– Debo ir a acompañarla -dijo.
– No -le espetó él, firmemente.
Grace exhaló un suspiro. No quería sentir compasión por la viuda, sobre todo después de lo que le dijo esa noche. Pero la conversación con Jack le había traído recuerdos, y le recordó lo mucho que estaba en deuda con ella.
Se giró a mirarlo.
– Está muy sola.
– Se merece estar sola -dijo él, con mucha convicción, y un tanto sorprendido, como si pensara que eso estaba tan claro que no era necesario decirlo.
– Nadie se merece estar solo.
– ¿De verdad crees eso?
Ella no lo creía, pero…
– Deseo creerlo.
Él la miró dudoso.
Ella comenzó a incorporarse. Miró hacia uno y otro lado, para asegurarse de que nadie podía oírla y dijo:
– Por cierto, no deberías haberme besado la mano habiendo personas que pueden verlo.
Entonces se levantó y se alejó rápidamente, antes que él pudiera contestar.
– ¿Ya has terminado tu almuerzo? -preguntó Amelia cuando pasó cerca de ella.
Grace asintió.
– Sí, voy a ir al coche a ver si a la viuda se le ofrece algo.
Amelia la miró como si creyera que se había vuelto loca.
Grace se encogió levemente de hombros.
– Toda persona se merece una segunda oportunidad. -Caminando hacia el coche pensó en lo que acababa de decir y añadió, más para sí misma-: Eso es cierto.
El piso del coche le quedaba demasiado alto para subir sola, y no había ningún mozo a la vista, así que exclamó:
– ¡Excelencia! ¡Excelencia! -Al no oír respuesta, exclamó en voz más alta-. ¡Señora!
Apareció la airada cara de la viuda en la puerta.
– ¿Qué quiere?
Grace se dijo que no había pasado toda una vida yendo a la iglesia las mañanas de los domingos para nada.
– Deseaba preguntarle si se le ofrece algo, excelencia.
– ¿Por qué?
Buen Dios, desconfiaba de ella.
– Porque soy una buena persona -dijo, algo impaciente, y se cruzó de brazos esperando para ver la reacción.
La viuda la miró en silencio un buen rato y finalmente dijo:
– Según mi experiencia, las personas buenas no necesitan anunciarse como tales.
Grace deseó preguntarle qué tipo de experiencias tenía con personas buenas, puesto que según la experiencia de ella, la mayoría de las personas buenas huían de su presencia.
Pero eso le pareció muy mordaz.
Hizo una lenta respiración. No tenía por qué hacerlo; no tenía por qué asistir a la viuda de ninguna manera. Ya era una mujer independiente y no necesitaba preocuparse de su seguridad.
Pero, como había dicho, era una persona buena, y estaba resuelta a seguir siéndolo, por muy mejoradas que estuvieran sus circunstancias. Había atendido a la viuda durante cinco años porque tenía que hacerlo, no porque lo deseara. Y ahora…
Bueno, seguía sin desearlo, pero lo haría. Fueran cuales fueren los motivos de la viuda hacía cinco años, la había salvado de toda una vida de infelicidad. Por eso, podía pasar una hora atendiéndola. Pero más que eso, podía «decidir» pasar una hora atendiéndola.
Increíble la diferencia entre lo uno y lo otro.
– ¿Señora? -dijo.
Y nada más. Con eso bastaba; lo demás dependía de la viuda.
– Ah, muy bien -dijo esta, irritada-. Si le parece que debe.
Con la cara absolutamente serena, Grace aceptó la mano que le ofreció lord Crowland (que oyó la última parte de la conversación y le dijo que estaba loca), subió al coche y ocupó el asiento prescrito, de espaldas al cochero, lo más lejos posible de la viuda, y juntó las manos en la falda. No sabía cuánto tiempo estaría ahí; al parecer, los demás no se decidían a poner fin al almuerzo.
La viuda estaba mirando por la ventanilla; ella se miraba las manos. De tanto en tanto, levantaba la vista y, cada vez, la viuda casi le daba la espalda, su postura rígida, los labios bien apretados.
