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No había llorado por Arthur. Ni una sola vez. Estaba tan inundado de furia, con los franceses, consigo mismo, que no le había quedado espacio para la aflicción.

Pero ahí, en ese momento el llanto se precipitó. Salió en torrente, con toda la tristeza, con todas las veces que había visto algo divertido y no estaba Arthur para compartir la risa. Todos los logros importantes que había celebrado solo; todos los logros que Arthur no celebraría jamás.

Lloró por todo eso. Y lloró por sí mismo, por sus años perdidos. Había estado huyendo, huyendo de sí mismo. Y estaba cansado de huir. Deseaba parar; quedarse en un lugar.

Con Grace.

No la perdería. Lo que fuera que tuviera que hacer para asegurar su futuro con ella, lo haría. Si Grace decía que no podía casarse con el duque de Wyndham, pues no sería el duque de Wyndham. Todavía tenía que haber una parte de su destino al mando de él.

– Tengo que ir a ver a los huéspedes -musitó Mary, apartándolo suavemente.

Asintiendo, él se limpió las últimas lágrimas de los ojos.

– La duquesa viuda… -buen Dios, ¿qué podía decir de la viuda sino?-: Lo siento mucho.

– Ocupará mi dormitorio -dijo Mary.

Normalmente él le habría prohibido cederle su habitación, pero estaba cansado, suponía que ella estaba cansada, por lo tanto, le pareció que esa noche era el momento perfecto para anteponer la facilidad al orgullo. Así pues, asintió.

– Eso es muy amable de tu parte.

– Yo creo que se acerca más al instinto de supervivencia.

Eso lo hizo sonreír.

– ¿Tía Mary?

Ella ya había llegado a la puerta, pero se detuvo con la mano en el pomo y se giró a mirarlo.

– ¿Sí?

– La señorita Eversleigh.

Algo iluminó los ojos de su tía, algo romántico.

– ¿Sí?

– La quiero.

Toda ella pareció llenarse de afecto y calor.

– Cuánto me alegra oír eso.

– Ella también me quiere.

– Mejor aún.

– Sí -musitó él.

Ella hizo un gesto hacia el vestíbulo.

– ¿Me vas a acompañar?

Él era consciente de que debía, pero las revelaciones de esa noche lo habían agotado. Y no quería que lo vieran así, con los ojos todavía enrojecidos por el llanto.

– ¿Te importaría si me quedara aquí?

– No, claro que no.

Esbozando una melancólica sonrisa, salió de la sala.

Jack se volvió hacia el escritorio de su tío y pasó lentamente la mano por la superficie. Era apacible ese cuarto, y él necesitaba un lugar de paz.

Esa iba a ser una noche larga. No podría dormir, no tenía ningún sentido intentarlo. Pero no deseaba hacer nada. No deseaba ir a ninguna parte ni, principalmente, pensar.

Por ese momento, por esa noche, sólo deseaba «ser».

Grace concluyó que le gustaba el salón de los Audley. Era muy elegante, decorado en colores burdeos y crema, con dos lugares separados para sentarse, un escritorio y acogedores sillones para leer en los rincones. Por todas partes se veían señales de vida familiar, desde las cartas apiladas en el escritorio, al bordado que la señora Audley debió dejar abandonado cuando oyó a Jack en la puerta. Sobre la repisa del hogar había seis retratos en miniatura en hilera. Se acercó a mirarlos, simulando que iba a poner las manos cerca del fuego para calentárselas.

Eran retratos de la familia comprendió al instante, tal vez pintados unos quince años atrás. El primero era sin duda del tío de Jack, y en el siguiente reconoció a la señora Audley. El siguiente era de… santo cielo, ¿ese era Jack? Tenía que ser. ¿Cómo es posible que alguien cambie tan poco? Se veía más joven, sí, pero en todo lo demás estaba iguaclass="underline" la expresión, la sonrisa pícara.

Casi se quedó sin aliento.

Los otros tres eran de los niños Audley, supuso. Dos chicos y una chica. Cuando llegó al del menor, Arthur, bajó la cabeza y elevó una oración. Jack lo había querido muchísimo.

