Simón meneó la cabeza.
– No quiero convertirme en lo que él quería -dijo-. Y aunque… -hipó. Y aunque nunca esperó nada de m-mí, lo que qu-quería era un hijo perfecto, alguien que se convirtiera en un d-duque perfecto, que se c-casara con la duquesa perfecta y tuvieran hijos p-perfectos.
Daphne se mordió el labio inferior. Ya volvía a tartamudear. Debía estar realmente enfadado. Sintió que se le rompía el alma por él, por el niño que no quería otra cosa que la aprobación de su padre.
Simón ladeó la cabeza y la miró con una sorprendente mirada.
– Le habrías gustado.
– Oh -dijo Daphne, sin saber demasiado bien cómo tomárselo.
– Y… -se encogió de hombros y la miró, riéndose-, de todos modos, me casé contigo.
Parecía tan sincero que era difícil no abrazarlo y darle cariño. Pero no importaba el dolor que sintiera o había sentido, porque lo estaba enfocando todo muy mal. La mejor venganza contra su padre sería, sencillamente, vivir una vida plena y feliz y alcanzar todas las metas que su padre tanto se había esforzado en negarle.
Daphne se tragó su frustración. No veía cómo Simón podía llevar una vida feliz si todas sus decisiones se basaban en amargar los deseos de un hombre muerto.
Pero no quería pensar en eso. Estaba cansada y él estaba ebrio y no era el mejor momento.
– Vamos a acostarte -dijo, al final.
Él la miró un buen rato con los ojos llenos de las ganas de cariño acumuladas durante años.
– No me dejes -susurró.
– Simón -dijo ella.
– Por favor. Él se marchó. Todo el mundo se marchó. Luego me marché yo. -La cogió de la mano-. Tú quédate.
Ella asintió y se puso de pie.
– Puedes dormir en mi cama -dijo-. Estoy segura de que te encontrarás mejor por la mañana.
– Pero, ¿te quedarás conmigo?
Era un error. Ella lo sabía pero, aún así, dijo:
– Me quedaré aquí contigo.
– Bien. -Se puso de pie como pudo-. Porque no podría… de verdad. -Suspiró y la miró, angustiado-. Te necesito.
Daphne lo llevó hasta la cama y estuvo a punto de caer encima de él cuando lo acostó.
– No te muevas -le dijo, arrodillándose para quitarle las botas.
Ya lo había hecho antes con sus hermanos, de modo que sabía que tenía que tirar del talón, no de la punta, pero eran muy justas y acabó rodando por el suelo cuando el calzado cedió.
– Dios mío -dijo, levantándose para repetir el proceso con la otra bota-. Y luego dicen que las mujeres somos esclavas de la moda.
Simón hizo un ruido que pareció un ronquido.
– ¿Estás dormido? -preguntó Daphne, incrédula.
Tiró de la otra bota, que costó un poco menos de sacar; entonces le levantó las piernas, que pesaban como dos muertos, y se las colocó encima de la cama.
Simón parecía más joven y tranquilo con los mechones de pelo rozándole las mejillas. Daphne se acercó a él y le apartó el pelo de la frente.
– Buenas noches, amor mío.
Pero, cuando se giró para marcharse, Simón estiró un brazo y la cogió por la muñeca.
– Dijiste que te quedarías.
– ¡Pensaba que estabas dormido!
– Eso no te da derecho a romper tu promesa.
La estiró con fuerza y Daphne, al final, no se resistió y se estiró junto a él. Estaba allí y era suyo y, por mucha incertidumbre que sintiera sobre su futuro, en ese momento no pudo resistirse a su cariñoso abrazo.
Daphne se despertó una hora más tarde, sorprendida de haberse quedado dormida. Simón estaba a su lado, roncando suavemente. Los dos estaban vestidos: Simón, con la ropa que apestaba a whisky y Daphne con el camisón.
Con cuidado, le acarició la mejilla.
– ¿Que voy a hacer contigo? -susurró-. Te quiero, ya lo sabes.
Te quiero, pero odio lo que te estás haciendo. -Respiró hondo, temblorosa-. Y a mí. Odio lo que me estás haciendo
Él se movió un poco y, por un momento, Daphne tuvo miedo de haberlo despertado.
– ¿Simón? -dijo, y suspiró tranquila cuando él no respondió.
