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– No te esfuerces demasiado -dijo él-. No nos quedaremos demasiado.

– ¿No?

– Creí que querríamos fijar nuestra residencia en Londres. -Y ante la mirada de sorpresa de Daphne, añadió-: Así estarás más cerca de tu familia, incluso cuando se vayan al campo. Pensé que te gustaría.

– Sí, claro -dijo ella-. Los echo de menos. Nunca me había separado de ellos tanto tiempo. Aunque siempre he sabido que, cuando me casara, tendría mi familia y…

Se produjo un silencio algo extraño.

– Bueno, ahora tú eres mi familia -dijo ella, con una voz un poco triste.

Simon suspiró mientras seguía peinándola.

– Daphne -dijo-. Tu familia siempre será tu familia. Yo nunca podré ocupar su lugar.

– No -dijo ella. Se giró hacia él y, con unos ojos ardientes, le susurró-. Pero puedes ser algo más.

Y Simon se dio cuenta de que sus intentos de seducción no iban a ir a ningún sitio porque su mujer estaba intentando seducirlo a él.

Daphne se levantó y dejó caer la bata de seda. Debajo, llevaba un camisón a juego que dejaba entrever casi tanto como lo que escondía.

Una de las grandes manos de Simon empezó a acariciarle un pecho y sus oscuros dedos contrastaban con el verde salvia del camisón.

– Este color te gusta mucho, ¿no? -dijo él, con la voz ronca.

Ella sonrió y él se olvidó de respirar.

– Va a juego con mis ojos -dijo ella, riéndose-. ¿Recuerdas?

Simon le devolvió la sonrisa, aunque no supo cómo. Nunca antes había creído que fuera posible sonreír cuando uno estaba a punto de morir por falta de oxígeno. A veces, la necesidad de tocarla era tan grande que sólo mirarla le dolía.

La acercó a su cuerpo. Tenía que hacerlo. Si no, se habría vuelto loco.

– ¿Me estás diciendo -dijo él, cerca de su cuello-, que lo compraste sólo para mí?

– Por supuesto -dijo ella, con la voz ahogada porque Simon le estaba acariciando la oreja con la lengua-. ¿Quién más me lo va a ver puesto?

– Nadie -dijo él, rodeándola con los brazos y apretándola contra su erección-. Nadie. Nunca.

Ella lo miró, divertida por el repentino ataque de posesión.

– Además -añadió-, es parte de mi ajuar.

Simon gruñó.

– Me encanta tu ajuar. Lo adoro. ¿Te lo había dicho?

– No con esas palabras -gimió ella-, pero no era difícil adivinarlo.

– Básicamente -dijo él, empujándola hacia la cama y quitándose la camisa-, me gustas sin tu ajuar.

Lo que Daphne quería decir, y quería decir algo porque ya había abierto la boca, se perdió en el aire cuando llegó a la cama.

Simon la cubrió en un segundo. Puso una mano a cada lado de las caderas y las fue subiendo hasta colocarle los brazos encima de la cabeza. Se detuvo en los antebrazos.

– Eres muy fuerte -dijo-. Más fuerte que la mayoría de las mujeres.

Daphne le lanzó una picara mirada.

– No me importan las demás mujeres.

Entonces, con un movimiento muy rápido, la cogió por las muñecas y se las inmovilizó encima de la cabeza.

– Pero no tanto como yo.

Ella inspiró de golpe, sorprendida, un sonido que Simon encontraba especialmente seductor y enseguida le rodeó las dos muñecas con una mano, dejando la otra libre para recorrerle el cuerpo.

Y eso hizo.

– Si no eres la mujer perfecta -gruñó, arremangando el camisón hasta la cintura-, entonces el mundo es…

– Basta -dijo ella, temblorosa-. Sabes que no soy perfecta.

– ¿No? -dijo él, con una sonrisa malvada mientras deslizaba la mano hasta debajo de una nalga-. Debes estar mal informada porque esto… -le dio un apretón-, es perfecto.

– ¡Simon!

– Y en cuanto a estos. -Se incorporó y le cubrió un pecho con la mano, jugando con el pezón a través de la seda-. Bueno, creo que no tengo que decirte lo que pienso de estos.

– Estás loco.

– Es posible -dijo él-, pero tengo un gusto excelente. Y tú… -se abalanzó sobre ella y le mordió la boca-, sabes bastante bien.

