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– ¿Por qué tanto tiempo? -preguntó con un susurro-. Todos esos años. Tran y Binh. ¿Por qué ahora?

– Por nada en especial, Bosch. A veces se dan las circunstancias adecuadas, como ese cometa que pasa cada setenta y dos años o lo que sea. El cometa Halley. A veces coinciden las cosas. Yo les ayudé a entrar los diamantes en el país; se lo preparé todo. Me pagaron bien y no volví a pensar en ello. Pero un día la semilla que planté hace tantos años salió a la superficie. Estaba ahí, a nuestro alcance, y la cogimos. Bueno, ¡la cogí yo! Y por eso ha sido ahora.

Rourke esbozó una sonrisa de satisfacción, mientras bajaba la boca de la pistola y la colocaba en punto frente a la cara de Bosch. El sólo podía mirar.

– Se me ha acabado el tiempo, Bosch, y a ti también.

Rourke agarró la pistola con las dos manos y separó los pies para alinearlos con los hombros. Por su parte, Bosch cerró los ojos en el momento final y limpió su mente de cualquier otro pensamiento que no fuera el agua. Caliente, como una manta.

Bosch oyó dos disparos, que resonaron como truenos en el túnel de cemento. Pugnando por abrir los ojos, vio a Rourke apoyado contra la pared enfrente de él, con las manos en el aire. En una sostenía la M-16 y en la otra, la linterna de bolsillo. La ametralladora se cayó y restalló contra el suelo del túnel, mientras que la linterna quedó flotando con la bombilla todavía encendida. La luz que proyectaba creaba unas sombras ondulantes en las paredes y el techo, mientras se deslizaba suavemente movida por la corriente.

Rourke no dijo ni una sola palabra. Se desmoronó lentamente mientras miraba a la derecha -de donde parecían provenir los tiros- y dejaba un reguero de sangre en la pared. Bajo la luz cada vez más escasa del túnel, Harry detectó una expresión de sorpresa y luego una mirada de resolución. Finalmente acabó sentado como Bosch, con el agua circulando por entre las piernas y unos ojos muertos que ya no veían nada.

En ese instante a Bosch se le nubló la vista. Quiso hacer una pregunta, pero no encontró las palabras. A continuación otra luz iluminó el túnel y Bosch creyó oír una voz, la voz de una mujer, diciéndole que no se preocupara. Le pareció ver la cara de Eleanor Wish, enfocándose y desenfocándose, hasta que se hundió en la más completa oscuridad.

OCTAVA PARTE

Domingo, 27 de mayo

Bosch soñó con la jungla. Estaba Meadows, así como el resto de soldados de su álbum de fotos. Los muchachos se habían congregado alrededor de un agujero en una trinchera cubierta de hojas. Sobre el dosel que formaba la vegetación, caía una neblina gris. El ambiente todavía era tranquilo y cálido. Mientras Bosch sacaba fotos de las otras «ratas» con su cámara, Meadows anunció que iba a meterse en el túnel. Pasar del azul al negro. Miró a Bosch a través de la cámara y le dijo:

– Recuerda la promesa, Hieronymus.

Antes de que pudiera aconsejarle que no bajara, Meadows saltó por el agujero y se esfumó. Bosch se precipitó hacia el borde, pero no vio nada; sólo la oscuridad, negra como la pez. De repente comenzaron a perfilarse rostros que tan pronto aparecían como desaparecían: Meadows, Rourke, Lewis, Clarke… Detrás de él, oyó una voz conocida, a la que, sin embargo, no logró poner una cara.

– Harry, venga, tío. Tengo que hablar contigo.

Bosch notó un dolor intenso en el hombro que se extendía hasta el codo y el cuello. Alguien le estaba dando unos golpecitos suaves en la mano, por lo que Bosch abrió los ojos. Era Jerry Edgar.

– Así, muy bien -dijo Edgar-. No tengo mucho tiempo. El tío de la puerta dice que llegarán en cualquier momento y además está a punto de terminar su turno de guardia. Quería hablar contigo antes de que lo hicieran los mandamases. Habría venido ayer, pero este lugar estaba infestado de burócratas. Y me dijeron que estuviste inconsciente casi todo el día. Delirando.

Bosch simplemente lo miró.

