– Quédate ahí y no te muevas, cono. ¿Crees que voy a sacarte de aquí? Tú nos has costado entre cinco y seis millones de dólares, que Tran tenía en esa caja. Debía de haber más o menos eso, aunque ahora nunca lo sabré. Has jodido el golpe perfecto, así que lo tienes crudo, tío.
Bosch bajó la cabeza hasta tocar el pecho con la barbilla. Los ojos se le quedaban en blanco. Quería dormir, pero luchaba por evitarlo. Al final soltó un gruñido.
– Tú eras la única cosa dejada al azar en todo el plan. ¿Y qué ocurre? Pues que en la única ocasión en que puede pasar algo, va y pasa. Eres la puta ley de Murphy personificada, tío.
Tras un esfuerzo gigantesco, Bosch logró alzar la vista hacia Rourke. Después dejó caer su brazo bueno. Ya no tenía fuerza para mantenerlo sobre la herida del hombro.
– ¿Qué? -consiguió decir-. ¿Qué… qué… quieres decir?… ¿Azar?
– Quiero decir casualidad. Que te llamaran a ti para el caso de Meadows. Eso no formaba parte del plan, Bosch. ¡Es increíble! Me pregunto cuantas probabilidades hay de que eso ocurra. Quiero decir, que metemos a Meadows en una tubería en la que sabemos que había dormido. Esperamos que no lo encuentren hasta al cabo de un par de días y luego tarden dos o tres días más en identificarlo a partir de las huellas dactilares. Mientras tanto, se decantarán a favor de muerte por sobredosis. Al fin y al cabo el tío está clasificado como yonqui, ¿no?
Rourke hizo una pausa.
– ¿Pero qué pasa? Un niñato encuentra el cuerpo en menos que canta un gallo -se lamentó en tono de víctima-, y ¿a quién llaman? A un cabrón de mierda que conocía al fiambre y lo identifica en dos segundos. A un amiguete de los putos túneles de Vietnam. Ni yo mismo me lo puedo creer -continuó Rourke-. Lo jodiste todo, Bosch. Incluso tu mierda de vida… Qué, ¿me sigues?
Bosch notó que levantaba la cabeza, empujado por el cañón del arma de Rourke.
– ¿Me sigues? -repitió Rourke. A continuación asestó un golpe con la M-16 en el hombro derecho de Bosch, lo cual le produjo una descarga eléctrica que le recorrió todo el brazo, bajó por el cuerpo y le llegó directamente hasta los testículos. Bosch gimió y abrió la boca en busca de aire, al tiempo que alargaba la mano para intentar alcanzar la pistola. No fue suficiente; tan sólo consiguió aire. Bosch se tragó su propio vómito y notó el sudor que le empapaba el pelo.
– No tienes muy buen aspecto, amigo -se burló Rourke-. Quizá no tenga que hacer esto después de todo. Puede que el primer disparo de Delgado, sea suficiente.
El dolor había resucitado a Bosch, manteniéndolo despierto y alerta aunque sólo fuera temporalmente. De hecho, ya comenzaba a perder fuerzas. Rourke seguía inclinado sobre Bosch, y cuando éste alzó la vista, vio unas telas que le colgaban del pecho y el cinturón de su mono negro. Eran bolsillos; Rourke llevaba el mono al revés.
En el cerebro de Bosch se encendió una luz. Recordó que Tiburón le había dicho que el hombre que metió el cadáver en la tubería llevaba una especie de delantal de herramientas. Ese era Rourke. Aquella noche también llevaba el mono al revés, porque en la espalda ponía FBI y no quería que se viera. En ese momento la información era totalmente inútil, pero a Bosch le gustó encajarla en el rompecabezas.
– ¿De qué te ríes, hombre muerto? -le preguntó Rourke.
– Vete a la mierda.
Rourke levantó la pierna para pegarle una patada en el hombro, pero esa vez Bosch estaba preparado. Cogió el tacón de Rourke con la mano izquierda y tiró de él con fuerza. Su otro pie resbaló en el lecho de algas y cayó de espaldas salpicando por todas partes. Sin embargo Rourke no soltó el arma, tal como Bosch esperaba. No pasó nada; eso fue todo. Bosch llegó a agarrar la M-16, pero Rourke le separó los dedos del cañón y lo empujó contra la pared. Bosch se inclinó hacia un lado y vomitó en el agua, mientras notaba que un poco más de sangre brotaba de su herida y le recorría el brazo. Había jugado su última carta. Ya no le quedaban más.
