– Tenías razón -dijo-. Siempre has tenido razón. Sobre mi padre. Qu-que lo estaba dejando ganar.
– Oh, Simon -susurró ella.
– P-pero, ¿y si…? -Su rostro, su maravilloso rostro que siempre estaba controlado, se derrumbó-. ¿Y si… si tenemos un hijo y es como yo?
Por un momento, Daphne no podía decir nada. Se le llenaron los ojos de lágrimas y se llevó la mano a la boca, para cubrírsela por la sorpresa.
Simon se giró, pero no antes que ella viera el tormento en sus ojos. No antes que escuchara la respiración entrecortada o el suspiro final que soltó en un intento de no perder la compostura.
– Si tenemos un hijo tartamudo -dijo Daphne, cuidadosamente-, lo querré muchísimo. Y lo ayudaré. Y… -Tragó saliva y rezó porque estuviera haciendo lo correcto-. Y le diré que se fije en ti porque, obviamente, has aprendido a superarlo perfectamente.
Simon se giró hacia ella inmediatamente.
– No quiero que mi hijo sufra tanto como yo. Inconscientemente, Daphne sonrió cálidamente, como si su cuerpo se hubiera dado cuenta de que sabía exactamente qué hacer antes que su mente.
– Pero no sufrirá -dijo-, porque tú serás su padre.
Simon no cambió la cara, pero en sus ojos brilló una nueva y esperanzadora luz.
– ¿Podrías rechazar a un niño por ser tartamudo? -le preguntó Daphne.
La respuesta negativa de Simon fue muy contundente y vino acompañada con una pizca de blasfemia.
Daphne sonrió.
– Entonces no tengo ningún miedo sobre nuestro hijo.
Simon se quedó en silencio un rato más y entonces, en un rápido movimiento, la rodeó con los brazos y hundió la cara en el hueco de su cuello.
– Te quiero -dijo-. Te quiero mucho.
Y Daphne supo, por fin, que todo iba a salir bien.
Horas después, Daphne y Simon seguían sentados en el sillón del salón. Había sido una tarde para cogerse las manos y para apoyar las cabezas en el hombro del otro. Las palabras sobraban; para ellos bastaba estar allí. El sol brillaba, los pájaros cantaban y ellos estaban juntos.
Era lo único que necesitaban.
Pero había algo que preocupaba a Daphne y no se acordó hasta que vio un conjunto de escritorio en la mesa.
Las cartas del padre de Simon.
Cerró los ojos y suspiró, reuniendo el valor necesario para dárselas a Simon. El duque de Middlethorpe le había dicho, cuando se las había entregado, que ella sabría cuándo dárselas.
Se zafó de los grandes brazos de Simon y se fue al dormitorio de la duquesa.
– ¿Adónde vas? -le preguntó Simon, medio dormido. Se había ido relajando bajo el sol de la tarde.
– Eh… Tengo que ir a buscar algo.
Debió darse cuenta de la inseguridad en su voz, porque abrió los ojos y se giró para mirarla.
– ¿Qué vas a buscar? -preguntó, curioso.
Daphne evitó responder la pregunta escabulléndose hacia la otra habitación.
– Espera un momento -dijo, desde su dormitorio.
Había guardado las cartas, atadas con una cinta roja y dorada, los colores de la familia Hastings, en el fondo del último cajón de su mesa. Las primeras semanas en Londres se había olvidado de ellas y estaban intactas en Bridgerton House. Pero las había encontrado un día que había ido a visitar a su madre y ésta le había dicho que subiera a su habitación a recoger algunas de sus cosas y, mientras recogía unos perfumes y una funda de almohadón que había bordado a los diez años, las encontró.
Muchas veces había estado tentada de abrir alguna, aunque sólo fuera para entender mejor a su marido. Y, para ser sincera, si los sobres no hubieran estado sellados, se habría tragado sus escrúpulos y las habría leído.
Cogió el paquete y volvió lentamente hacia el salón. Simon todavía estaba sentado en el sillón, pero estaba derecho y más despierto, y la miraba con curiosidad.
– Esto es para ti -dijo, mientras se sentaba a su lado.
