento. ¿Estabais muy unidos?
Él asintió y desvió la cara, fingiendo que miraba hacia los árboles.
– No tanto cuando éramos niños. Pero después, cuando nos marchamos al colegio… -se apretó el puente de la nariz, pensando cómo podría explicar lo que Arthur había hecho por él-, descubrimos que teníamos mucho en común.
Ella le apretó suavemente la mano y se la soltó.
– Es difícil perder a un ser querido.
Él volvió a mirarla cuando estuvo seguro de que sus ojos continuarían secos.
– ¿Cuando perdiste a tus padres…?
– Fue horrible -repuso ella. Se le movieron las comisuras de los labios, pero no en una sonrisa; fue uno de esos movimientos reflejos, apenas un indicio de emoción, que se le escapaba sin que se diera cuenta-. No pensé que yo también debía morir -añadió en voz baja-, pero no sabía cómo viviría.
– Ojalá yo…
Se interrumpió, porque no sabía qué deseaba. ¿Haber podido estar ahí para apoyarla? ¿De qué utilidad habría sido? En ese tiempo él estaba destrozado también.
– La viuda me salvó -dijo ella, y sonrió irónica-. ¿No es curioso eso?
Él arqueó las cejas.
– Ah, vamos, la viuda no hace nada por la pura bondad de su corazón.
– No he dicho por qué lo hizo, sino simplemente que lo hizo. Me habrían obligado a casarme con mi primo si no me hubiera llevado con ella.
Él le cogió la mano y se la llevó a los labios.
– Me alegra que no tuvieras que casarte con él.
– Yo también -dijo ella sin el menor asomo de ternura-. Es horrendo.
Él se rió.
– Y yo que pensaba que te sentías contenta por haberme esperado a mí.
Ella lo miró sarcástica y retiró la mano.
– No has conocido a mi primo.
Finalmente, él cogió una rodaja de manzana y tomó un bocado.
– Tenemos sobreabundancia de parientes odiosos, tú y yo.
Ella curvó los labios, pensativa, y después giró el cuerpo para mirar lo que se podía ver del coche.