¿De qué estaría hablando con su tía? Ella fue la última en entrar en el salón y alcanzó a ver cuando la señora Audley lo empujó suavemente haciéndolo entrar por otra puerta.

Pasados unos minutos entró el mayordomo a anunciar que estaban preparadas las habitaciones. Ella no salió con los demás y continuó junto al hogar. No se sentía dispuesta a salir de esa sala.

No sabía por qué.

– Señorita Eversleigh.

Miró hacia la voz. Era la tía de Jack.

– Camina muy silenciosa, señora Audley -dijo-. No la sentí aproximarse.

– Este es Jack -dijo la señora Audley, cogiendo la miniatura.

– Lo he reconocido.

– Sí, está bastante igual. Este es mi hijo Edward. Vive en esta misma calle. Y esta es Margaret. Ya tiene dos hijas.

Grace miró el retrato de Arthur. Las dos lo miraron.

– Lamento su muerte -dijo Grace finalmente.

La señora Audley tragó saliva, pero no dio la impresión de que fuera a llorar.

– Gracias -dijo, la miró y le cogió la mano-. Jack está en el despacho de su tío, al final del vestíbulo, la puerta de la derecha. Vaya a hacerle compañía.

Grace entreabrió los labios.

– Vaya -dijo, la señora Audley, en tono más dulce aún.

Casi sin darse cuenta Grace asintió y, sin tomarse el tiempo para pensarlo dos veces, ya estaba en el vestíbulo caminando deprisa hacia la parte de atrás.

La puerta de la derecha.

– ¿Jack? -dijo en voz baja, abriendo un poco la puerta.

Él estaba sentado en un sillón, de cara a la ventana, pero al oír su voz se giró al instante y se levantó.

Ella entró y cerró suavemente la puerta.

– Tu tía me ha dicho…

Él ya estaba delante de ella, y de pronto se encontró con la espalda aplastada contra la puerta y él la estaba besando, a fondo, devorándole la boca, santo cielo, muy concienzudamente.

Entonces él se apartó y retrocedió. Ella no podía respirar, escasamente se sostenía en pie, y no sería capaz de decir una frase ni aunque su vida dependiera de ello.

Jamás en su vida había deseado tanto nada como lo deseaba a él.

– Vete a acostar, Grace.

– ¿Qué?

– Soy incapaz de resistirme -dijo él, con la voz ronca, rasposa, embargada por todas las emociones.

Ella le tendió las manos; no pudo evitarlo.

– No en esta casa -musitó él.

Pero sus ojos ardían por ella.

– Vete -repitió-. Por favor.

Ella salió del despacho. Subió corriendo la escalera, encontró su habitación y se acostó.

Pero pasó toda la noche temblando.

Temblando y ardiendo.

CAPÍTULO 21

– ¿No puedes dormir?

Jack, que seguía sentado en un sillón del despacho de su tío, levantó la vista y miró. Thomas estaba en la puerta.

– No -contestó.

– Yo tampoco -dijo Thomas, entrando.

Jack cogió la botella de coñac que había sacado del armario. No tenía ni una sola mota de polvo, aun cuando sabía que nadie había probado el licor desde la muerte de su tío. La tía Mary siempre tenía la casa limpísima.

– Es bueno -dijo-. Creo que mi tío lo estaba reservando. -Entrecerró los ojos mirando la etiqueta-. No para esto, me imagino.

Le hizo un gesto hacia un juego de copas de cristal que había sobre un estante cerca de la ventana. Esperó con la botella en la mano mientras Thomas iba a coger una copa. Cuando este fue a sentarse en el otro sillón de orejas y dejó la copa en la mesita entre ellos, le sirvió una generosa cantidad.

Thomas cogió la copa y bebió, y entrecerrando los ojos miró por la ventana.

– Falta poco para la aurora.

Jack asintió. En el cielo aún no aparecía ni una insinuación de color rosa, pero ya se veía el resplandor plateado del alba.

– ¿Se ha levantado alguien? -preguntó.

– No que yo haya oído.

Estuvieron en silencio un buen rato. Jack bebió lo que le quedaba de coñac y pensó en la posibilidad de beber otra copa. Cogió la botella para servirse, pero cuando sólo habían caído unas gotas, comprendió que en realidad no deseaba beber más. Levantó la vista.