Grace miró de Amelia a la viuda, nuevamente a Amelia y luego a la viuda, y luego…
Bueno, baste decir que fue un momento monstruosamente largo.
– No vuelvan a hablar -dijo la viuda finalmente-. No tolero el sonido de sus voces.
Y, cómo no, guardaron silencio todo el resto del viaje.
Incluso la viuda.
CAPÍTULO 20
Fuera del coche el ambiente era considerablemente más relajado. Los tres hombres avanzaban por el camino, pero no en fila. De tanto en tanto, uno aceleraba el paso o se quedaba atrás, y un caballo adelantaba a otro. Entonces intercambiaban saludos, por rutinaria cortesía.
De vez en cuando uno hacía un comentario sobre el tiempo.
Lord Crowland parecía bastante interesado en los pájaros autóctonos.
Thomas no hablaba mucho, pero… Al pasar junto a él Jack lo miró. ¿Iba silbando?
– ¿Te sientes feliz? -le preguntó, en tono algo brusco.
Thomas lo miró sorprendido.
– ¿Yo? -Frunció el ceño, pensándolo-. Supongo que sí. El día está muy hermoso, ¿no te parece?
– Bonito día -convino Jack.
– Ninguno está atrapado en el coche con la malvada vieja bruja -declaró Crowland-. Los tres deberíamos estar felices. -Entonces, puesto que la malvada vieja bruja era la abuela de sus dos acompañantes, añadió-: Perdón.
– Por lo que a mí se refiere, no es necesario que pidas perdón -dijo Thomas-. Estoy totalmente de acuerdo con tu evaluación.
Tenía que haber algo importante en eso, pensó Jack, que la conversación volviera una y otra vez a lo aliviados que se sentían por no estar en compañía de la viuda. Era condenadamente raro, dicha fuera la verdad, y daba que pensar.
– ¿Tendré que vivir con ella? -se le escapó.
Thomas lo miró y sonrió de oreja a oreja.
– Las Hébridas Exteriores, compañero, las Hébridas Exteriores.
– ¿Por qué no lo hiciste tú? -preguntó Jack.
– Ah, créeme que lo haré, si por casualidad sigo poseyendo poder sobre ella mañana. Y si no… -Se encogió de hombros-. Voy a necesitar algún tipo de empleo, ¿verdad? Siempre he deseado viajar. Tal vez sea tu explorador. Encontraré la más fría de las islas. Lo pasaré fabulosamente.
– Por el amor de Dios, hombre, deja de hablar así.
No quería que el asunto se diera por entendido, se considerara como algo ya establecido, predestinado. Thomas debía luchar por su lugar en el mundo, no cedérselo alegremente.
Porque él no lo deseaba. Deseaba a Grace, deseaba su libertad, y más que cualquier otra cosa, en ese momento deseaba estar en otra parte. En cualquier otra parte.
Thomas lo miró algo extrañado, pero no dijo nada más.
Jack tampoco. No habló cuando pasaron por Pollamore, cuando pasaron por Cavan ni cuando entraron en Butlersbridge.
Ya hacía rato que había caído la noche, pero él conocía los escaparates de todas las tiendas, todos los postes señalizadores y todos los árboles. Ahí estaba la posada Derragarra, donde se emborrachó por primera vez el día que cumplió diecisiete años. Ahí estaba la carnicería, más allá la herrería y, ah, sí, la fábrica de harina de avena, detrás de la cual robó su primer beso.
Eso significaba que dentro de cinco, no, de cuatro minutos, estaría en casa.
Su hogar.
Esa era una palabra que no decía desde hacía años. No tenía ningún sentido. Se alojaba en posadas, en tabernas y a veces dormía bajo las estrellas. Tenía su grupo de amigos de la chusma, pero se juntaban y separaban con igual frecuencia. Robaban juntos más por comodidad que por otra cosa. Lo único que tenían en común era un pasado en el ejército y la disposición a dar una parte del botín a aquellos que habían vuelto de la guerra con menos suerte que ellos.
A lo largo de esos años había dado dinero a hombres sin piernas, a mujeres sin marido, a niños sin padres. Nunca nadie le preguntó de dónde sacaba el dinero. Suponía que les bastaba que su porte y su manera de hablar fueran los de un caballero. Las personas ven lo que desean ver, y cuando un ex oficial (nunca dijo a nadie su nombre) llega con regalos…
Nadie desea hacer preguntas.