Daphne se rió sin poder evitarlo.

Simon arqueó las cejas.

– ¿Te estás riendo de mí?

– Normalmente, lo haría -dijo ella-. Pero no cuando me tienes cogida de las dos manos.

La mano libre de Simon empezó a desabrocharse los pantalones.

– Obviamente, me casé con una mujer con gran sentido común.

Daphne lo miró con orgullo y amor mientras veía cómo las palabras salían de su boca sin ningún esfuerzo. Al oírlo hablar ahora, nadie se creería que de pequeño tartamudeaba.

– Soy muy feliz por haberme casado contigo -dijo ella, en una oleada de ternura-. Estoy muy orgullosa de que seas mío.

Simon se quedó quieto, sorprendido por aquellas palabras tan serias. Habló con voz grave.

– Yo también estoy orgulloso de que seas mía. -Estiró los pantalones-. Y te lo demostraría si pudiera quitarme estos malditos pantalones.

Daphne sintió otra carcajada en la garganta.

– A lo mejor, si usaras las dos manos… -sugirió.

Simon la miró, muy travieso.

– Pero eso querría decir soltarte.

Ella ladeó la cabeza.

– ¿Y si te prometo que no moveré los brazos?

– No te creo.

Daphne sonrió, maliciosamente.

– ¿Y si te prometo que los moveré?

– Bueno, eso suena más interesante. -Saltó de la cama y se quitó los pantalones en menos de tres segundos. Se tendió de lado junto a ella-. Bueno, ¿por dónde íbamos?

Daphne volvió a reírse.

– Justo por aquí, creo.

– Ajá -dijo él, con una divertida expresión acusatoria-. No estabas prestando atención. Estábamos -se colocó encima de ella-, justo aquí.

La risa se convirtió en una carcajada.

– ¿Nadie te ha dicho que no debes reírte de un hombre cuando está intentando seducirte?

Si había alguna posibilidad de dejar de reír, se esfumó con esas palabras.

– Oh, Simon -dijo-. Te quiero.

Simon se quedó helado.

– ¿Qué?

Daphne sonrió y le acarició la mejilla. Ahora lo entendía mucho mejor. Después de sufrir tanto rechazo de pequeño, posiblemente no entendía que fuera merecedor de amor. Y, seguramente, no sabía cómo devolverlo. Pero ella sabría esperar. Por él, esperaría para siempre.

– No tienes que decir nada -le susurró-. Sólo tienes que saber que te quiero.

En los ojos de Simon había una mezcla de alegría y miedo. Daphne se preguntó si alguien le había dicho «Te quiero» alguna vez. Había crecido sin una familia, sin el amor y el cariño que para ella eran normales.

Cuando logró decir algo, tenía la voz totalmente rota.

– D-Daphne, yo…

– Shhh -dijo ella, cubriéndole los labios con un dedo-. No digas nada. Espera hasta que estés bien.

Y entonces se preguntó si había pronunciado las peores palabras posibles porque, ¿alguna vez estaba bien Simon al hablar?

– Sólo bésame -le susurró ella con urgencia para dejar atrás aquel extraño momento-. Por favor, bésame.

Y Simon lo hizo.

La besó con una intensidad feroz, ardiendo con la pasión y el deseo que fluía entre los dos. No quedó un lugar que labios y manos no recorrieran hasta que el camisón acabó a los pies de la cama con las sábanas.

Sin embargo, a diferencia de las otras noches, Daphne no quedó como un pelele en sus brazos. Aquel día tenía muchas cosas en la cabeza y nada, ni siquiera los más ardientes deseos de su cuerpo, podían detener el frenético ritmo de sus pensamientos. Flotaba en el deseo, cada nervio expertamente excitado por Simon y, aún así, su cabeza seguía analizándolo todo.

Cuando Simon la miró con esos ojos, tan azules que incluso a la luz de las velas brillaban, ella se preguntó si aquella intensidad se debía a emociones que no sabía expresar con palabras. Cuando pronunció su nombre entre gemidos, Daphne no podía evitar escucharlo atentamente por si tartamudeaba. Y cuando la penetró y echó la cabeza hacia atrás tensando todos los músculos del cuello, Daphne se preguntó por qué parecía que estaba sufriendo.