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Puso una mano encima de la de él.

– No eres el niño que tu padre pensaba que eras.

– Ya lo sé -dijo él, pero no la miró.

– Simon, mírame -le ordenó ella. Cuando lo hizo, Daphne repitió-. No eres el niño que tu padre pensaba que eras.

– Ya lo sé -repitió él, extrañado y un poco enfadado.

– ¿Estás seguro? -le preguntó ella, pausadamente.

– Maldita sea, Daphne, ya lo sé… -Se calló y empezó a temblar. Por un momento, Daphne pensó que iba a llorar. Pero las lágrimas que se le acumulaban en los ojos nunca llegaron a caer y, cuando la miró, sólo pudo decir-. Lo odio, Daphne. Lo o-o-o…

Daphne le tomó la cara entre las manos y lo obligó a mirarla.

– Está bien -dijo-. Parece que fue un hombre horroroso. Pero tienes que olvidarlo.

– No puedo.

– Sí puedes. Está bien sentir odio, pero no puedes permitir que sea lo que rija tu vida. Incluso ahora estás dejando que él dicte tus acciones.

Simon apartó la cara.

Daphne lo soltó pero apoyó las manos en sus rodillas. Necesitaba estar en contacto con él. Era extraño, pero sentía que si lo dejaba ahora, lo perdería para siempre.

– ¿Te has parado alguna vez a pensar si querías una familia? ¿Si querías tener hijos? Serías un padre maravilloso, Simon y, aún así, nunca te has permitido ni planteártelo. Crees que así te estás vengando de él, pero lo que en realidad estás haciendo es dejar que te siga controlando desde la tumba.

– Si le doy un nieto, gana él -susurró Simon.

– No. Si tú tienes un hijo, ganas tú -dijo Daphne-. Ganamos todos.

Simon no dijo nada, pero Daphne vio que estaba temblando.

– Si no quieres hijos porque no los quieres, es una cosa. Pero si te estás negando el placer de la paternidad por un hombre muerto, es que eres un cobarde.

Daphne hizo una mueca cuando dijo la última palabra, pero tenía que decirlo.

– En algún momento, tendrás que dejarlo atrás y seguir con tu vida. Tienes que dejar atrás el odio y…

Simon agitó la cabeza, con la mirada perdida.

– No me pidas eso. Es todo lo que tengo. ¿No lo ves? ¡Es todo lo que tengo!

– No te entiendo.

Habló un poco más alto.

– ¿Por qué crees que aprendí a hablar correctamente? ¿Qué crees que me motivó? Fue el odio. Sólo fue odio, para que aprendiera que se había equivocado.

– Simon…

Simon se rió, burlón.

– ¿No es gracioso? Lo odio. Lo odio con todas mis fuerzas y, a pesar de todo, es la única razón que me ha hecho seguir adelante.

Daphne negó con la cabeza.

– Eso no es cierto -dijo-. Habrías seguido adelante de cualquier modo. Eres tozudo y brillante, y te conozco. Aprendiste a hablar por ti, no por él. -Cuando vio que Simon no decía nada, añadió-: Si te hubiera demostrado su amor, todo hubiera sido más fácil.

Simon empezó a agitar la cabeza, pero Daphne lo interrumpió alzando la mano y cogiéndole la cara.

– A mí, de pequeña, sólo me demostraron amor y devoción. Confía en mí, así todo es más fácil.

Simon se quedó inmóvil un buen rato, respirando profundamente mientras se tranquilizaba. Al final, cuando Daphne empezaba a temerse que lo estaba perdiendo, levantó la cabeza y la miró.

– Quiero ser feliz -dijo.

– Y lo serás -le prometió ella, abrazándolo-. Lo serás.

CAPÍTULO 21

¡El duque de Hastings ha vuelto!

REVISTA DE SOCIEDAD DE LADY WHISTLEDOWN,

6 de agosto de 1813

Simon no dijo nada en el camino de vuelta. Encontraron a la yegua de Daphne pastando tranquilamente a unos treinta metros y, aunque Daphne insistió en que podía montar, Simon dijo que no le importaba. Así que, ató la yegua a su caballo, subió a Daphne a la silla y él se sentó detrás de ella. Y así se fueron hasta Grosvenor Square.