Rourke se levantó del agua, se acercó y apoyó el cañón de la M-16 en la frente del Bosch.
– ¿Sabes? Meadows solía hablarme del eco negro. De toda esa mierda. Pues aquí estás. Esto es el final, Harry.
– ¿Por qué murió? -susurró Bosch-. Meadows. ¿Por qué?
Rourke retrocedió y miró en ambas direcciones del túnel antes de hablar.
– Ya sabes por qué. Fue un inútil allí y aquí. Por eso murió. -Rourke parecía estar repasando una escena en su memoria y sacudió la cabeza disgustado-. Todo hubiera sido perfecto de no ser por él. Se quedó el brazalete. Los jodidos delfines de jade incrustados en oro.
Rourke tenía la mirada perdida en la oscuridad del túnel y una expresión nostálgica en el rostro.
– Eso fue lo único que falló -comentó Rourke-. El éxito del plan dependía de una completa obediencia. El idiota de Meadows… no obedeció.
Rourke sacudió la cabeza, todavía furioso con el hombre muerto, y se quedó callado. Fue en ese preciso instante cuando a Bosch le pareció oír el ruido de pasos en la distancia. No estaba seguro de si eran reales o si los había imaginado. Bosch chapoteó un poco con el pie izquierdo. No lo suficiente para que Rourke apretara el gatillo, pero sí para cubrir el ruido de pisadas. Si es que no lo había soñado.
– Se quedó el brazalete -resumió Bosch-. ¿Nada más?
– Eso fue suficiente -protestó Rourke, enfadado-. No podía aparecer nada. ¿No lo ves? Ésa era la gracia del asunto. Nos íbamos a desembarazar de todo excepto los diamantes, que guardaríamos hasta terminar los dos robos. Pero el muy idiota no pudo esperar a acabar el segundo trabajo. Se agenció ese brazalete barato y lo empeñó para comprar droga. -Rourke hizo una pausa-. Yo lo vi en los informes de objetos empeñados. Sí, después del robo del WestLand, fuimos al departamento de policía y les pedimos que nos enviaran sus listas mensuales de objetos empeñados, así que nos empezaron a llegar al Buró. Por suerte yo vi el brazalete y vuestros tíos de empeños, no. Es lógico; ellos tienen que buscar miles de objetos. Yo sólo buscaba uno, porque sabía que alguien se lo había quedado. La gente denunció muchas cosas robadas de la primera cámara que no estaban entre la mierda que nos llevamos. Para estafar a la empresa de seguros. Pero yo sabía que el brazalete de delfines era de verdad. Esa pobre vieja que lloraba, la historia de su marido y toda esa mierda del valor sentimental. Como la entrevisté yo mismo, supe que no mentía. Así descubrí que uno de mis hombres se había guardado el brazalete.
«Que siga hablando -pensó Bosch-. Si él sigue hablando, tú saldrás andando. Saldrás de aquí, de aquí… alguien se acerca… el brazo me duele…» Su delirio le hizo reír y volvió a vomitar. Entretanto, Rourke continuaba con la historia.
– La verdad es que me la jugué con Meadows desde el principio. Cuando estás enganchado al caballo… ya se sabe. En cuanto apareció el brazalete fui a verlo el primero.
Rourke se quedó en silencio y Bosch hizo más ruido con las piernas. Ahora era el agua la que le parecía caliente y fría la sangre que le empapaba el costado.
– ¿Sabes qué? -preguntó Rourke finalmente-. La verdad es que no sé si besarte o matarte, Bosch. Nos has costado millones, pero mi parte del botín ha aumentado mucho ahora que tres de mis hombres están muertos. Probablemente al final quedará compensado.
Bosch no creía que pudiera permanecer consciente mucho tiempo. Se sentía cansado, impotente y resignado. Aquella actitud despierta causada por el dolor se había evaporado. Incluso cuando logró levantar la mano y golpearse el hombro herido, ya no sintió dolor y no hubo manera de recuperarlo. Bosch se quedó contemplando el agua que fluía lentamente por entre sus piernas. Le parecía tan caliente y él tenía tanto frío… Por una parte quería acostarse y taparse con ella como con una manta, dormir en su lecho; pero por otra, una voz le decía que aguantara. Bosch recordó a Clarke agarrándose la garganta; toda aquella sangre. Miró al haz de luz que sostenía Rourke y volvió a intentarlo una vez más.