Sabía que no debería haber dicho en voz alta palabras que no estaba segura que Simón estuviera preparado para escuchar, pero parecía tan inocente allí dormido. Era mucho más fácil confesarle sus más íntimos pensamientos cuando estaba así.
– Oh, Simón -dijo, suspirando, y cerró los ojos contra las lágrimas que le resbalaban por las mejillas.
Debería levantarse. Estaba convencida de que debería levantarse y dejarlo solo. Entendía por qué era tan contrario a traer un niño a este mundo, pero no lo había perdonado y, sobre todo, no compartía su opinión. Si se despertaba y la encontraba allí entre sus brazos, podría pensar que estaba de acuerdo con su idea de familia.
Muy despacio, intentó separarse de él. Pero Simón la abrazó con más fuerza y, con la voz dormida, dijo:
– No.
– Simón, yo…
La atrajo más y Daphne vio que estaba totalmente excitado.
– ¿Simón? -dijo, abriendo los ojos-. ¿Estás despierto?
Su respuesta fue un gruñido somnoliento y, aunque no hizo ningún intento de seducción, la atrajo más hacia él.
Daphne parpadeó sorprendida. Nunca se había dado cuenta de que un hombre podía desear a una mujer estando dormido.
Ella se giró para mirarlo a la cara, luego alargó la mano y le acarició la mandíbula. Simón emitió un gruñido. Un sonido profundo que hizo perder la cabeza a Daphne. Lentamente, le desabotonó la camisa, con una única pausa para acariciarle el ombligo.
El se acomodó un poco más y Daphne tuvo una extraña y arrolladora sensación de poder. Lo tenía bajo su control. Estaba dormido, profundamente dormido por la borrachera, así que podía hacer con él lo que quisiera.
Podía obtener de él lo que quisiera.
Una rápida mirada a su cara le dijo que seguía durmiendo, así que empezó a desabotonarle los pantalones. La erección era total y poderosa y ella le tomó el duro miembro con una mano, sintiendo los fuertes latidos del corazón en las venas.
– Daphne -dijo él. Abrió los ojos y gimió primitivamente-. Oh, Dios. Es increíble.
– Shh -dijo ella, quitándose el camisón-. Déjame a mí.
El se colocó boca arriba con los puños cerrados a los lados mientras ella lo acariciaba. Le había enseñado mucho en las dos escasas semanas de matrimonio y, por eso, no tardó demasiado en retorcerse de deseo y respirar entrecortadamente.
Y, Dios la asista, ella también lo deseaba. Se sentía tan poderosa encima de él. Tenía el control y era la sensación más afrodisíaca que había conocido. Sintió un cosquilleo en el estómago, luego un nudo y entonces supo que lo necesitaba.
Quería tenerlo dentro, llenándola, dándole todo lo que un hombre tiene que darle a una mujer.
– Oh, Daphne -dijo él, agitando la cabeza de un lado a otro-. Te necesito. Te necesito ahora.
Ella se colocó encima de él y se apoyó en sus hombros mientras se sentaba a horcajadas encima. Con la mano, lo guió hasta ella, que ya estaba húmeda de deseo.
Simón se arqueó debajo de ella y Daphne, lentamente, se deslizó hacia abajo hasta que Simón la había penetrado casi totalmente.
– Más -gruñó él-. Ahora.
Daphne echó la cabeza hacia atrás y pegó sus caderas a las suyas.
Lo agarraba con fuerza por los hombros mientras recuperaba la respiración. Simón estaba completamente dentro de ella y Daphne creyó que se moriría del placer que sentía. Nunca se había sentido tan plena ni tan mujer.
Apoyó las rodillas en el colchón mientras empezó a moverse, arqueando el cuerpo. Se puso las manos encima del estómago mientras se retorcía y luego, en un momento dado, las subió y se cubrió los pechos con ellas.
Simón emitió un gemido gutural mientras la observaba, con la mirada fija en ella mientras el pecho subía y bajaba con respiraciones entrecortadas.
– Dios mío -dijo, con la voz ahogada-. ¿Qué me estás haciendo? ¿Qué has…? -Entonces Daphne se acarició un pezón y el cuerpo de Simón se levantó con fuerza-. ¿Dónde has aprendido eso?