– Pues ahora me lo estás haciendo -susurró ella.
Simón tuvo un momento de remordimiento pero enseguida lo sustituyó por determinación.
– Si lo recuerdas, rechacé casarme contigo incluso cuando tu hermano me lo pidió. Incluso -hizo una pausa- cuando significaba mi propia muerte.
Daphne no lo contradijo. Los dos sabían que habría muerto en aquel duelo. No importaba lo que sentía por él ahora, lo mucho que lo despreciaba por permitir que los recuerdos lo consumieran de aquella manera, Simón tenía demasiado honor para haberle disparado a Anthony.
Y Anthony valoraba demasiado el honor de su hermana para haberle disparado en otro sitio que no fuera el corazón.
– Lo hice -dijo Simón-, porque sabía que nunca podría ser un buen marido para ti. Sabía que querías tener hijos. Me lo habías dicho en numerosas ocasiones, y no te culpo. Vienes de una familia numerosa y cariñosa.
– Tú también podrías tener una familia así.
Simón continuó como si no la hubiera oído.
– Pero entonces, cuando interrumpiste el duelo y me rogaste que me casara contigo, te lo advertí. Te dije que no quería tener hijos…
– Me dijiste que no podías tenerlos -interrumpió ella, muy enfadada-. Hay una gran diferencia.
– Para mí, no -dijo Simón, muy frío-. No puedo tener hijos. Mi alma no me lo permitiría.
– Entiendo.
Daphne notó que algo en su interior se marchitaba, y mucho se temía que era su corazón. No sabía cómo se suponía que tenía que discutir contra eso. El odio que Simón sentía por su padre era mucho mayor que cualquier atisbo de amor que pudiera sentir por ella.
– Muy bien -dijo ella, con voz ahogada-. Está claro que no es un tema del que estés dispuesto a hablar abiertamente.
Simón asintió.
Ella le devolvió el gesto.
– Entonces, que tengas un buen día.
Y se fue.
Simón estuvo solo gran parte del día. No quería ver a Daphne porque sólo conseguía hacerlo sentir culpable. Y no dejaba de decirse que no es que tuviera algo por lo que sentirse así. Le había explicado muy claramente antes de la boda a Daphne que no podía tener hijos. Le había dado la oportunidad de echarse atrás, y ella había escogido casarse con él. Él no la había obligado a nada. No era culpa suya si ella lo había malinterpretado y había entendido que físicamente no podía concebir un hijo.
Sin embargo, aunque lo perseguía un molesto sentimiento de culpabilidad cada vez que pensaba en ella (algo que hacía durante casi todo el día) y aunque se le revolvía el estómago cada vez que recordaba su cara atormentada (y eso quería decir que se pasaba el día con el estómago malo), sentía que se había quitado un gran peso de encima.
Los secretos pueden resultar mortificadores y ahora ya no había ninguno entre ellos. Seguro que eso tenía que ser algo bueno.
Cuando anocheció, casi se había convencido de que él no había hecho nada malo. Casi. Había aceptado este matrimonio a sabiendas de que le rompería el corazón a Daphne, y aquello nunca le había gustado demasiado. Quería a Daphne. Demonios, posiblemente la quería más que a cualquier otra persona que había conocido, y por eso se había mostrado tan reacio a casarse con ella. No quería destrozarle sus sueños. No quería privarla de la familia que ella tanto deseaba. Se había preparado para apartarse de su camino y ver cómo se casaba con otro, alguien que pudiera darle una casa llena de hijos.
De repente, se estremeció de arriba abajo. La imagen de Daphne con otro hombre no era tan soportable como lo había sido hacía un mes.
Claro que no, pensó, intentando utilizar la parte racional del cerebro. Ahora era su mujer. Era suya.
Ahora todo era distinto.
Sabía lo mucho que quería tener hijos y se había casado con ella, sabiendo de antemano que no iba a darle ninguno.
«Pero -se dijo- se lo advertiste.» Ella sabía perfectamente dónde se metía.
