El corazón de Simon dio un vuelco. No sabía cómo era capaz de hablar, ni siquiera estaba seguro de cómo podía respirar, pero consiguió decir:
– Entonces, sabes lo de…
– ¿Tu tartamudeo? -dijo ella, terminando la frase por él.
Él le dio las gracias en silencio. Irónicamente, «tartamudeo» era una palabra que nunca había conseguido pronunciar.
Daphne se encogió de hombros.
– Era un idiota.
Simon la miró boquiabierto, incapaz de comprender cómo Daphne podía dar por terminada la rabia de décadas con tal afirmación.
– No lo entiendes -dijo, agitando la cabeza-. No podrías hacerlo. No con una familia como la tuya. Lo único que le preocupaba era la sangre. La sangre y el título. Y cuando nací y resultó que no era perfecto… Daphne, ¡le dijo a la gente que estaba muerto!
Daphne palideció.
– No sabía que había ido así -susurró.
– Fue peor -dijo él-. Le envié cartas. Cientos de cartas, rogándole que viniera a visitarme. No respondió ni una sola vez.
– Simon…
– ¿S-sabías que no hablé hasta los cuatro años? ¿No? Bueno, pues lo hice. Y cuando venía, me zarandeaba y me amenazaba con sacarme la voz a golpes. Ése era mi p-padre.
Daphne intentó pasar por alto que estaba empezando a tartamudear. Intentó ignorar el dolor que sentía en el estómago, la rabia que nacía en ella por la manera tan brutal en que habían tratado a Simon.
– Pero ahora ya se ha ido -dijo ella, con la voz temblorosa-. Se ha ido y tú estás aquí.
– Dijo que no s-soportaba verme. Había rezado muchos años por tener un heredero. No un hijo -dijo, levantando la voz peligrosamente-. Un heredero. ¿Y p-para qué? Hastings iría a parar a un tonto. ¡Su preciado ducado s-sería para un idiota!
– Pero estaba equivocado -dijo Daphne.
– ¡No me importa si estaba equivocado! -gritó Simon-. Lo único que le importaba era el título. Nunca, ni una sola vez, pensó en mí, en cómo debía sentirme, ¡atrapado con una boca que no f-funcionaba!
Daphne retrocedió, incómoda con tanta rabia. Era la furia desatada después de varias décadas conteniéndola.
De repente. Simon se acercó a ella y le habló a escasos centímetros de la cara.
– Pero, ¿sabes una cosa? -preguntó, con una voz irreconocible-. Quien ríe el último, ríe mejor. Él pensó que no podía haber nada peor que ver cómo Hastings iba a parar a manos de un tonto…
– Simon, no eres…
– ¿Me estás escuchando? -gritó.
Daphne, muy asustada, retrocedió hasta la puerta y cogió el pomo por si tenía que escapar.
– Ya sé que no soy tonto -dijo él, muy seco-. Y, al final, creo qu-que él también lo supo. Y estoy seguro que eso lo dejó m-morir en paz. Hastings estaba a salvo. N-no importaba que yo ya no sufría como lo había hecho. Hastings… eso era lo que importaba.
Daphne se sintió mal. Sabía lo que venía a continuación.
Simon sonrió. Una expresión muy cruel que ella nunca antes había visto.
– Pero Hastings muere conmigo -dijo-. Todos esos primos que quería hacer herederos… -Se encogió de hombros y se rió-. Todos tuvieron hijas. ¿Qué te parece?
Miró a Daphne.
– Quizá por eso mi p-padre reconoció, al final, que no era tonto. Sabía que yo era su única esperanza.
– Sabía que se había equivocado -dijo Daphne, tranquilamente.
De repente, recordó las cartas que el duque de Middlethorpe le había dado. Las que había escrito el padre de Simon. Las había dejado en Bridgerton House, en Londres. Y así estaban bien, porque de este modo no tenía que decidir qué hacer con ellas ahora.
– No importa -dijo Simon, con ligereza-. Cuando me muera, el título se extinguirá. Y nada podría hacerme más f-feliz.
Y con eso, salió de la habitación por el vestidor, porque Daphne bloqueaba la puerta.
