A Bosch ya se le había ocurrido, pero carecía de respuesta.
– No lo sé -respondió.
– Y si lo torturaron, como tú dices, ¿por qué dejaron el resguardo para que lo encontraras? ¿Y por qué tenían que robar en la casa de empeños? ¿Sugieres que tu hombre les dijo dónde estaba el brazalete, pero no les quiso dar el resguardo?
Bosch también lo había pensado.
– No lo sé. A lo mejor sabía que no le dejarían vivir, así que sólo les dio la mitad de lo que necesitaban. Se guardó algo, una pista: el recibo de la casa de empeños.
Bosch intentó imaginarse la situación, que ya había empezado a elaborar mientras releía sus notas y los informes que había escrito esa mañana. Decidió que era el momento de jugárselo toda a una carta.
– Yo conocí a Meadows hace veinte años.
– ¿Qué dices? ¿Qué conocías a la víctima? -La agente levantó la voz en tono acusatorio-. ¿Por qué no lo has dicho antes? ¿Y desde cuándo la policía de Los Ángeles permite que sus detectives investiguen las muertes de sus amigos?
– Yo no he dicho que fuera amigo mío; lo conocí hace veinte años. Y no pedí este caso. Me tocó y punto. Fue pura…
No quiso decir «casualidad».
– Todo esto es muy interesante -comentó Wish-. Y muy irregular. Nosotros… no creo que podamos ayudarte. Creo que…
– Mira, lo conocí en el ejército, en Vietnam, ¿vale? Los dos estábamos allí. Él era lo que llamaban una rata de los túneles. ¿Sabes a qué me refiero?… Yo también era una.
Wish no dijo nada; tenía la vista fija en el brazalete. Bosch se había olvidado por completo de Traje Gris.
– Los vietnamitas construían galerías debajo de sus aldeas -explicó Bosch-. Algunos tenían más de cien años e iban de cabaña en cabaña, de aldea en aldea, de jungla en jungla. Había algunos debajo de nuestros propios campamentos… estaban por todas partes. Nuestro trabajo, el de los soldados de los túneles, era meternos en esos agujeros. En Vietnam hubo toda una guerra bajo tierra.
Bosch se dio cuenta de que, aparte de a un psicólogo y un grupo de terapia en la Asociación de Veteranos de Sepúlveda, nunca le había contado a nadie la verdad sobre los túneles y lo que hizo allí.
– Y Meadows era bueno, te lo aseguro. En cierto modo le gustaba, a pesar del horror de tener que entrar en esa oscuridad sin otra protección que una linterna y una pistola del 45. Bajábamos y nos pasábamos horas allí dentro, a veces días. Meadows, bueno, era la única persona que conozco a la que no le daba miedo bajar. Lo que le asustaba era la vida en la superficie.
Wish no dijo nada. Bosch miró de reojo a Traje Gris, que estaba escribiendo algo ilegible en un bloc amarillo. Bosch oyó por la radio cómo alguien decía que tenía que escoltar a dos prisioneros a la cárcel de Metro.
– Así que veinte años más tarde se produce un golpe con túnel incluido y aparece asesinado un experto en túneles. Lo encontramos en una cañería, lo cual es una especie de túnel, y sabemos que poseía un objeto robado en el mismo golpe. -Bosch se metió las manos en los bolsillos en busca de cigarrillos, pero entonces recordó que ella le había dicho que no fumara-. Tenemos que trabajar juntos en este caso, agente. Ahora mismo.
Por su cara supo que no había funcionado. Bosch se acabó la taza de café y, sin mirar a Wish, se preparó para salir. Oyó que Traje Gris volvía a coger el teléfono y marcaba un número. Mientras tanto se quedó absorto en el azúcar que quedaba en su vaso. Odiaba el café dulce.
– Detective Bosch -empezó Wish-. Siento mucho que hayas tenido que esperar tanto esta mañana y siento mucho que tu compañero del ejército, Meadows, haya muerto. Haga o no haga veinte años, te aseguro que comprendo el dolor de tu amigo y el tuyo propio, y todo lo que debisteis de pasar… Pero me temo que no puedo ayudarte en este momento. Tendré que seguir el reglamento y consultarlo con mi superior. Te llamaré lo antes posible; de momento es todo lo que puedo hacer.