– ¿Qué es? -preguntó Simon.
Pero, por el tono de su voz, Daphne estaba segura de que ya lo sabía.
– Las cartas de tu padre -dijo-. Middlethorpe me las dio. ¿Te acuerdas?
Simon asintió.
– También recuerdo haberle dado órdenes explícitas de que las quemara.
Daphne sonrió.
– Al parecer, no te hizo caso.
Simon miró las cartas. A cualquier sitio menos a ella.
– Y, al parecer, tú tampoco -dijo él, lentamente.
Daphne asintió.
– ¿Quieres leerlas?
Simon se pensó la respuesta unos segundos y, al final, optó por ser honesto.
– No lo sé.
– Podría ayudarte a dejarle definitivamente en el pasado.
– O podría empeorar la situación.
– Quizá -dijo ella.
Simon miró las cartas. Esperaba sentir animadversión. Esperaba sentir odio. Pero lo único que sentía era…
Nada.
Fue la sensación más extraña de su vida. Tenía enfrente una colección de cartas, todas escritas por el puño y letra de su padre. Y, aún así, no sentía ni la más mínima intención de tirarlas al fuego o romperlas a pedacitos.
Y, al mismo tiempo, tampoco sentía ninguna intención de leerlas.
– Creo que esperaré un poco -dijo Simon, sonriendo. Daphne parpadeó varias veces como si sus ojos no dieran crédito a sus oídos.
– ¿No quieres leerlas? -preguntó.
Simon negó con la cabeza.
– ¿Y no quieres quemarlas?
Simon se encogió de hombros.
– No especialmente.
Daphne miró las cartas y luego a Simon.
– ¿Qué quieres hacer con ellas?
– Nada.
– ¿Nada?
Él sonrió.
– Eso es lo que he dicho.
– Oh -dijo Daphne, con una cara de confusión totalmente adorable-. ¿Quieres que las vuelva a guardar en mi escritorio?
– Si quieres.
– ¿Y se quedarán ahí?
Simon la cogió por el cinturón de la bata y la atrajo hacia él.
– Mmm-hmm.
– Pero… -farfulló ella-. Pero… Pero…
– Un pero más -se burló él-, y vas a empezar a parecerte a mí.
Daphne se quedó boquiabierta. Y a Simon no le sorprendió esa reacción. Era la primera vez en su vida que había sido capaz de bromear sobre su tartamudez.
– Las cartas pueden esperar -dijo, mientras el paquete resbalaba desde las rodillas de Daphne hasta el suelo-. Por fin he conseguido, gracias a ti, apartar a mi padre de mi vida. -Agitó la cabeza, sonriendo-. Leer las cartas ahora significaría volver a pensar en él.
– Pero ¿no sientes curiosidad por lo que tenía que decirte? -insistió ella-. A lo mejor te pedía perdón. ¡A lo mejor incluso se rendía a tus pies!
Se inclinó hacia delante para recoger las cartas, pero Simon la tiró del cinturón para impedírselo.
– Simon! -exclamó ella.
El arqueó una ceja.
– ¿Sí?
– ¿Qué estas haciendo?
– Intentando seducirte. ¿Lo estoy consiguiendo?
Daphne se sonrojó.
– Posiblemente -dijo.
– ¿Sólo posiblemente? Maldita sea, debo estar perdiendo mi toque.
Le colocó una mano debajo de las nalgas, lo que provocó un grito de ella.
– Creo que tu toque está bien -dijo Daphne.
– ¿Bien? -Hizo ver que el comentario le había roto el corazón-. Bien es una palabra muy neutra, ¿no te parece? Casi inexpresiva.
– Bueno -admitió ella-. Puede que me haya equivocado.
Simon sintió que el corazón le daba un brinco. Cuando se quiso dar cuenta, ya estaba de pie y guiando a su mujer hacia la cama.
– Daphne -dijo, tratando de sonar muy profesional-, tengo que hacerte una proposición.
– ¿Una proposición? -repitió ella, levantando las cejas.
– Una petición -corrigió él-. Tengo una petición.
Cruzaron la puerta hacia el dormitorio.
– En realidad, es una petición en dos partes.