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– ¿Tú sabes lo que pasó?

– El departamento no ha dicho ni mu; ni siquiera corren rumores. En cuanto me enteré de lo que había ocurrido, me fui para allá, pero me topé con Pounds y me echó. El muy cabrón no me contó nada. Lo único que sé es por la prensa: la típica mierda de siempre. Ayer por la noche la tele no tenía ni puta idea y el Times de esta mañana tampoco dice mucho. Parece que el departamento y el FBI se han aliado para glorificaros a todos.

– ¿A todos?

– Sí. A Rourke, a Lewis, a Clarke… Según ellos, todos cayeron en acto de servicio.

– ¿Wish ha dicho eso?

– No, ella no entra. Quiero decir, que no la han citado. Supongo que la están manteniendo en secreto hasta que termine la investigación.

– ¿Cuál es la versión oficial?

– Según el Times, el departamento dice que Lewis, Clarke y tú formabais parte del equipo de vigilancia del FBI. Yo sé que es mentira porque tú nunca dejarías que esos payasos participaran en una de tus operaciones. Además, son de Asuntos Internos. Creo que el Times sospecha que hay gato encerrado. Ese tal Bremmer me llamó el otro día para preguntarme lo que sabía, pero no le dije nada. Si mi nombre sale en el periódico me enviarán a un lugar peor que Newton, si es que existe.

– Sí -dijo Bosch. Apartó la mirada de su antiguo compañero. Se había deprimido, lo cual parecía aumentar el dolor que sentía en el brazo.

– Mira, Harry -dijo Edgar al cabo de medio minuto-. Más vale que me vaya. No sé cuando vendrán, pero lo harán. Tío, cuídate y hazme caso: amnesia. Te coges tu ochenta por ciento de baja y que se jodan.

Edgar hizo un gesto conminándole a pensárselo bien y Bosch asintió distraídamente. Cuando Edgar se fue, Harry vio un oficial de uniforme sentado en una silla fuera, al lado de la puerta.

Al cabo de un rato, Bosch cogió el teléfono que estaba junto a su cama. No consiguió línea, así que apretó el botón para llamar a la enfermera. Esta apareció unos minutos más tarde y le informó de que el Departamento de Policía había dejado órdenes de mantenerlo desconectado. Cuando pidió un periódico, ella negó con la cabeza. Lo mismo.

Bosch se desanimó aún más. Sabía que tanto la policía como el FBI se enfrentaban a enormes problemas de imagen por lo que había ocurrido pero no comprendía cómo pretendían ocultarlo. Había demasiadas agencias involucradas, demasiadas personas. Les resultaría imposible mantener el secreto. ¿Serían tan idiotas como para intentarlo?

Bosch se desabrochó la correa que le rodeaba el pecho e intentó incorporarse por completo, pero se mareó y su brazo le pidió a gritos que lo dejara en paz. Al sentir náuseas de nuevo, alargó la mano para coger un recipiente de acero inoxidable de debajo de la mesilla de noche. Aunque las ganas de vomitar se le pasaron, aquella sensación le recordó su conversación con Rourke de la mañana anterior. Comenzó a encajar los retazos de nueva información con lo que ya sabía. Entonces se preguntó si habrían encontrado los diamantes -el botín del robo al WestLand- y dónde. Por mucho que admirara la organización del golpe, no podía admirar a su máximo artífice: Rourke.

Bosch sintió que la fatiga le invadía como una nube que tapa el sol. Recostó su cabeza contra la almohada. Y la última cosa en que pensó antes de dormirse fue el comentario que Rourke le había hecho en el túnel sobre su parte del botín. Según él, ésta había aumentado gracias a la muerte de Meadows, Franklin y Delgado. Fue entonces, al deslizarse por el agujero de la jungla en el que se había metido antes Meadows, cuando comprendió lo que implicaban las palabras de Rourke.

El hombre sentado en la silla de las visitas llevaba un traje a rayas de ochocientos dólares, gemelos de oro y un anillo de ónix rosa en el dedo meñique. Pero no era un disfraz.

– Asuntos Internos, ¿no? -le dijo Bosch con un bostezo-. Me despierto de un sueño y entro en una pesadilla.

