– Tenía razón, jefe. Estaba entre los casos abiertos.
El subdirector de la División de Asuntos Internos se abalanzó hacia delante y comentó:
– Sí. Creo que no lo archivé porque me olía que volveríamos a toparnos con el detective Bosch. Déjeme ver… creo que fueron Lewis y Clarke.
Abrió la carpeta y leyó unas notas escritas en el dorso de la tapa.
– Sí. Mary, ¿puede llamar a Lewis y Clarke?
– Los he visto con la brigada preparándose para un CDD. No sé qué caso era.
– Pues el Comité de Derechos tendrá que esperar… y no me hable con abreviaciones, Mary. Soy un policía de movimientos lentos y cautelosos. No me gustan los atajos; ya lo irá descubriendo. Venga, dígales a Lewis y Clarke que quiero que pospongan la reunión y se presenten aquí inmediatamente.
Irving tensó los músculos de la mandíbula y los mantuvo como cuerdas de violín, ante lo cual Grosso se escabulló del despacho. Irving se relajó y revisó la carpeta para volver a familiarizarse con Harry Bosch. Leyó su hoja de servicio y repasó su rápido ascenso en el departamento; en ocho años había pasado de patrullero a detective, y de allí hasta la prestigiosa División de Robos y Homicidios. Después venía la caída; el año anterior había sido trasladado de la central de Robos y Homicidios a Homicidios de Hollywood. «Tendrían que haberlo expulsado», se lamentó Irving mientras estudiaba el curriculum de Bosch.
A continuación leyó el informe de un test psicológico que le habían hecho a Bosch el año anterior para determinar si era apto para volver al servicio después de matar a un hombre desarmado. El psicólogo del departamento había escrito:
Debido a sus experiencias militares y policiales, y muy especialmente al citado tiroteo con resultados mortales, el sujeto muestra una baja sensibilización ante la violencia. La menciona constantemente como si ésta fuera una parte aceptada de su vida cotidiana, y lo fuera a ser para el resto de su vida. Es, pues, poco probable que este episodio actúe como barrera psicológica si el sujeto se ve de nuevo sometido a circunstancias en las que deba actuar de forma violenta para protegerse a sí mismo o a los demás. En otras palabras: será capaz de apretar el gatillo. De hecho, en el transcurso de nuestra conversación, no ha dado muestras de sufrir efectos negativos a raíz del tiroteo, a no ser que se juzgue inapropiada su satisfacción por el resultado del incidente (la muerte del sospechoso).
Irving cerró la carpeta y le dio unos golpecitos con su uña perfectamente recortada. Acto seguido recogió un pelo largo y castaño -seguramente de la oficial Mary Grosso- y lo arrojó a la papelera situada junto a la mesa. Harry Bosch era un problema, pensó. Era un buen policía, un buen detective -a decir verdad, y muy a pesar suyo, Irving admiraba su trayectoria en Homicidios, sobre todo su trabajo con asesinos en serie-, pero el subdirector opinaba que, a largo plazo, los de fuera no encajaban en el sistema. Harry Bosch era un intruso y siempre lo sería; no formaba parte de la «familia» del Departamento de Policía de Los Ángeles. Lo peor era que Bosch no sólo había abandonado a la familia, sino que se había mezclado en actividades que podían dañarla a ella y a su imagen. Irving decidió que tendría que actuar de forma rápida y contundente. Dio una vuelta a su silla giratoria y miró por la ventana hacia el edificio del ayuntamiento, al otro lado de Los Ángeles Street. Luego, siguiendo su costumbre, bajó la vista para admirar la fuente de mármol frente al Parker Center, un pequeño monumento dedicado a los agentes caídos en acto de servicio. Eso era familia, pensó. Eso era honor. Mientras apretaba los dientes con fuerza, triunfante, se abrió la puerta.
