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Wish tomó un sorbito de agua, mientras decidía si continuaba o no. Al final lo hizo.

– Hieronymus Bosch… La única cosa que te dio tu madre fue el nombre de un pintor que murió hace quinientos años. Aunque me imagino que, en comparación con las cosas que has visto, las extravagancias que pintó parecerán Disneylandia. Tu madre estaba sola y no podía mantenerte. Creciste con distintas familias adoptivas, en orfanatos de todo tipo… Sobreviviste a eso, sobreviviste a Vietnam y has sobrevivido al departamento de policía, al menos por ahora. Pero tú eras alguien de fuera en un círculo muy cerrado. A pesar de que llegaste a Robos y Homicidios y trabajaste en casos conocidos, seguías siendo un intruso que actuaba a su manera. Y al final te echaron.

Wish vació su vaso, probablemente con el fin de liarle a Bosch la ocasión de detenerla, cosa que él no hizo.

– Sólo fue necesario un error por tu parte -prosiguió ella-. El año pasado mataste a un hombre. A un asesino, pero eso no importa. Según los informes, creíste que él había metido la mano debajo de la almohada para sacar una pistola, cuando resultó que iba a sacar su peluquín. Es casi ridículo, pero Asuntos Internos encontró una testigo que declaró que tú sabías que el sospechoso guardaba su peluquín debajo de la almohada. Siendo una prostituta, su credibilidad se cuestionó. No fue suficiente para ponerte de patitas en la calle, pero te costó el cargo. Ahora trabajas en Hollywood, el lugar al que la mayoría de gente en el departamento llama «la cloaca».

La agente había terminado su discurso. Bosch no dijo nada, por lo que hubo un largo silencio. La camarera pasó por delante de la mesa, pero en seguida vio que no estaban para charlas.

– Cuando vuelvas a la oficina -empezó Bosch-, dile a Rourke que haga una llamada más. El me sacó del caso, así que puede volverme a meter.

– No puedo. No querrá.

– Sí que querrá, y dile que tiene hasta mañana para hacerlo.

– ¿O qué? ¿Qué vas a hacer? Seamos realistas. Con tu reputación, mañana ya te habrán suspendido. En cuanto Pounds terminó de hablar con Rourke seguro que llamó a Asuntos Internos, si es que no lo hizo el propio Rourke.

– No importa. Si mañana por la mañana no habéis dicho algo, avisa a Rourke de que el Times publicará un artículo explicando cómo un sospechoso de un importante golpe, sujeto a vigilancia del FBI, fue asesinado ante las narices del Buró llevándose consigo las respuestas del famoso robo al WestLand National. Puede que todos los datos no sean exactos, pero no estarán muy lejos de la verdad. Lo importante es que la gente querrá leerlo y que la noticia llegará hasta Washington. No sólo será una situación embarazosa, sino un aviso para quienquiera que se cargó a Meadows. Nunca los encontrarán y Rourke pasará a ser conocido como el hombre que dejó escapar a los ladrones del WestLand.

La agente miró a Bosch y sacudió la cabeza como si estuviera por encima de todo aquel desastre.

– No me toca a mí decidir. Tendré que volver y explicárselo a él, aunque yo en su lugar no me tragaría semejante farol. Y eso es lo que pienso decirle.

– No es un farol. Tú me has investigado y sabes que iré a los medios, que ellos me escucharán y les encantará. Sé lista y dile que no es ningún farol. Yo no tengo nada que perder y él tampoco pierde nada por meterme otra vez en el caso.

Bosch hizo ademán de marcharse, pero se detuvo para dejar un par de dólares en la mesa.

– Tenéis mi ficha, así que ya sabéis dónde podéis encontrarme.

– Sí-replicó ella, y añadió-: ¡Eh, Bosch! El se volvió a mirarla.

– ¿Dijo la verdad la prostituta? ¿Sobre la almohada? -¿Acaso no la dicen siempre?

Bosch aparcó detrás de la comisaría de Wilcox Avenue y siguió fumando hasta llegar a la entrada trasera. Después de apagar la colilla en el suelo, entró, dejando atrás el olor a vómito que se colaba por las ventanas enrejadas de los calabozos. Jerry Edgar lo esperaba con impaciencia en el pasillo.