El hombre se sobresaltó. No había visto a Bosch abrir los ojos. Se levantó y se marchó sin decir una palabra. Bosch volvió a bostezar y buscó un reloj. No había ninguno. Se aflojó la correa del pecho e intentó sentarse. Esta vez se sintió mucho mejor. No se mareó ni le entraron ganas de vomitar. Miró los ramos de flores que adornaban la repisa de la ventana y la cómoda, y pensó que habían aumentado mientras dormía. Se preguntó si algunas serían de Eleanor. ¿Habría venido a verlo? Seguramente no se lo habrían permitido.

Al cabo de un minuto, Traje a rayas volvió a entrar armado con una grabadora y al frente de una procesión que incluía otros cuatro hombres trajeados. Uno era el teniente Bill Haley, jefe de la Brigada de Agentes Implicados en Tiroteos de la policía de Los Ángeles, y otro el subdirector Irvin Irving, jefe de Asuntos Internos. Bosch dedujo que los otros dos serían miembros del FBI.

– Si hubiera sabido que tenía a tantos trajes esperándome habría puesto el despertador -dijo Bosch-, aunque no me han dado ninguno, ni un teléfono que funcione, ni un periódico.

– Bosch, ya sabe quién soy -afirmó Irving y señaló a los demás-: Y también conoce a Haley. Este es el agente Stone y éste es el agente Folsom, del FBI.

Irving miró a Traje a rayas e indicó la mesilla de noche con la cabeza. El hombre dio un paso adelante, puso la grabadora en la mesa, un dedo sobre el botón y se volvió hacia Irving. Bosch lo miró y preguntó:

– ¿Tú no te mereces que te presenten?

Traje a rayas le hizo caso omiso, al igual que todos los demás.

– Bosch, quiero hacer esto rápido, obviando su sentido del humor -dijo Irving. Movió los enormes músculos de su mandíbula, haciendo un gesto a Traje a rayas para que encendiera la grabadora. Irving pronunció secamente la fecha, el día y la hora. Eran las 11.30 de la mañana. Bosch sólo había dormido un par de horas, pero se sentía mucho más fuerte que cuando Edgar había venido a verlo.

Irving mencionó los nombres de las personas presentes en la habitación. De esta manera Traje a rayas pasó a tener nombre propio: Clifford Galvin Júnior, igual que uno de los subdirectores del departamento -excepto el «Júnior»-. Clifford estaba siendo mimado, pensó Bosch. Una carrera meteórica, bajo la tutela de Irving.

– Empecemos por el principio -dijo Irving-. Detective Bosch, quiero que nos cuente todo lo que sepa sobre este asunto desde el momento en que usted entró en escena.

– ¿Tiene un par de días?

Irving caminó hacia la grabadora y pulsó el botón de pausa.

– Bosch -dijo-, todos sabemos lo listo que es usted, pero no estamos dispuestos a aguantar sus salidas de tono. Esta es la última vez que paro la cinta. Si lo vuelve a hacer, el martes por la mañana habré acristalado su placa. Y eso porque mañana es fiesta. Y olvídese de su pensión de invalidez. Me encargaré personalmente de que reciba un ochenta por ciento de nada.

Irving se refería a la normativa del departamento que prohibía que un policía retirado se quedara con su placa. A los jefes y al ayuntamiento no les gustaba la idea de que viejos policías se pasearan por la ciudad mostrando credenciales falsas. Estafas, comidas gratis…; era un escándalo que podía olerse a kilómetros. Así que si querías llevarte tu placa podías; magníficamente envuelta en cristal tallado, con un reloj decorativo. Era un bloque de unos treinta centímetros de ancho; demasiado grande para que cupiera en el bolsillo.

A una señal de Irving, Galvin volvió a oprimir el botón, Bosch lo contó todo tal y cómo había ocurrido, deteniéndose tan sólo cuando Galvin Júnior tuvo que darle la vuelta a la cinta. Los burócratas le preguntaron alguna cosa, pero prefirieron dejarle hablar. Irving quiso saber lo que Bosch había arrojado al agua en el muelle de Malibú. Bosch casi ni se acordaba. Nadie tomó notas, sólo le observaron mientras hablaba. Finalmente terminó la historia una hora y media después de empezar. Irving miró a Júnior e hizo un gesto con la cabeza; Júnior paró la cinta.