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Ella lo miró y le sonrió, descarada.

– No lo sé.

– Más -gruñó Simón-. Quiero mirarte.

Daphne no sabía demasiado bien qué hacer, así que se dejó llevar por el instinto. Empezó a girar las caderas contra las de Simón en movimientos circulares, haciendo que los pechos se movieran de arriba abajo. Se los cubrió con las manos, los apretó, jugueteó con los pezones entre los dedos, y todo sin apartar la ojos de Simón.

Él empezó a mover las caderas cada vez con más fuerza y se agarró a las sábanas. Y Daphne se dio cuenta de que estaba a punto de alcanzar el orgasmo. Siempre estaba demasiado preocupado por darle placer a ella y por asegurarse de que ella alcanzara el climax antes de concederse ese privilegio a él mismo, pero esta vez sería él quien lo alcanzara primero.

Ella estaba cerca, pero no tanto como él.

– ¡Oh, Dios! -exclamó, de repente, Simón-. Voy a… No puedo.

Miró a Daphne con ojos suplicantes e hizo un débil intento por separarse.

Daphne se hundió contra él con todas sus fuerzas.

Él se derramó en su interior, levantando las caderas con tanto ímpetu que también la levantó a ella. Daphne lo rodeó con los brazos para aferrarse todavía más a él. Esta vez, no iba a perderlo. No iba a perder esta oportunidad.

En ese momento. Simón abrió los ojos para darse cuenta de lo que había hecho, aunque ya era demasiado tarde. No había ninguna manera de frenar el poder del climax. Si hubiera estado encima de ella, a lo mejor habría encontrado fuerzas para separarse pero, al estar debajo y observarla juguetear con su cuerpo y encendiéndolo de deseo, no pudo controlar la fuerza de su propio deseo.

Mientras apretaba los dientes y su cuerpo se sacudía, sintió las manos de Daphne que lo rodeaban y lo aferraban con fuerza hacia ella.

Vio la expresión de puro éxtasis en la cara de Daphne y entonces, de repente, se dio cuenta… Lo había hecho a propósito. Lo había planeado todo.

Daphne lo había excitado mientras dormía, se había aprovechado de su embriaguez y lo había apretado contra ella hasta que se había derramado en su interior.

Abrió los ojos y la miró fijamente.

– ¿Cómo has podido? -susurró.

Ella no dijo nada, pero Simón vio que le cambió la cara y supo que lo había oído.

Simón se la quitó de encima justo cuando empezó a notar que los músculos de ella se tensaban alrededor de su cuerpo, negándole de manera salvaje el placer que él acababa de disfrutar.

– ¿Cómo has podido? -repitió-. Lo sabías. Sabías qu-que yo-yo-yo…

Daphne se había acurrucado a los pies de la cama, con las piernas apretadas contra el pecho, obviamente decidida a no dejar escapar ni una gota de él.

Simón maldijo en voz baja mientras salió de la cama de un salto.

Abrió la boca para insultarla, para castigarla por haberlo traicionado, por haberse aprovechado de él, pero se le cerró la garganta, la lengua le pesaba mucho y no podía ni empezar una palabra, así que ni pensar en terminarla.

– T-t-tú… -consiguió decir, al final.

Daphne lo miró, horrorizada.

– ¿Simón? -susurró.

Él no quería eso. No quería que ella lo mirara como si fuera un bicho raro. Maldita sea, se sintió como cuando tenía siete años. No podía hablar. No podía hacer funcionar la boca. Estaba perdido.

El rostro de Daphne se impregnó de preocupación. Una preocupación protectora y no deseada.

– ¿Estás bien? -preguntó-. ¿Puedes respirar?

– N-n-n-n-n… -Estaba lejos del «No me compadezcas» que quería gritarle.

Sentía la presencia burlona de su padre cerrándole la garganta e inmovilizándole la lengua.

– ¿Simón? -corrió a su lado, muy asustada-. ¡Simón, di algo!

Alargó un brazo para acariciarle la espalda, pero él se lo rechazó.

– ¡No me toques! -exclamó.