– Harry, Noventa y ocho quiere vernos.

– ¿Para qué?

– No lo sé, pero cada diez minutos saca la cabeza de la pecera y pregunta por ti. Llevas el busca y el móvil desconectados. Ah, y hace un rato han entrado en su despacho un par de tíos de Asuntos Internos.

Bosch asintió, evitando cualquier explicación.

– ¿Qué pasa, tío? -explotó Edgar-. Si tenemos un problema, quiero saberlo antes de hablar con ellos. Tú ya tienes experiencia con esta mierda, pero yo no.

– No sé muy bien qué pasa. Creo que nos van a echar del caso. Al menos a mí -respondió Bosch en tono sosegado.

– Harry, los de Asuntos Internos no vienen por esas cosas. Algo está pasando y, sea lo que sea, espero que no me hayas jodido a mí también.

Edgar en seguida se arrepintió del comentario.

– Perdona, Harry. No lo decía con mala idea.

– Tranquilo. Vamos a ver qué quiere el jefe.

Bosch se dirigió a la oficina de la brigada de detectives. Edgar dijo que él pasaría por el puesto de guardia y entraría por el pasillo de delante para que no pareciera que se habían puesto de acuerdo.

En cuanto Bosch llegó a su mesa, se fijó en que la carpeta azul del caso Meadows había desaparecido. También se percató de que la persona que se lo había llevado se había dejado la cinta con la llamada al número de emergencias. Bosch cogió la cinta y se la metió en el bolsillo, justo cuando la voz de Noventa y ocho empezaba a retumbar por toda la sala. Desde su despacho acristalado, el jefe gritó una sola palabra: «¡¡¡Bosch!!!» Los otros detectives se volvieron hacia Harry, que se levantó lentamente y caminó hacia «la pecera», tal como llamaban al despacho de Noventa y ocho, el teniente Harvey Pounds. A través del cristal se veían las espaldas trajeadas de dos hombres que esperaban sentados. Bosch los reconoció inmediatamente; eran los dos detectives de Asuntos Internos que habían llevado el caso del Maquillados Lewis y Clarke.

Edgar entró en la oficina por la puerta principal, justo cuando Bosch pasaba por delante, así que ambos entraron juntos en «la pecera». Pounds les dirigió una mirada inexpresiva, y los dos hombres de Asuntos Internos ni se inmutaron.

– Primero, nada de fumar, ¿de acuerdo, Bosch? -le dijo Pounds-. Esta mañana la oficina apestaba a tabaco. Ni siquiera voy a preguntar si fuiste tú.

Según las normas municipales y del departamento estaba prohibido fumar en todas las oficinas compartidas, como las de las brigadas. En los despachos se podía fumar, pero sólo si el ocupante daba su permiso. Pounds era de los que había dejado de fumar y no toleraba el tabaco. En cambio, la mayoría de los treinta y dos detectives a sus órdenes fumaban como carreteros y aprovechaban las ausencias de Pounds para fumarse un pitillo rápido en su despacho. Siempre era mejor que salir al aparcamiento donde podían perderse llamadas de teléfono y tenían que soportar el olor a meado y vómito de las celdas para borrachos. Pounds había empezado a cerrar con llave, incluso cuando salía un momento a ver al comandante, al fondo del pasillo. No obstante, cualquiera podía forzar la puerta con un abrecartas en menos de tres segundos, por lo que el teniente continuamente se encontraba su despacho lleno de humo. En aquella habitación de tres metros por tres había nada menos que dos ventiladores y un ambientador en la mesa. Noventa y ocho estaba convencido de que Bosch era el principal culpable, ya que desde su llegada las invasiones habían aumentado considerablemente. Y lo cierto es que tenía toda la razón, aunque hasta entonces nunca lo había cogido con las manos en la masa.

– ¿Para eso me has llamado? -preguntó Bosch-. ¿Para reñirme por fumar en la oficina?

– Siéntate -le cortó Pounds.