Simón, que se había pasado el día en su despacho, jugueteando con aquella estúpida piedra, de repente se levantó. No la había decepcionado. No era así. Le había dicho que no tendrían hijos y ella, aún así, había aceptado casarse con él. Entendía que pudiera enfadarse un poco al saber las razones, pero no podía decir que había aceptado el matrimonio con falsas esperanzas o expectativas.
Se levantó. Ya era hora que tuvieran otra charla, esta vez a instancias suyas. Daphne no había bajado a cenar y lo había dejado solo, en silencio, con el único ruido del tenedor contra la porcelana de la vajilla. No había visto a su mujer desde primera hora de la mañana; demasiadas horas.
Daphne era su mujer, se dijo. Debería poder verla siempre que le diera la gana.
Se fue por el pasillo y abrió de par en par la puerta del dormitorio ducal, totalmente preparado para darle un buen sermón sobre algo; estaba seguro de que el tema se le ocurriría cuando empezara a hablar, pero no estaba allí.
Simón parpadeó varias veces, incrédulo. ¿Dónde demonios estaba? Era casi medianoche. Debería estar en la cama.
– ¿Daphne? -gritó, dirigiéndose al vestidor-. ¿Daphne?
No hubo respuesta. No se veía luz entre el suelo y la puerta. Era imposible que se cambiara a oscuras.
Abrió la puerta. Tampoco estaba allí.
Simón tocó la campana. Muy fuerte. Entonces, salió al pasillo a esperar al sirviente que hubiera tenido la mala suerte de responder a su llamada.
Fue una de las doncellas, una chica rubia y menuda cuyo nombre no recordaba. Lo miró a la cara y palideció.
– ¿Dónde está mi mujer? -gritó.
– ¿Su mujer, señor?
– Sí -respondió él, impaciente-. Mi mujer.
La chica lo miro sin decir nada.
– Supongo que ya sabe de quién le hablo. Es más o menos de su altura, con el pelo largo y oscuro… -Él hubiera seguido, pero la cara tan horrorizada de la chica le hizo avergonzarse de su sarcasmo. Respiró hondo-. ¿Sabe dónde está? -preguntó, más calmado, aunque nadie calificaría ese tono como amable.
– ¿No está en la cama, señor?
Simón movió la cabeza hacia el dormitorio vacío.
– Está claro que no.
– Pero la señora no duerme aquí, señor.
Simón arqueó las cejas a la vez.
– ¿Cómo dice?
– ¿No se ha…? -La doncella abrió los ojos, horrorizada.
Simón estaba convencido que buscaba alguna escapatoria. Eso o a alguien que la salvara de su mal carácter.
– Suéltelo -gritó él.
– ¿No se ha trasladado al dormitorio de la duquesa?
– ¿El dormitorio de la…? -Simón tuvo que controlar una oleada de rabia que le subía por la garganta-. ¿Desde cuándo?
– Desde hoy, supongo, señor. Todos creímos que dormirían en habitaciones separadas al final de su luna de miel.
– ¿Lo creyeron, eh?
La doncella empezó a temblar.
– Señor, sus padres lo hicieron y…
– ¡Nosotros no somos mis padres! -exclamó.
La doncella retrocedió de golpe.
– Y -añadió Simón, muy serio-, yo no soy mi padre.
– Cla-claro señor.
– ¿Le importaría indicarme qué habitación ha escogido mi mujer como dormitorio de la duquesa?
La doncella señaló con un tembloroso dedo una puerta al final del pasillo.
– Gracias. -Se alejó unos pasos y luego se giró-. Ya puede retirarse.
Estaba seguro de que los sirvientes ya tendrían suficiente tema de conversación al día siguiente con el cambio de dormitorio de Daphne, y no necesitaba darles más carnaza permitiendo que la doncella presenciara lo que sabía que iba a ser una discusión en toda regla.
Simón esperó hasta que la chica desapareció por la escalera y entonces se fue, fuera de sí, hacia la nueva habitación de Daphne. Se detuvo frente a la puerta, pensó en lo que iba a decir y se dio cuenta de que no lo sabía, así que llamó.
Nada.
Volvió a llamar.
Nada.
Levantó el puño para volver a llamar cuando pensó que a lo mejor no habría cerrado la puerta con llave. ¿No parecería un estúpido si…?