Daphne retrocedió.

– Supongo que hay cosas que sí puedes decir -dijo ella, muy triste.

Simón se odiaba a sí mismo, odiaba la voz que lo había abandonado y odiaba a su mujer porque tenía el poder para reducir su control a nada. Esta pérdida del habla, el nudo en la garganta, la extraña sensación… había trabajado mucho toda su vida para eliminarlos y ahora ella los había hecho aparecer otra vez, y con fuerza.

No podía dejar que le hiciera esto. No podía permitir que Daphne lo convirtiera en lo que había sido una vez.

Intentó decir su nombre, pero no consiguió nada.

Tenía que marcharse. No podía mirarla. No podía estar con ella.

Ni siquiera quería estar con él pero, desgraciadamente, aquello no tenía remedio.

– N-no t-te ac-acerques -le dijo, señalándola con el dedo mientras se ponía los pantalones-. ¡T-t-t-tú has hecho esto!

– ¿El qué? -gritó Daphne, envolviéndose con una sábana-. Simón, basta ya. ¿Qué he hecho? Me deseabas. Sabes que me deseabas.

– ¡E-e-esto! -exclamó, señalándose la boca. Luego, señalándole la barriga, añadió-. ¡E-e-eso!

Y entonces, incapaz de soportar verla más, salió de la habitación.

Ojalá pudiera escapar de él mismo con la misma facilidad.

Diez horas después, Daphne encontró una nota:

Asuntos urgentes requieren mi presencia en otra propiedad.

Confío que, si tus intentos de concepción dan su fruto, me lo notifiques.

Mi asistente te dará mi dirección, por si la necesitas.

Simón

La hoja de papel se escurrió entre los dedos de Daphne y cayó lentamente al suelo. Se le escapó un sollozo y se tapó la boca con las manos, como si así pudiera detener la oleada de emociones que sentía.

La había dejado. La había dejado de verdad. Sabía que estaba enfadado y que, quizá, nunca la perdonaría, pero nunca se había planteado que fuera a dejarla.

Había pensado, incluso cuando salió hecho una fiera del dormitorio, que podrían solucionar sus diferencias, pero ahora ya no estaba tan segura.

A lo mejor había sido demasiado idealista. Egoístamente, había pensado que podría curarlo, que podría llenarle el corazón. Pero ahora se daba cuenta de que se había atribuido más valor del que en realidad tenía. Creía que su amor era tan puro y bueno que Simón olvidaría inmediatamente tantos años de resentimiento y dolor que le habían amargado la vida.

Se había creído demasiado importante. Y ahora se sentía muy estúpida.

Había cosas que quedaban fuera de su alcance. En su apacible vida, nunca hasta ahora se había dado cuenta de eso. No esperaba que le sirvieran el mundo en bandeja de plata, pero siempre había creído que si se esforzaba lo suficiente por conseguir algo, obtendría una recompensa.

Pero esta vez no había sido así. Simón estaba fuera de su alcance.

Mientras Daphne bajaba al salón amarillo, parecía que la casa estaba desierta. Se preguntó si los sirvientes se habrían enterado de la marcha de su marido y la estaban evitando a propósito. Seguramente, escucharon los gritos de la noche anterior.

Daphne suspiró. El dolor es mucho menos llevadero cuando se tiene un pequeño ejército de testigos.

O testigos invisibles, sería más adecuado, pensó mientras tocaba la campana. No los oía pero sabía que estaban allí, susurrando a sus espaldas y compadeciéndola.

Resultaba irónico pensar que, hasta ahora, nunca había prestado atención a los chismes del servicio. Pero ahora -se dejó caer en el sofá con un pequeño gemido-, ahora se sentía desdichadamente sola.

¿Qué otra cosa se suponía que debía pensar?

– ¿Señora?

Daphne levantó la mirada y vio a una doncella joven esperando en la puerta. La chica hizo una pequeña reverencia y miró a Daphne un poco a la expectativa.

– Té, por favor -dijo Daphne, pausadamente-. Sin galletas, sólo té.

La doncella asintió y se fue.