Los detectives Pierce Lewis y Don Clarke entraron en el despacho, se presentaron y esperaron en silencio. Por su aspecto podían ser hermanos; ambos llevaban el pelo castaño muy corto, tenían el típico cuerpo musculoso y bíceps enormes de quien hace pesas y lucían trajes formales de seda gris; el de Lewis con rayas gris oscuro y el de Clarke con rayas granates. Los dos hombres eran cortos de estatura y anchos de espalda como hechos expresamente para facilitar el levantar las pesas del suelo. Y los dos caminaban con una ligera inclinación hacia delante, como si se estuvieran metiendo en el mar y hendieran las olas con la cara.
– Caballeros -empezó Irving-. Tenemos un problema, un problema de alta prioridad con un policía que ya ha pasado por nuestras manos. Un policía que ustedes dos investigaron con relativo éxito.
Lewis y Clarke se miraron, y Clarke se permitió una sonrisita rápida. Aunque no sabía de quién hablaban, le gustaba perseguir a reincidentes. Eran tan patéticos, los pobres.
– Harry Bosch -anunció Irving. Tras esperar un segundo para que asimilaran el nombre, prosiguió-: Tendrán que hacer una excursión a la División de Hollywood. Quiero abrirle un 1/81 en seguida. El demandante es el Buró Federal de Investigación.
– ¿El FBI? -preguntó Lewis-. ¿Y qué tiene que ver Bosch con ellos?
Después de corregir a Lewis por emplear las siglas, Irving ordenó a los dos detectives que se sentaran. Durante diez minutos, les describió la llamada que había recibido unos momentos antes.
– Los federales dicen que es demasiada casualidad y yo estoy de acuerdo con ellos -concluyó-. Puede que Bosch no esté limpio, así que lo quieren fuera del caso
Meadows. Como mínimo parece ser que intervino para que el sospechoso, un antiguo camarada suyo del ejército, no ingresara en prisión el año pasado. Dicha acción posiblemente le permitió participar en el robo al banco. No sabemos si Bosch estaba enterado o involucrado en el delito, pero vamos a averiguar qué se trae entre manos.
Irving hizo una pausa para subrayar la última frase con uno de sus movimientos de mandíbula. Lewis y Clarke sabían que no era el momento de interrumpirle.
– Este incidente nos da la oportunidad de hacer lo que no logramos antes: eliminar a Bosch -sentenció Irving-. Quiero que me mantengan informado directamente. Ah, y pasen copia de sus informes al superior de Bosch, un tal teniente Pounds. A mí me darán más que eso; quiero que me telefoneen dos veces al día, mañana y tarde. Quiero estar al corriente de todo.
– Muy bien -le dijo Lewis al tiempo que se ponía en pie.
– Apunten alto, caballeros, pero sean cuidadosos -les aconsejó Irving-. Y, aunque el detective Bosch ya no es el personaje que era, no lo dejen escapar.
La turbación que Bosch sintió tras haber sido expulsado sin miramientos por la agente Wish se convirtió en rabia y frustración. Notaba una angustia física en el pecho que pugnaba por subir, mientras él bajaba en el ascensor. Estaba solo y, cuando oyó el busca, lo dejó sonar los quince segundos que dura el pitido. En ese momento se tragó la rabia y la transformó en pura determinación. Al salir del ascensor consultó la pantallita para ver quién le había llamado; el prefijo era de la zona del valle de San Fernando, 818, pero el número no le sonaba. Inmediatamente se dirigió a una serie de teléfonos públicos situados en el patio frente al edificio federal y marcó el número. «Noventa centavos», le informó una voz electrónica. Por suerte tenía cambio; echó las monedas por la ranura y, casi al instante, contestó Jerry Edgar.
– Harry -empezó Edgar sin decir «hola»-. Todavía estoy en la Asociación de Veteranos y me están mareando. No tienen el expediente de Meadows. Primero me han dicho que tenía que ir a través de Washington o conseguir una orden judicial. Yo les he contestado que sé que tienen un expediente por todo eso que tú me habías contado. Les he dicho: «Mirad, si me obligáis a pedir una orden, ¿podéis aseguraros al menos de qué está el maldito expediente?» O sea, que han empezado a buscarlo y al final han salido y me han dicho que sí, que había uno pero que ya no está. Adivina quién se lo llevó con una orden el año pasado.