Ella se sentó en una silla, todavía envuelta con la sábana que había arrancado de la cama. ¿Qué iba a hacer?
Sintió que le temblaba todo el cuerpo y no podía controlarlo. Y entonces, se dio cuenta de que estaba llorando. En silencio.
Dios, ¿qué iba a hacer?
CAPÍTULO 17
Decir que los hombres son tercos como mulas sería insultar a las mulas.
REVISTA DE SOCIEDAD DE LADY WHISTLEDOWN,
2 de junio de 1813
Al final, Daphne hizo lo único que sabía hacer. Los Bridgerton siempre habían sido una familia muy escandalosa, y ninguno de ellos era muy dado a guardar secretos o rencor.
Así que intentó hablar con Simón. Razonar con él.
Por la mañana -no tenía ni idea de dónde había dormido Simón; aunque sí sabía dónde no lo había hecho: en su cama- lo encontró en el despacho. Era una habitación oscura y terriblemente masculina, seguramente decorada por el padre de Simón. Daphne estaba muy sorprendida que estuviera a gusto allí porque odiaba todo lo que le recordaba al difunto duque.
Sin embargo, Simón no estaba a disgusto. Estaba sentado en la butaca del escritorio, con las dos piernas insolentemente apoyadas encima de la piel que protegía la preciosa madera de la mesa. En la mano tenía una piedra pulida que hacía girar una y otra vez. En la mesa, junto a él, había una botella de whisky y Daphne supo que llevaba allí toda la noche.
Sin embargo, no había bebido demasiado. Daphne lo agradeció.
La puerta estaba entreabierta, de modo que no llamó. Pero tampoco fue tan atrevida como para entrar directamente sin decir nada.
– ¿Simón? -dijo, de pie, cerca de la puerta.
El la miró y arqueó una ceja.
– ¿Estás ocupado?
Dejó la piedra en la mesa.
– Obviamente, no.
Daphne señaló la piedra.
– ¿Es de tus viajes?
– Del Caribe. Un recuerdo de la playa.
Daphne vio que hablaba perfectamente. No había ni rastro del tartamudeo de la noche anterior. Ahora estaba más tranquilo. Tanto que casi dolía.
– ¿La playa del Caribe es muy distinta de la de aquí? -preguntó.
Simón levantó una arrogante ceja.
– Hace más calor.
– Oh. Bueno, eso ya lo suponía.
La miró fijamente.
– Daphne, sé que no has venido para hablar del tiempo en el Caribe.
Tenía razón, sí, pero Daphne sabía que no iba a ser una conversación fácil y no creía que fuera una cobarde por querer retrasarla unos minutos.
Respiró hondo.
– Tenemos que hablar de lo que pasó ayer por la noche.
– Estoy seguro de que crees que tenemos que hacerlo.
Daphne hizo un esfuerzo por no abalanzarse sobre él y quitarle aquella impasible expresión de la cara.
– No es que lo crea. Lo sé.
Simón se quedó callado un rato y luego dijo:
– Lamento mucho que sientas que he traicionado…
– No es eso, exactamente.
– … pero debes recordar que intenté evitar este matrimonio.
– Es una bonita manera de decirlo, sí señor -musitó ella.
Simón habló como si estuviera dando un discurso.
– Sabes que nunca quise casarme.
– Ese no es el problema. Simón.
– Es exactamente el problema. -De repente, bajó las piernas al suelo, se levantó y la silla, que se había estado balanceando sobre las dos patas posteriores, cayó hacia atrás haciendo mucho ruido-. ¿Por qué crees que quería evitar el matrimonio con tanta determinación?
Era porque no quería tener una esposa y después hacerle daño negándole los hijos.
– Nunca pensaste en tu esposa potencial -respondió Daphne-. Sólo pensabas en ti.
– A lo mejor -dijo él-, pero cuando esa esposa potencial fuiste tú, todo cambió.
– Al parecer, no -dijo ella, ácidamente.
Simón se encogió de hombros.
– Sabes que te tengo en la más alta estima. Nunca quise hacerte daño.