Bosch arrojó el vaso a una papelera situada junto a la mesa y se inclinó para recoger la página del boletín y la foto.
– ¿Podría quedármela? -preguntó la agente Wish-. Querría mostrársela a mi superior.
Bosch no se la entregó, sino que se levantó, se dirigió a la mesa de Traje Gris y se la plantó ante sus narices.
– Ya la ha visto -respondió Bosch mientras salía de la oficina.
En su despacho, al subdirector Irvin Irving le castañeteaban los dientes. Estaba nervioso y, en ese estado, la mandíbula le iba a mil por hora. Es por ello que aquel músculo se había convertido en el rasgo más prominente de su cara. Visto de frente, el maxilar de Irving era incluso más ancho que las orejas, que estaban pegadas a su cráneo afeitado y tenían forma de ala. La suma de las orejas y la mandíbula le daba un aspecto extraño e intimidante.
El efecto de conjunto era el de una boca con alas capaz de perforar el mármol con sus mortíferos molares. Para colmo, el propio Irving hacía todo lo posible por perpetuar esa imagen de mastín de vigilancia siempre dispuesto a arrancar un brazo o una pierna de una dentellada. Aquélla era una imagen que le había ayudado a superar el único obstáculo en su carrera como policía de Los Ángeles -su ridículo nombre- y esperaba que contribuyera de forma decisiva a su ansiado ascenso hasta el despacho del director en el sexto piso. Por todas estas razones, Irving dejaba que sus dientes castañetearan, a pesar de que aquella costumbre le costaba unos dos mil dólares en dentistas cada dieciocho meses.
Irving se ajustó la corbata con fuerza y pasó la mano por su calva sudorosa. Alargó el dedo hasta el interfono, pero en lugar de apretar el botón y gritar sus órdenes, esperó la respuesta de su ayudante. Otra de sus pequeñas costumbres.
– ¿Sí, jefe?
Le encantaba oír esas palabras. Con una sonrisa, se inclinó hacia delante hasta que su enorme mandíbula rozó el interfono. Irving desconfiaba de la eficacia de la tecnología, así que se acercó al micrófono y gritó:
– Mary, tráigame el expediente de Harry Bosch. Estará con los de casos abiertos.
Le deletreó el nombre y el apellido.
– Ahora mismo, jefe.
Irving se arrellanó en su silla y esbozó una sonrisa. Sin embargo, no estaba del todo satisfecho. Con gran habilidad se pasó la lengua por la parte posterior de su molar inferior izquierdo, buscando un defecto en la superficie, una pequeña grieta, algo… nada. A continuación sacó un espejito de un cajón y abrió la boca para examinar sus muelas. Luego devolvió el espejito a su sitio, cogió un bloc de notas adhesivas azules y escribió una recordándose que debía pedir hora al dentista. Al cerrar el cajón, le vino a la cabeza la vez que comió una galletita de la suerte mientras cenaba en un restaurante chino con el concejal de Westside. Al morder la galleta se le astilló una muela, pero el Mastín decidió tragarse los restos del diente antes que mostrar su debilidad ante el concejal, cuyo voto de apoyo esperaba necesitar y conseguir algún día. Durante la cena Irving había informado al concejal de que su sobrino, que trabajaba en el departamento de policía, era homosexual. Irving le dijo que estaba haciendo todo lo posible para protegerlo y evitar que se supiera. El departamento era más antihomosexual que una iglesia de Nebraska, y si se corría la voz entre los hombres, le explicó Irving al concejal, el chico podía despedirse de cualquier esperanza de ascenso y prepararse para ser el centro de ataques verbales por parte del resto del departamento. Irving no tenía por qué mencionarlas posibles consecuencias políticas si el hecho se hacía público. Por muy liberal que fuese la gente del Westside, el escándalo no favorecería las aspiraciones del concejal ce acceder a la alcaldía.
Irving estaba rememorando el incidente con una sonrisa en los labios, cuando la oficial Mary Grosso llamó a la puerta y entró en su despacho. En la mano llevaba una carpeta de un dedo de grosor que depositó en la mesa de cristal de Irving, sobre la que no había absolutamente nada, ni siquiera un teléfono.