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A las nueve ya había llegado a Westwood y se encontraba en el decimoséptimo piso del edificio del FBI en Wilshire Boulevard. La sala de espera era espartana, con los clásicos sofás forrados de plástico y mesitas bajas de fórmica rayada sobre las que yacían desperdigados unos cuantos ejemplares del FBI Bulletin. Bosch no se sentó ni se puso a leer, sino que se dirigió a las cortinas de gasa que cubrían las altísimas ventanas y contempló el panorama. La cara norte del edificio le ofrecía una vista espléndida que iba desde el Pacífico hasta el este, pasando por las montañas de Santa Mónica y Hollywood. Las cortinas actuaban como una capa de niebla sobre la contaminación y Bosch, casi rozando el tejido con la nariz, miró abajo, al otro lado de Wilshire, donde se hallaba el cementerio de la Asociación de Veteranos. Sus lápidas blancas se alzaban sobre el césped recortado como filas y filas de dientes de leche. Precisamente en ese momento se desarrollaba un funeral en el que la guardia de honor rendía homenaje al difunto, aunque no había mucha gente. Un poco más allá, en un pequeño montículo sin lápidas, unos trabajadores se dedicaban a extraer tierra con una excavadora. Mientras contemplaba el paisaje,

Bosch iba comprobando sus progresos, pero no acertaba a comprender qué estaban haciendo. El agujero era demasiado largo y ancho para ser una tumba.

A las diez y media el funeral del soldado había concluido, pero los empleados del cementerio seguían trabajando en la colina. Y Bosch seguía esperando junto a la ventana. Finalmente oyó una voz a sus espaldas.

– Todas esas lápidas… Yo prefiero no mirar.

Al volverse, Bosch vio a una mujer alta y esbelta, con el pelo ondulado hasta los hombros, castaño con mechas rubias. Estaba morena e iba poco maquillada. Tenía un aspecto duro y quizá demasiado cansado para esa hora de la mañana, algo bastante habitual entre las mujeres policía y las prostitutas. Llevaba un traje chaqueta marrón y una blusa blanca con un lazo también marrón de estilo vaquero. Bosch se fijó en las curvas asimétricas de sus caderas bajo la chaqueta; debía de llevar algo pequeño en el lado izquierdo, tal vez una Rugar. Le llamó la atención, porque todas las mujeres policía que conocía solían llevar sus armas en el bolso.

– Es el cementerio de veteranos -le dijo ella.

– Ya lo sé.

Bosch sonrió, aunque no por aquel comentario, sino porque había imaginado que el agente especial E. D. Wish sería un hombre. Él sólo lo había supuesto porque la mayoría de agentes federales asignados a robos de bancos eran hombres. Aunque las mujeres eran parte de la nueva imagen del FBI, no era habitual verlas en aquellas brigadas, en las que reinaba una fraternidad compuesta en su mayor parte por dinosaurios y gente que no cuadraba en el nuevo estilo del FBI. Los tiempos del agente federal Melvin Purvis habían pasado a la historia; actualmente el FBI se centraba en casos de fraude a gran escala, espionaje y narcotráfico. Los atracos a bancos ya no eran espectaculares, porque los atracadores no solían ser profesionales, sino yonquis que necesitaban un poco de dinero para pasar la semana. Por supuesto, robar un banco continuaba siendo un delito federal y ése era el único motivo por el que el FBI seguía a cargo de los casos.

– Sí, claro -contestó ella-. ¿En qué puedo ayudarle, detective Bosch? Soy la agente Wish.

Se dieron la mano, pero Wish no hizo ningún gesto hacia la puerta por la que había entrado. De hecho, ésta se había cerrado del todo. Tras dudar un instante, Bosch respondió:

– Bueno… Llevo toda la mañana esperando para poder hablar con usted… Es sobre el robo al banco… Uno de sus casos.

– Sí, eso me ha dicho la recepcionista. Perdone por haberle hecho esperar, pero como no teníamos una cita… Me ha cogido en medio de un asunto muy urgente. Si me hubiera llamado antes…

Bosch asintió con gesto arrepentido, pero la agente seguía sin invitarle a su despacho. «Esto no va bien», pensó.

– ¿Por casualidad no tendría un poco de café? -tanteó.

– Em… Sí, creo que sí. Pero no puedo entretenerme mucho… Estoy trabajando en un caso importante.

«Y quién no», replicó Bosch para sus adentros. Ella usó una tarjeta magnética para abrir la puerta y la aguantó para que pasara él. Una vez dentro lo guió por una pasillo lleno de puertas con sus correspondientes rótulos de plástico. El FBI no era tan aficionado a los acrónimos como el departamento de policía, por lo que los despachos sólo llevaban números: Grupo 1, Grupo 2, etc. Mientras caminaban, Bosch intentaba adivinar la procedencia de la agente. Aunque tenía un acento un poco nasal, decidió que no era de Nueva York, sino de Filadelfia o Nueva Jersey. Desde luego no era del sur de California, por muy morena que estuviera.

– ¿Solo? -preguntó ella.

– Con leche y azúcar, por favor.

La agente se detuvo y entró en una pequeña habitación amueblada a modo de cocina. Había una encimera y armarios, una cafetera con capacidad para cuatro tazas, un microondas y una nevera. A Bosch le recordó los despachos de abogados a los que había acudido a prestar declaración: lugares donde todo era elegante, limpio y caro. La agente le dio un vaso de plástico lleno de café solo y le hizo un gesto para que él mismo se sirviera la leche y el azúcar. Ella no tomó nada. Si aquello era un intento de hacerle sentirse incómodo, había funcionado. Bosch se sintió como un estorbo, no como alguien que trae buenas noticias que pueden contribuir a resolver un caso importante. Después la siguió de nuevo hacia el pasillo y los dos entraron en un despacho donde se alojaba el Grupo 3: la Unidad de Robos a Bancos y Secuestros. La sala era del tamaño de un supermercado. Era la primera vez que Bosch pisaba el despacho de una brigada federal y la comparación con su propia oficina resultaba deprimente. El mobiliario era más nuevo que el de cualquier brigada de la policía de Los Ángeles, tenía moqueta en el suelo y máquina de escribir u ordenador en casi todas las mesas. De las quince mesas dispuestas en tres filas, todas menos una estaban vacías. En la primera de la fila central un hombre con un traje gris sujetaba el auricular de un teléfono y no alzó la vista cuando pasaron Bosch y Wish. De no ser por el zumbido lejano de un escáner situado al fondo de la sala, Bosch hubiera pensado que estaban en la oficina de una inmobiliaria.

Wish cogió la silla de la primera mesa de la izquierda y le indicó a Bosch que agarrara la de al lado. Aquello lo situaba entre ella y Traje Gris. Mientras Bosch depositaba su café sobre la mesa, dedujo que Traje Gris no estaba realmente al teléfono a pesar de que no dejaba de decir «Aja…, aja…» cada cinco segundos. Entonces "Wish abrió un cajón de su mesa, sacó una botella de agua y se sirvió un poco en un vasito de plástico.