Entonces, tal vez la quinta vez que miró, se encontró con que la la estaba mirando.
– Me decepciona -dijo, en voz baja, no exactamente un siseo pero muy parecido.
Grace guardó silencio. No cambió de postura, simplemente retuvo el aliento; no sabía qué decir, aparte de que no se iba a disculpar. No iba a pedir disculpas por haber alargado la mano para coger su felicidad.
– No debería marcharse.
– Para seguir siendo una criada, señora.
– No debería marcharse -repitió la viuda, pero esta vez dio la impresión de que se le estremecía algo dentro; no el cuerpo, tampoco la voz.
El corazón, comprendió Grace, sorprendida; a la viuda se le estremeció el corazón.
– Él no es lo que yo esperaba -añadió la viuda.
Grace pestañeó, tratando de entender.
– ¿El señor Audley?
– Cavendish -enmendó la viuda, rotundamente.
– Usted no sabía que existía -dijo Grace, con la mayor amabilidad posible-. ¿Cómo podría haber esperado algo?
Sin contestar la pregunta, la viuda preguntó a su vez:
– ¿Sabe por qué la llevé a mi casa?
– No -contestó Grace, dulcemente.
La viuda apretó los labios y pasado un momento dijo:
– No era correcto. Una persona no debería estar sola en este mundo.
– No -repitió Grace. Y creía eso con todo su corazón.
– Fue por las dos. Cogí algo terrible y lo transformé en bueno. Por las dos. -La miró con los ojos entrecerrados, perforándole los ojos-. No debería marcharse.
Entonces, santo cielo, sin poderlo creer, Grace se oyó decir:
– Iré a visitarla, si lo desea.
La viuda tragó saliva y dijo, mirando recto al frente:
– Eso sería aceptable.
Grace se salvó de contestar algo por la llegada de Amelia, que las informó que partirían enseguida. Y dicho y hecho, apenas tuvo tiempo para acomodarse en el asiento cuando crujieron las ruedas y el coche se puso en marcha.
Nadie dijo nada.
Era mejor así.
Varias horas después Grace abrió los ojos.
Amelia la estaba mirando.
– Te quedaste dormida -dijo, y se llevó un dedo a los labios haciendo un gesto hacia la viuda, que también se había quedado dormida.
Grace se tapó la boca para ocultar un bostezo y preguntó:
– ¿Sabes cuánto tiempo nos falta para llegar ahí?
Amelia se encogió de hombros.
– No lo sé. ¿Tal vez una hora? ¿Dos horas?
Exhaló un suspiro y se reclinó en el respaldo. Se veía cansada, pensó Grace. Todos estaban cansados.
Y asustada.
– ¿Qué vas a hacer? -preguntó, sin detenerse a pensarlo dos veces.
Amelia no abrió los ojos.
– No lo sé.
Eso no tenía mucho de respuesta, pero claro, la pregunta no había sido justa.
– ¿Sabes cuál es la parte más divertida? -dijo Amelia de pronto.
Grace negó con la cabeza, y al recordar que Amelia estaba con los ojos cerrados, contestó:
– No.
– Vivo diciéndome «Esto no es justo. No deberían pasarme de uno a otro como si yo fuera un bien traspasable». Y entonces pienso «¿Qué cambiaría?». Me entregaron a Wyndham hace muchos años. Nunca me he quejado.
– Sólo eras un bebé.
Amelia continuó con los ojos cerrados y cuando habló su voz sonó recriminatoria:
– He tenido muchos años para presentar una queja.
– Amelia…
– Nadie tiene la culpa aparte de mí.
– Eso no es cierto.
Amelia abrió los ojos. Uno al menos.
– Lo dices pero no lo piensas.
– No. Podría -reconoció, porque era cierto-, pero ocurre que digo la verdad. No es culpa tuya. En realidad no es culpa de nadie. -Hizo una inspiración y dejó salir el aire-. Ojalá lo fuera, así sería mucho más fácil.
– ¿Tener a alguien a quien echarle la culpa?
– Sí.
– No quiero casarme con él -susurró Amelia entonces.
– ¿Con Thomas?