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– Y usted, señora, está despedida.

La niñera retrocedió.

– Nadie le habla así al duque de Hastings -dijo-. ¡Nadie!

– ¿Ni siquiera el rey? -dijo Simon.

Hastings se dio la vuelta, sin apenas darse cuenta de que su hijo había pronunciado perfectamente esas palabras.

– Tú -dijo el duque, en voz baja.

Simon asintió. Había conseguido decir bien una frase, pero era un corta y no quería tentar su suerte. No mientras estuviera tan enfadado. Normalmente, podía hablar durante días sin tartamudear, pero ahora…

La manera e que su padre lo miraba lo hizo sentirse un niño. Un niño idiota.

Y, de repente, se sintió la lengua muy pesada.

El duque sonrió con crueldad.

– Dime, chico, ¿qué tienes que decir? ¿Eh? ¿Qué quieres decir?

– No pasa nada, Simon -le susurró la niñera, lanzándole una mirada envenenada al duque-. No dejes que te afecte. Puedes hacerlo, cariño.

Y, sin saber cómo, esas palabras de ánimo consiguieron el efecto contrario. Simon había venido a Londres para enfrentarse a su padre y la niñera lo estaba tratando como si fuera un bebé.

– ¿Qué pasa? -preguntó el duque- ¿Te ha comido la lengua el gato?

Los músculos de Simon se tensaron hasta tal punto que empezó a temblar.

Padre e hijo se miraron durante un rato, aunque pareció una eternidad, hasta que el duque empezó a maldecir a su hijo y se fue hacía la puerta.

– Eres mi mayor fracaso -le dijo a su hijo-. No sé que habré hecho para merecer este castigo, pero que Dios me asista si algún día te vuelvo a mirar a los ojos.

– ¡Señor! -exclamó la niñera, indignada. Aquella no eran formas de hablarle a un niño.

– Sáquelo de mi vista -gritó-. Puede quedarse con el trabajo siempre que lo mantenga alejado de mí.

– ¡Espera!

Lentamente, al oír la voz de Simon, se dio la vuelta.

– ¿Has dicho algo? -preguntó, arrastrando las palabras.

Simon tomó aire por la nariz tres veces, los labios apretados por la rabia. Se obligó a relajar la mandíbula y se rascó la lengua con la parte superior del paladar, intentando recordar la sensación de hablar bien. Al final, justo cuando el duque estaba a punto de volverlo a rechazar, abrió la boca y dijo:

– Soy tu hijo.

Escuchó como la niñera Hopkins soltaba un resoplido de alivio y en los ojos de su padre vio algo que no había visto nunca. Orgullo. No demasiado pero, en el fondo, brillaba una chispa de orgullo; eso le dio a Simon un poco de esperanza.

– Soy tu hijo -repitió, un poco más alto-. Y no q…

De repente, se le cerró la garganta. Y le entró el pánico.

«Puedes hacerlo. Puedes hacerlo»

Pero notaba un nudo en la garganta, la lengua le pesaba y se le empezaron a cerrar los ojos.

– Y no q-q-q…

– Vete a casa -dijo el duque, en voz baja-. Aquí no hay sitio para ti.

Simon sintió el rechazo de su padre hasta la médula, sintió una punzada de dolor que le invadía el corazón. Y, mientras el odio nacía en su interior y se reflejaba en sus ojos, hizo una reverencia.

Si no podía ser el hijo que su padre quería, juraba por Dios que sería todo lo contrario…

CAPÍTULO 1

Los Bridgerton son, de lejos, la familia más prolífica de las de altas esferas sociales de Londres. Tanta productividad por parte de la vizcondesa y el difunto vizconde es de agradecer, a pesar de que la elección de los nombres sólo puede de calificarse de banal. Anthony, Benedict, Colin, Daphne, Eloise, Francesca, Gregory y Hyacinth; el orden alfabético, obviamente, resulta beneficioso en todos los aspectos, aunque uno podría creer que los padres deberían ser lo suficientemente inteligentes como para reconocer a sus hijos sin necesidad de alfabetizarlos.