– En estos casos -prosiguió Edgar-, siempre he oído que es mejor decir que no recuerdas nada. Déjales que pongan lo que quieran. Si te han disparado no pueden decir que mientes. La mente desconecta cuando el cuerpo recibe una herida traumática. Lo he leído en algún sitio.

Para entonces Bosch había comprendido que se hallaba en la sala de un hospital y comenzó a mirar a su alrededor. Vio cinco o seis jarrones de flores y notó un olor dulzón; empalagoso y desagradable. También se dio cuenta de que estaba amarrado a la cama con unas correas en el pecho y la cintura.

– Estás en el Martin Luther King, Harry. Los médicos dicen que te pondrás bien, aunque todavía tienen que curarte el brazo. -Edgar bajó la voz-: Yo me he colado. Me parece que las enfermeras tienen un cambio de turno. Hay un poli en la puerta, de la patrulla de Wilshire. Me ha dejado entrar porque quiere vender su casa y sabe que yo me dedico a eso. Le he prometido que lo haría por un dos por ciento si me dejaba entrar cinco minutos.

Bosch todavía no había hablado, ya que no estaba seguro de poder hacerlo. Se sentía como si flotara en una nube de aire y le costaba concentrarse en las palabras de Edgar. ¿Qué era todo aquello de un dos por ciento? ¿Y por qué estaba en el centro sanitario Martin Luther King, cerca de Watts? El último lugar que recordaba era Beverly Hills. En el túnel. El hospital de la Universidad de California o el Cedars Sinai habrían quedado mucho más cerca.

– Bueno -continuó Edgar-, como te decía, estoy intentando explicarte todo lo que pueda antes de que lleguen los burócratas e intenten joderte. Rourke ha muerto. Lewis ha muerto. Clarke está mal, enchufado a la máquina, y según dicen lo están manteniendo vivo para aprovechar los órganos. En cuanto encuentren a la gente que los necesita, lo desenchufarán. ¿Te imaginas acabar con el corazón, el ojo o cualquier cosa de ese imbécil? Bueno, como te decía, tú te recuperarás. De todos modos, con ese brazo, podrás jubilarte tranquilamente y cobrar un ochenta por ciento de la paga. «Herido en cumplimiento del deber.» Tienes el futuro asegurado.

Edgar sonrió a Bosch, que lo miró sin decir nada. Harry tenía la garganta seca y, cuando habló, su voz sonó cascada.

– ¿Martin Luther King?

Le salió un poco flojo, pero bien. Edgar le sirvió un vaso de agua de una jarra que había en la mesita de noche y se la pasó. Cuando Bosch se aflojó las correas y se incorporó para beber, le invadió una sensación de náusea. Edgar no lo notó.

– Esto es un club de tiro, tío. Aquí es donde traen a los pandilleros después de los tiroteos. Es el mejor sitio para una herida de bala. Nada de esos doctores pijos de la Universidad de California; aquí entrenan a médicos del ejército para que atiendan a bajas de guerra. Te trajeron en un helicóptero.

– ¿Qué hora es?

– Las siete y unos minutos, domingo por la mañana. Has perdido un día.

Entonces Bosch recordó a Eleanor. ¿Fue ella la que apareció en el túnel al final? ¿Qué había pasado? Edgar le leyó el pensamiento, algo que todo el mundo parecía hacer últimamente.

– Tu compañera está bien. Tú y ella sois héroes, tío.

Héroes. Bosch pensó en ello. Al cabo de unos segundos, Edgar añadió:

– Tengo que largarme. Si se enteran de que he hablado antes contigo, me mandarán a Newton.

Bosch asintió. A la mayoría de policías no les importaría trabajar en la División de Newton, ya que nunca había escasez de movimiento. Pero no a Jerry Edgar, agente inmobiliario.

– ¿Quién viene?

– Los de siempre, supongo. Asuntos Internos, el equipo de Agentes Implicados en Tiroteos, el FBI, el departamento de Beverly Hills… Creo que todo el mundo se pregunta qué cono pasó ahí abajo y sólo os tienen a ti y a Wish para explicárselo. Seguramente quieren comparar vuestras versiones de los hechos. Por eso te aconsejo que les digas que no recuerdas una mierda. Te han disparado, tío. Eres un agente herido en cumplimiento del deber. Estás en tu derecho de no recordar lo que pasó.