Y durante todo ese tiempo, no lo dijo nunca a nadie. ¿A quién tenía para decírselo?
A Grace.
Ahora estaba Grace.
Sonrió. Ella lo aprobaría. Tal vez no los medios, pero sin duda sí el fin. La verdad, jamás le había robado a nadie que no pareciera que podía permitirse perder algo. Y siempre había sido más concienzudo al robar a las más molestas de sus víctimas.
Esos escrúpulos no lo habrían librado de la horca, eso sí, pero siempre lo hacían sentirse un poco mejor respecto a su profesión elegida.
Oyó el ruido de los cascos de un caballo junto al de él y cuando miró vio que era Thomas, que iba al paso a su lado.
– ¿Esta es la calle? -preguntó en voz baja.
Jack asintió.
– Pasada esa curva.
– No te esperan, ¿verdad?
– No.
Thomas tenía muchísmo tacto, y no le hizo más preguntas; de hecho, aminoró la marcha hasta quedar medio caballo atrás por respeto a su intimidad.
Y ahí estaba, Cloverhill. Tal como la recordaba, aunque tal vez la enredadera había cubierto otro poco de la fachada de ladrillo. Había luz en las habitaciones, y las ventanas resplandecían acogedoras. Aunque los únicos sonidos que oía eran los que hacía el grupo viajero, podría jurar que por las paredes se filtraban los sonidos de risas y alegría.
Dios santo, había pensado que lo echaba de menos, pero lo que sentía…
Lo que sentía era algo más. Era dolor, un verdadero dolor en el pecho; un agujero vacío, un sollozo siempre atrapado en la garganta.
Ese era su hogar.
Deseó parar, tomarse un momento para contemplar la hermosa y vieja casa, pero oyó el ruido del coche acercándose y comprendió que no podría mantenerlos a todos a raya mientras él se entregaba a la nostalgia.
Lo último que deseaba era que la viuda entrara antes que él (y estaba seguro de que lo haría), así que cabalgó hasta la puerta, desmontó y subió la escalinata solo. Cerró los ojos, hizo una honda inspiración y, puesto que no iba a reunir más valor en los minutos siguientes, levantó la aldaba de bronce y la dejó caer.
No hubo respuesta inmediata. Eso no tenía por qué sorprenderlo. Era tarde. No los esperaban. Tal vez el mayordomo ya se había ido a acostar. Eran muchísimos los motivos para haber buscado habitaciones en el pueblo e ido a Cloverhill por la mañana. No quería…
Se abrió la puerta. Se cogió firmemente las manos a la espalda. Había intentado ponerlas a los costados, pero comenzaron a temblarle.
Primero vio la luz de la vela y luego al hombre que la llevaba, arrugado y encorvado.
– ¿Don Jack?
Jack tragó saliva.
– Wimpole -dijo.
Buen Dios, el viejo mayordomo debía estar rondando los ochenta, pero claro, su tía lo seguiría teniendo todo el tiempo que él quisiera trabajar, el cual, conociéndolo, sería hasta el día en que muriera.
– No le esperábamos -dijo Wimpole.
– Bueno -dijo Jack, intentando sonreír-, ya sabes cuánto me gusta dar sorpresas.
– ¡Pase, pase! Ah, don Jack, la señora Audley va a estar contentísima de verle. Como también… -Se interrumpió al mirar hacia fuera de la puerta, y entrecerró sus viejos ojos, arrugándolos.
– Lo siento, pero he traído unos cuantos acompañantes -explicó Jack.
Ya habían ayudado a bajar del coche a la viuda, y Grace y Amelia estaban detrás de ella. Thomas tenía cogida del brazo a su abuela, con bastante firmeza, por lo que se veía, para dejarlo solo un momento, pero la viuda ya daba indicios de indignación.
– ¿Wimpole? -dijo una voz femenina-. ¿Quién es a estas horas?
Jack se tensó, casi sin poder respirar. Era su tía Mary. Su voz era exactamente la misma de antes. Como si él no se hubiera marchado nunca.
Pero claro, no. Si no se hubiera marchado no tendría el corazón retumbante ni la boca reseca. Y, lo principal, no estaría tan absolutamente aterrado. Mudo de miedo de ver a la única persona que lo había amado toda su vida, con todo su corazón y sin condiciones.