Además, necesitaba abrazarla.

Empezaba a darse cuenta de que tenía que abrazarse a algo en la vida y a lo mejor Daphne tenía razón; a lo mejor el odio no era la mejor, solución. Quizá, sólo quizá, podía aprender a abrazarse al amor.

Cuando llegaron a Hastings House, salió un mozo a encargarse de los caballos y Simon y Daphne subieron la escalera y entraron en casa. Y allí se encontraron frente a los tres hermanos Bridgerton.

– ¿Qué diablos estáis haciendo en mi casa? -preguntó Simon. Lo que más quería en ese momento era subir la escalera y hacerle el amor a su mujer y, en lugar de eso, se había encontrado con aquel beligerante trío. Estaban de pie con la misma postura: piernas separadas, manos en las caderas y la barbilla levantada. Si no estuviera tan enfadado con ellos por verlos allí, seguramente habría tenido tiempo de preocuparse.

Simon no tenía ninguna duda de que, si llegaban a las manos, podría con uno, incluso con dos, pero ante los tres era hombre muerto.

– Hemos oído que habías vuelto -dijo Anthony.

– Así es -respondió Simon-. Ahora marcharos.

– No tan rápido -dijo Benedict, cruzándose de brazos. Simon se giró hacia Daphne.

– ¿A cuál de los tres deberías disparar primero?

Daphne miró a sus hermanos con el ceño fruncido.

– No tengo ninguna preferencia.

– Tenemos algunas peticiones antes de que te puedas quedar con Daphne -dijo Colin.

– ¿Qué? -exclamó Daphne.

– ¡Es mi mujer! -gritó Simon, más fuerte que Daphne.

– Primero fue nuestra hermana -dijo Anthony-, y la has hecho infeliz.

– Esto no es asunto vuestro -insistió Daphne.

– Tú eres asunto nuestro -dijo Benedict.

– Es mi asunto -dijo Simon-, así que fuera de mi casa de una vez.

– Cuando los tres tengáis vuestros propios matrimonios, entonces podréis venir a darme consejos -dijo Daphne, enfadada-. Pero, hasta entonces, guardares vuestros impulsos de entrometeros.

– Lo siento, Daff -dijo Anthony-, pero en esto no vamos a cambiar de opinión.

– ¿En qué? -dijo ella-. Aquí no tenéis ninguna opinión. ¡No es asunto vuestro!

Colin dio un paso adelante.

– No nos iremos hasta que estemos convencidos de que te quiere.

Daphne palideció de golpe. Simon nunca le había dicho que la quería. Se lo había demostrado, de mil maneras, pero nunca se lo había dicho con palabras. Y quería que, cuando lo hiciera, fuera porque lo sintiera y no porque los estúpidos de sus hermanos lo hubieran obligado.

– Colin, no lo hagas -susurró, odiando el tono de súplica de su voz-. Tienes que dejar que pelee mis propias batallas.

– Daff…

– Por favor -le rogó ella.

Simon se interpuso entre los dos.

– Si nos disculpas -le dijo a Colin y, por extensión, a Anthony Y a Benedict.

Se llevó a Daphne al otro lado del recibidor para hablar en privado. Le hubiera gustado poder ir a otra habitación, pero estaba seguro que esos tres los hubieran seguido.

– Siento mucho lo de mis hermanos -dijo Daphne, un poco alterada-. Son unos idiotas y no tenían ningún derecho a invadir tu casa. Si pudiera renegar de ellos, lo haría, te lo juro. Y después de esto, no me extrañaría que no quisieras tener hijos nunca…

Simon la hizo callar con un dedo en los labios.

– En primer lugar, es nuestra casa, no mi casa. Y en cuanto a tus hermanos, me sacan de quicio, pero sólo lo hacen por amor. -Se inclinó un poco, pero lo suficiente para que Daphne pudiera sentir su respiración en la piel-. ¿Y quién puede culparlos?

A Daphne se le paró el corazón.

Simon se acercó todavía más, hasta que su nariz rozó la de Daphne.

– Te quiero, Daff -susurró.

Daphne volvió a sentir los latidos de su corazón, aunque ahora muy acelerados.

– ¿De verdad?

Simon asintió, acariciándola con la nariz.

– No pude evitarlo.