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– Bueno, yo no lo llamaría una conferencia -dijo Simon, sintiéndose viejo y aburrido con esa palabra.

Al otro lado de la manta, Daphne se estaba riendo de la situación. Hyacinth sonrió de manera insinuante y dijo:

– ¿Sabe que Greenwich también tiene su propia historia de amor?

– ¿De verdad? -consiguió decir Simon.

– De verdad -respondió Hyacinth, en un tono tan culto que Simon se preguntó si dentro de aquel cuerpo de diez años se escondería una mujer de cuarenta-. Fue aquí donde Sir Walter Raleigh se quitó la capa y la dejó en el suelo para que la reina Isabel no se manchara los pies con los charcos.

– ¿Ah, sí? -Simon se levantó y miró a su alrededor.

– ¡Duque! -La cara de Hyacinth reflejó la impaciencia de los diez años cuando se puso de pie-. ¿Qué está haciendo?

– Estudiando el terreno -respondió él.

Le lanzó una mirada secreta a Daphne. Lo estaba mirando con regocijo, humor y algo más que lo hizo sentir el hombre más importante del mundo.

– Pero, ¿qué está buscando? -insistió Hyacinth.

– Charcos.

– ¿Charcos? -Lentamente, se le fue iluminando la cara cuando empezó a entender lo que Simon pretendía-. ¿Charcos?

– Muy cierto. Si voy a tener que echar a perder mi capa para salvar sus zapatos, señorita Hyacinth, me gustaría saberlo de antemano.

– Pero si no lleva capa.

– Por todos los santos -dijo Simon, con una voz que hizo que Daphne explotara de risa a su lado-. ¿No pretenderá que me quite la camisa?

– ¡No! -gritó Hyacinth-. ¡No tiene que quitarse nada! No hay ningún charco.

– Gracias a Dios -suspiró Simon, con una mano sobre el pecho para darle más dramatismo-. Las mujeres Bridgerton son muy exigentes, ¿lo sabía?

Hyacinth lo miró con una mezcla de sospecha y alegría. Al final, ganó la sospecha. Apoyó las manos en las caderas y entrecerró los ojos.

– ¿Se está burlando de mí?

Simon le sonrió.

– ¿A usted qué le parece?

– Me parece que sí.

– Y a mí me parece que he tenido suerte que no hubiera charcos alrededor.

Hyacinth se quedó pensativa un instante.

– Si decide casarse con mi hermana…

Daphne se atragantó con la tarta.

– …tendrá mi visto bueno.

Simon estaba perplejo.

– Pero si no es así-continuó Hyacinth, con una tímida sonrisa-, le quedaría muy agradecida si me esperara.

Afortunadamente para Simon, que era bastante inexperto con las jóvenes y no tenía ni idea de cómo responder a eso, apareció Gregory y le tiró del pelo a Hyacinth, que salió disparada tras él.

– Nunca creí que diría esto -dijo Daphne, riéndose-, pero creo que mi hermano pequeño acaba de salvarte el pescuezo.

– ¿Cuántos años tiene tu hermana? -preguntó Simon.

– Diez, ¿por?

Simon agitó la cabeza.

– Porque, por un momento, habría jurado que tenía cuarenta.

Daphne sonrió.

A veces, se parece tanto a mi madre que da un poco de miedo.

En ese momento, Violet se levantó y empezó a llamar a sus hijos para volver al barco.

– ¡Venga! ¡Se hace tarde!

Simon miró su reloj.

– Sólo son las tres.

Daphne se encogió de hombros mientras se levantaba.

– Para ella, ya es tarde. Según mi madre, una dama siempre debería estar en casa a las cinco.

– ¿Por qué?

Daphne se agachó para recoger la manta.

– No tengo ni idea. Para prepararse para la cena, supongo. Es una de esas reglas con las que he crecido y que preferí no cuestionar. -Se levantó, con la manta azul contra el pecho-. ¿Estás listo?

Simon le ofreció el brazo.

– Por supuesto.

Caminaron un poco y, entonces, Daphne dijo:

– Te has portado muy bien con Hyacinth. Debes haber pasado mucho tiempo con niños.

– No-dijo él, serio.

– Oh-dijo ella, con un gesto sorprendido-. Sabía que no tenías hermanos, pero creía que habrías conocido algún niño en tus viajes.

