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– En Wiltshire -respondió Simón.

– ¿Mientras tú estás en Wiltshire perdiendo el tiempo en una propiedad sin importancia?

– ¿Daphne está en Londres?

– Se supone que, como marido suyo, deberías saberlo.

– Podrías suponer muchas cosas -dijo Simón-, pero te equivocarías con casi todas.

Ya hacía dos meses que se había marchado de Clyvedon. Dos meses desde que había mirado a Daphne sin poder articular palabra.

Dos meses de total vacío.

Sinceramente, a Simón le extrañaba que Daphne hubiera tardado tanto en ponerse en contacto con él, aunque para ello hubiera escogido al beligerante de su hermano mayor. Simón no sabía por qué, pero pensaba que lo haría mucho antes, aunque sólo fuera para cantarle las cuarenta. Daphne no era el tipo de mujer que se quedaba callada cuando se enfadaba; casi había esperado que lo siguiera hasta allí y le explicara de seis maneras distintas lo estúpido que era.

Y, en verdad, pasado un mes, le hubiera gustado.

– Si no le hubiera prometido a Daphne que no te pondría la mano encima -dijo Anthony, interrumpiendo los pensamientos de Simón-, te cortaría la cabeza.

– Estoy seguro de que no fue una promesa fácil de hacer -dijo Simón.

Anthony se cruzó de brazos y miró a Simón fijamente.

– Ni fácil de mantener -dijo.

Simón se aclaró la garganta mientras buscaba alguna manera de preguntar por Daphne sin parecer demasiado obvio. La echaba de menos.

Se sentía como un idiota y un estúpido, pero la echaba de menos.

Echaba de menos su risa, y su olor y cómo, en mitad de la noche, siempre acababa enredando sus piernas con las de él.

Simón estaba acostumbrado a estar solo, pero no estaba acostumbrado a esta soledad.

– ¿Te ha enviado para hacerme volver? -preguntó, al final.

– No. -Anthony se metió la mano en el bolsillo, sacó un pequeño sobre de color marfil y lo dejó encima de la mesa-. La encontré buscando un mensajero para entregarte esto.

Simón miró el sobre, horrorizado. Sólo podía querer decir una cosa. Intentó decir algo neutro, como «Entiendo», pero tenía la garganta bloqueada.

– Le dije que sería un placer traértelo yo mismo -dijo Anthony, con una buena dosis de sarcasmo.

Simón lo ignoró. Cogió el sobre deseando que Anthony no viera que le temblaban las manos.

Pero Anthony lo vio.

– ¿Qué diablos te pasa? -le preguntó, de golpe-. Estás hecho un asco.

Simón se guardó el sobre en el bolsillo.

– Siempre eres una visita excelente -dijo.

Anthony lo miró fijamente, con una mezcla entre rabia y preocupación reflejada en el rostro. Después de aclararse la garganta varias veces, dijo, en un tono muy suave:

– ¿Estás enfermo?

– Claro que no.

Anthony palideció.

– ¿Es Daphne? ¿Está enferma?

Simón levantó la cabeza de golpe.

– Que yo sepa, no. ¿Por qué? ¿Parece enferma? ¿Es que ha…?

– No, está bien. -A Anthony se le llenaron los ojos de curiosidad-. Simón -dijo, al final-, ¿qué estás haciendo aquí? Es obvio que la quieres. Y, por mucho que me cueste entenderlo, ella parece que también te quiere.

Simón se apretó la sien con los dedos para intentar aliviar el dolor de cabeza que parecía perseguirlo.

– Hay cosas que no sabes -dijo, al final, cerrando los ojos por el dolor-. Cosas que no entenderías.

Anthony se quedó callado un buen rato. Al final, cuando Simón abrió los ojos, Anthony se levantó y se dirigió hacia la puerta.

– No te obligaré a volver a Londres -dijo, en voz baja-. Debería, pero no voy a hacerlo. Daphne necesita saber que vuelves por ella, no porque su hermano mayor te haya puesto una pistola en la espalda.

