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SEGUNDA PARTE

Lunes, 21 de mayo

Bosch se despertó en su butaca de vigilancia hacia las cuatro de la mañana. Había dejado abierta la puerta corredera de la terraza y el viento de Santa Ana hinchaba las cortinas de forma fantasmal. El sudor causado por el calor y el sueño se había secado, dejando una película salada sobre la piel. Bosch salió a la terraza y se apoyó en la barandilla de madera para contemplar las luces del valle. Hacía un buen rato que los focos de los estudios Universal se habían apagado y el rumor del tráfico había desaparecido. A lo lejos, quizás en Glendale, Bosch detectó el batir de las hélices de un helicóptero. Aguzó la vista y descubrió una luz roja que sobrevolaba la ciudad. No trazaba círculos ni llevaba un foco; que no se trataba de la policía. En ese momento Bosch percibió en el viento rojizo un ligero olor acre, a insecticida.

Bosch volvió adentro y cerró la puerta corredera. Pensó en acostarse, pero sabía que no conseguiría conciliar el sueño. Para él era normal dormir profundamente al principio de la noche, pero no al final. O no dormir Dada hasta que el sol dibujaba suavemente el contorno de las montañas sobre la niebla de la mañana.

Aunque Bosch había ido a la clínica de la Asociación de Veteranos de Sepúlveda, los psicólogos no le habían servido de ayuda. Le dijeron que pasaba por una etapa en la que dormiría profundamente, pero con pesadillas.

A continuación sufriría meses de insomnio, ya que su mente se defendería del terror que le acechaba al dormir. Según el médico, su cerebro había reprimido la angustiosa experiencia vivida en la guerra y si quería descansar de noche, Bosch tenía que enfrentarse a esos sentimientos durante el día. Lo que el doctor no comprendía que lo hecho, hecho está. Era imposible volver atrás para reparar lo que había ocurrido; es inútil poner una tirita sobre un alma herida.

Bosch se duchó y se afeitó. Al mirarse en el espejo, recordó lo dura que había sido la vida con Billy Meadows. Aunque tenía muchas canas, Harry conservaba una cabellera abundante y rizada y, aparte de las ojeras, todavía ofrecía un aspecto joven y atractivo. Después de limpiarse la espuma de afeitar, se puso su traje de verano beige y una camisa azul celeste. En una percha del armario encontró una corbata granate con un estampado de cascos de gladiador que no estaba descolorida ni demasiado arrugada, se la ajustó con el alfiler del 187, se enfundó la pistola en el cinto y se adentró en la oscuridad que precedía al alba.

Bosch condujo hasta el centro para tomarse una tortilla, tostadas y café en el Pantry, un bar de Figueroa Street que permanecía abierto las veinticuatro horas del día. En el interior, un cartel anunciaba con orgullo que el establecimiento nunca había pasado un solo instante sin clientes desde antes de la Depresión. Al darse la vuelta, comprobó que el peso de aquel récord recaía sobre él, ya que estaba completamente solo.

El café y los cigarrillos le ayudaron a despejarse. Luego Bosch enfiló la autopista de vuelta a Hollywood, dejando atrás un mar de coches que iniciaban su lucha para llegar al centro.

La comisaría de Hollywood estaba en Wilcox Street, a un par de manzanas del Boulevard. Bosch aparcó delante de la puerta porque sólo iba a estar un rato y no quería quedarse atrapado en el atasco que se formaba en el aparcamiento durante el cambio de turno. Al entrar en la pequeña recepción, vio una mujer con un ojo morado que lloraba y rellenaba una denuncia en el mostrador principal. En el pasillo de la izquierda donde estaba la oficina de detectives, en cambio, reinaba un silencio absoluto. El detective de guardia debía de estar fuera, de servicio, o arriba en la «suite nupcial» -un cuartucho con dos catres que usaban los primeros que llegaban-. La oficina de detectives parecía anclada en el tiempo; aunque no había nadie, las largas mesas asignadas a Atracos, Automóviles, Menores, Robos y Homicidios estaban completamente inundadas de papeles y objetos. Los detectives entraban y desaparecían, pero el papel no se movía.

Bosch se dirigió al fondo de la oficina para poner la cafetera. Por el camino echó un vistazo a través de una puerta trasera hacia el pasillo donde se hallaban los bancos de detención y las celdas. Allí, esposado a un banco, había un chico blanco con un peinado estilo rasta. «Un menor. Tendrá como mucho diecisiete años», dedujo Bosch. En California era ilegal meterlos en un calabozo con los adultos, lo cual era como decir que era peligroso meter a coyotes y dóbermans en una perrera.

– ¿Tú qué miras, gilipollas? -le gritó el chico.

Por toda respuesta, Bosch vació un sobre de café dentro del filtro. Un policía de uniforme sacó la cabeza del despacho del oficial de guardia situado al fondo del pasillo.

– ¡Te aviso! -le chilló al chico-. La próxima vez te aprieto las esposas. Dentro de media hora no te notarás las manos, y entonces ya me dirás con qué te vas a limpiar el culo.

– Con tu cara, mamón.

El policía de uniforme se precipitó al pasillo, avanzando hacia el chico con pasos agigantados y amenazadores. Bosch metió el filtro en la cafetera y oprimió el botón. Después se alejó de la puerta y volvió a la mesa de Homicidios. No quería ver lo que le pasaba al chico. Arrastró su silla desde su lugar habitual hasta una de las máquinas de escribir de la oficina. Los formularios pertinentes estaban en unos casilleros en la pared, encima de la máquina. Bosch introdujo en el rodillo uno en blanco sobre la escena del crimen, sacó su libreta de notas y la abrió por la primera página.

Al cabo de dos horas de escribir, fumar y beber café malo, una nube azulada flotaba sobre la mesa de Homicidios y Bosch había completado el sinfín de papeles que acompañan a una investigación de asesinato. Cuando se levantó a hacer fotocopias en el pasillo trasero, se fijó en que el chico del pelo rasta ya no estaba. Bosch sacó una carpeta azul nueva del armario de material -tras forzar la puerta con su carné del Departamento de Policía de Los Ángeles- y archivó una copia de los informes. Acto seguido escondió la otra copia en una vieja carpeta azul que guardaba en un cajón de su archivador con el nombre de un antiguo caso sin resolver. Luego releyó su trabajo. A Bosch le gustaba el orden que la burocracia imponía sobre un caso. En ocasiones anteriores había adoptado la costumbre de releer cada mañana el informe del asesinato porque le ayudaba a pensar. En ese momento el olor a plástico de la carpeta nueva le recordó pasadas investigaciones y le animó a seguir; la caza acababa de comenzar. Sin embargo, los informes que había mecanografiado para el archivo no eran del todo completos. En el Informe Cronológico del Oficial Investigador había omitido sus movimientos durante parte de la tarde y la noche del domingo. Tampoco había incluido la conexión entre Meadows y el robo al WestLand Bank ni las visitas a la tienda de empeños y a Bremmer en el Times. Ni siquiera había escrito un resumen de dichas entrevistas. Era lunes, sólo el segundo día de la investigación. Antes de consignar nada, decidió hablar con el FBI y averiguar qué estaba pasando exactamente; una precaución que siempre tomaba. Finalmente, Bosch acabó su trabajo en la oficina antes de que los demás detectives empezaran el día.