– No.

Daphne se quedó callada, pensando si debería seguir con la conversación. La voz de Simon se había convertido en un sonido duro y prohibitivo, y su cara…

No parecía el mismo hombre que había estado bromeando con Hyacinth hacía diez minutos.

Sin embargo, por alguna razón, a lo mejor porque habían pasado una tarde muy agradable o a lo mejor sencillamente porque hacía buen día, sonrió y dijo:

– Bueno, hayas tratado con niños o no, está claro que se te dan bien. Algunos adultos no saben cómo hablar a los niños, pero tú si.

Simon no dijo nada.

Daphne le colocó la mano encima del brazo.

– Algún día, serás un padre excelente para algún niño con suerte.

Simon se giró hacia ella y la mirada que le clavó la dejó helada.

– Creo haberte dicho que no tengo ninguna intención de casarme -dijo-. Nunca.

– Pero seguro que…

– Por lo tanto, es muy poco probable que vaya a tener hijos.

– En…entiendo.

Daphne tragó saliva e intentó sonreír, pero había algo en su interior que le hacía temblar los labios. Y, aunque sabía que su relación era una farsa, sintió una pequeña punzada de desilusión.

Llegaron al embarcadero, junto al resto de los Bridgerton. Algunos ya habían subido a bordo, pero Gregory estaba bailando encima de la pasarela.

– ¡Gregory!-gritó Violet, enfadada-. ¡Basta ya!

Gregory dejó de bailar, pero no se movió de donde estaba.

– Sube a bordo o quédate en el embarcadero.

Simon se soltó de Daphne y dijo:

– Esa pasarela parece mojada -empezó a caminar hacia él.

– ¡Ya has oído a mamá! -exclamó Hyacinth.

– Hyacinth -se dijo Daphne -. ¿Es que no puedes mantenerte al margen de nada?

Gregory le sacó la lengua.

Daphne hizo una mueca y entonces vio que Simon seguía caminando hacia Gregory. Corrió hacia él y le dijo:

– Simon, estoy segura de que estará bien.

– No si resbala y queda atrapado entre las cuerdas-dijo, señalando con la cabeza un montón de cuerdas enredadas que colgaban del barco.

Simon llegó a la pasarela, caminando tranquilamente, como el hombre más despreocupado del mundo.

– ¿Vas a moverte para que pueda pasar? -dijo Simon, en un extremo de la plancha.

Gregory parpadeó.

– ¿No tienes que acompañar a Daphne?

Simon hizo una mueca y dio un paso adelante pero, justo entonces, Anthony, que ya estaba en el barco, apareció en el otro extremo.

– ¡Gregory! -exclamó- ¡sube al barco de una vez!

Desde el embarcadero, Daphne observó horrorizada cómo Gregory se giraba sorprendido y perdía el equilibrio. Anthony estiró los brazos para intentar cogerlo, pero Gregory ya tenía el culo en la pasarela, y Anthony sólo abrazó el aire.

Anthony intentó no perder el equilibrio mientras Gregory resbalaba pasarela abajo y golpeó a Simon en las piernas.

– ¡Simon! -exclamó Daphne, corriendo hacia él.

Simon cayó a las turbias aguas del río mientras a Gregory le salí del alma un:

– Lo siento.

Subió por la pasarela de espaldas, como un cangrejo, sin mirar por dónde iba.

Posiblemente, eso explique que no supiera que Anthony, que ya casi había recuperado el equilibrio, estaba justo detrás del él.

Gregory le dio un manotazo a Anthony en la entrepierna y éste se quejó y, antes que nadie pudiera hacer algo, Anthony estaba en el agua, junto a Simon.

Daphne se tapó la boca con una mano.

Violet la agarró del brazo.

– Te sugiero que no te rías.

Daphne apretó los labios en un intento de obedecer a su madre, pero le costaba mucho.

– Pero si tú te estás riendo -le dijo a su madre.

– No es cierto -mintió Violet. Tenía el cuello tenso por el esfuerzo que estaba haciendo por no reírse-. Además, yo soy una señora. No se atreverían a hacerme nada.

Anthony y Simon salieron indignados del agua, empapados y mirándose el uno al otro.