Simón estuvo a punto de decir que fue por eso que se casó con ella, pero se mordió la lengua. No era verdad. Al menos, no del todo. En otras circunstancias, se habría arrodillado frente a ella rogándole que se casara con él.

– Sin embargo -dijo Anthony-, deberías saber que la gente está empezando a hablar. Daphne volvió a Londres sola, apenas dos semanas después de la rápida ceremonia. Lo está llevando con buena cara, pero tiene que ser doloroso. Es cierto que todavía nadie se le ha acercado y la ha insultado, pero todos tenemos un límite a la hora de soportar la lástima de los demás. Y esa maldita Whistledown ha estado escribiendo cosas sobre ella.

Simón frunció el ceño. No llevaba mucho tiempo en Inglaterra, pero le bastaba para saber que la ficticia lady Whistledown podía provocar grandes dosis de dolor y angustia.

Anthony, disgustado, maldijo.

– Ve al médico, Hastings. Y luego vuelve con tu mujer -y se fue.

Simón saco el sobre y se lo quedó mirando un rato antes de abrirlo. Ver a Anthony le había causado mucha impresión. Saber que había estado con Daphne lo hizo estremecerse de dolor.

Maldita sea. No sabía que la iba a echar tanto de menos.

Sin embargo, eso no quería decir que no estuviera enfadado con ella. Le había robado algo que él nunca había querido darle. Él no quería hijos. Se lo había dicho. Daphne se había casado con él sabiéndolo.

Y lo había engañado.

¿O no? Se rascó con fuerza los ojos y la frente mientras intentaba recordar los detalles exactos de aquella desgraciada mañana. Daphne fue la que llevó la voz cantante en la cama, pero recordaba perfectamente haberla animado a seguir. No debería haber alentado algo que sabía que no podría parar.

Seguramente no estaría embarazada, pensó. ¿No había tardado más de diez años su madre en dar a luz a un hijo sano?

Pero, por la noche, solo en su cama, se enfrentaba a toda la verdad.

No había huido sólo porque Daphne lo hubiera desobedecido o porque cabía la posibilidad de haber engendrado un hijo.

Había huido porque no soportaba lo que le había pasado con ella.

Su mujer lo había reducido al estúpido tartamudo de su niñez. Lo había dejado sin palabras y había recuperado aquel horrible sentimiento de no poder decir lo que sentía.

No sabía si podría vivir con ella otra vez si eso implicaba volver a ser ese niño que apenas podía articular palabra. Intentaba acordarse de su noviazgo, de su falso noviazgo mejor dicho, y de lo fácil que era estar y hablar con ella. Pero cada recuerdo estaba teñido de dolor por la conclusión dónde los había llevado: al dormitorio de Daphne aquella terrible mañana, con Simón hablando a trompicones.

Y se odiaba cuando le pasaba eso.

De modo que había huido a otro lugar ya que, como duque, poseía una infinidad de propiedades. Esta casa estaba en Wiltshire y no estaba exageradamente lejos de Clyvedon. Podría volver allí en un día y medio de viaje. Le gustaba pensar que, si podía volver tan rápido, no podía considerarse una huida en toda regla.

Y ahora parecía que tendría que regresar.

Respiró hondo y sacó la carta. Desdobló el papel y leyó:

Simón:

Mis esfuerzos, como tú los llamaste, han dado su fruto. Me he trasladado a Londres, así estaré cerca de mi familia. Esperaré aquí recibir noticias tuyas.

Tuya,

Daphne

Simón no estaba seguro de cuánto tiempo se quedó allí sentado, casi sin respiración, sosteniendo el papel entre los dedos. Y entonces, al final, sintió la caricia de la brisa, o la luz cambió o quizá fue un ruido de la casa, pero algo lo despertó del ensueño y lo hizo levantarse. Salió al pasillo y llamó al mayordomo.

– Que preparen el carruaje -le ordenó cuando apareció-. Me voy a Londres.

CAPÍTULO 20

Parece que el matrimonio de la temporada se ha echado a perder. La duquesa de Hastings regresó a Londres hace dos meses y esta autora todavía no ha visto por ningún lado a su marido, el duque.