Es más, cuando uno se encuentra con la vizcondesa y sus ocho hijos en una sala, teme que esté viendo doble, triple o peor. Esta autora nunca ha visto una colección de hermanos con tanto parecido físico entre ellos. Aunque esta autora nunca se ha detenido a observar el color de los ojos detenidamente, los ocho tienen una estructura ósea muy similar y el mismo cabello grueso y castaño. Cuando la vizcondesa empiece a buscar buenos partidos para casar a sus hijas me dará mucha lástima por no haber tenido ni un solo hijo con un color de pelo más extraordinario. Sin embargo, tanto parecido tiene sus ventajas; no hay ninguna duda que los ocho son hijos legítimos.

Ah, querido lector, tu devota autora ya querría que en todas las grandes familias fuera igual.

REVISTA DE SOCIEDAD DE LADY WHISTLEDOWN,

26 de abril de 1813

– ¡Oooooooooohhhhhhhhhh! -Violet Bridgerton, hizo una bola con la hoja de periódico y la tiró al otro lado del elegante salón.

Inteligentemente, su hija Daphne no hizo ningún comentario e hizo ver que estaba concentrada en el bordado.

– ¿Has leído lo que ha escrito? -le preguntó Violet-. ¿Lo has leído?

Daphne miró la bola de papel, que estaba debajo de una mesita de caoba.

– No he podido hacerlo antes que… mmm… la destrozaras.

– Pues léelo -dijo Violet, agitando el brazo en el aire-. Lee las calumnias que esa mujer ha escrito sobre nosotros.

Tranquilamente, Daphne dejó en el sillón el bordado y fue hasta la mesita. Extendió la hoja sobre el regazo y leyó el párrafo que hablaba de su familia. Parpadeando, levantó la mirada.

– No es tan malo, madre. En realidad, teniendo en cuenta lo que escribió la semana pasada de los Featherington, esto es una auténtica bendición.

– ¿Cómo se supone que voy a encontrarte marido si esa mujer va difamando tu nombre?

Daphne suspiró. Después de dos temporadas en los bailes de Londres, la palabra «marido» bastaba para ponerla de los nervios. Quería casarse, claro que sí, y ni siquiera albergaba esperanzas de casarse por amor. Pero ¿era mucho pedir casarse con alguien por quien sintiera un mínimo afecto?

Hasta ese momento, cuatro hombres habían pedido su mano, pero cuando Daphne se planteaba pasar el resto de su vida al lado de cualquiera de ellos, sencillamente no podía. Había bastantes hombres a los que ella consideraba razonablemente aceptables como maridos, pero había un problema: ninguno de ellos parecía interesado. Sí, claro, todos la apreciaban. Todo el mundo lo hacía. Todos pensaban que era graciosa, amable e ingeniosa, y nadie pensaba que no fuera atractiva pero, al mismo tiempo, nadie quedaba maravillado ante su belleza, nadie se quedaba sin palabras ante su presencia o escribía poesía en su honor.

Los hombres, pensó ella, disgustada, sólo se interesan por las mujeres que les daban miedo. Nadie parecía interesado en cortejarla a ella. Todos la querían, o eso decían, porque era muy fácil hablar con ella y siempre parecía entender lo que los hombres sentían. Como dijo uno de los hombres que ella pensaba que podría ser un buen marido: «Créeme, Daff, no eres como las demás mujeres. Eres, en el buen sentido de la palabra, de lo más normal.»

Y lo habría considerado un cumplido si, inmediatamente después, él no se hubiera ido a buscar a alguna belleza rubia.

Daphne bajó la mirada y vio que tenía la mano apretada en un puño. Después, levantó la mirada y vio que su madre la estaba observando y esperando, obviamente, que le dijera algo. Como ya había suspirado, se aclaró la garganta y dijo:

– Estoy segura de que la columna de lady Whistledown no va arruinar mis posibilidades de matrimonio.

– ¡Daphne, ya han pasado dos años!

– Y lady Whistledown sólo publica esta ridícula columna desde hace tres meses, así que no creo que podamos echarle toda la culpa a ella.

– Le echaré la culpa a quien quiera -dijo Violet.

Daphne se clavó las uñas en las palmas de las manos para evitar responderle de mala manera a su madre. Sabía que sólo quería lo mejor para ella, y sabía que su madre la quería. Y ella también la quería. En realidad, hasta que Daphne llegó a la edad casadera, Violet había sido la mejor madre del mundo. Y lo seguía siendo, menos cuando se desesperaba ante la realidad que, detrás de Daphne, tenía que casar a tres hijas más.