Luis y que dejó en el coche cuando salió corriendo hacia la cámara acorazada. En ese momento cayó en la cuenta de que tampoco conocía el paradero de su coche.
El expediente militar no le proporcionó ninguna pista nueva. Mientras hojeaba unos documentos sueltos del fondo del archivo, las luces se encendieron y un viejo policía llamado Pederson entró en la oficina con un informe en la mano, en dirección a la máquina de escribir. Al oler los cigarrillos y el café, Pederson miró a su alrededor hasta que sus ojos se posaron en el detective del cabestrillo.
– Harry, ¿qué tal? Qué pronto te han soltado. Por aquí decían que te habían jodido de verdad.
– Nada, un rasguño, Peds. Son peores los arañazos de los travestis que tú arrestas los sábados por la noche. Al menos con una bala no tienes que preocuparte de la mierda del sida.
– Dímelo a mí. -Pederson se masajeó instintivamente el cuello donde aún eran visibles las señales que le había dejado aquel travestí infectado con el virus. El viejo policía las había pasado canutas soportando una prueba cada tres meses durante dos años, pero al final descubrió que no se había contagiado. Era una historia legendaria en la división y probablemente la única razón por la que la media de ocupación de las celdas de travestis y prostitutas de la comisaría había bajado a la mitad. Nadie quería arrestarlos, a no ser que fuera por asesinato.
– Bueno -prosiguió Pederson-, siento mucho que todo saliera tan mal, Harry. Me han dicho que el segundo policía pasó a código 7 hace un rato. Dos policías y un «fede» muertos en un tiroteo. Y eso sin contar tu brazo. Seguramente es una especie de récord en esta ciudad. ¿Te importa si me tomo una taza?
Bosch señaló la cafetera. No sabía que Clarke había muerto. Código 7; estaba fuera de servicio, pero para siempre. Bosch aún no había logrado sentir lástima por la pareja de Asuntos Internos. Aquello le entristecía, ya que le hizo pensar que su corazón se había endurecido totalmente. Ya no era capaz de mostrar compasión por nadie, ni siquiera por unos pobres idiotas que habían muerto por una metedura de pata.
– Aquí no te cuentan una mierda -decía Pederson mientras se servía el café-, pero cuando leí esos nombres en los periódicos pensé: «¡Ah! Lewis y Clarke: los conozco. Ésos son de Asuntos Internos, no de Robos.» Los llamaban los exploradores; siempre excavando, buscando mierda para joder a alguien. Creo que todo el mundo sabe quiénes son excepto la televisión y el Times. Es curioso que estuvieran allí, ¿no?
Bosch no iba a morder el anzuelo. Pederson y los demás policías tendrían que averiguar lo que había ocurrido por otra fuente. De hecho, comenzaba a preguntarse si Pederson realmente tenía que hacer un informe o si el novato de la recepción habría corrido la voz de que él estaba allí y los demás habían enviado al viejo policía para sonsacarle.
Pederson tenía el pelo blanco como la tiza y se le consideraba un policía viejo, aunque en realidad sólo era unos años mayor que Bosch. Había patrullado Hollywood Boulevard de noche, en coche o a pie, durante casi veinte años, un oficio que habría envejecido prematuramente a cualquiera. A Bosch le caía bien. Pederson era un pozo de información sobre la calle. En prácticamente todos los asesinatos cometidos en el Boulevard, Bosch acudía a él para averiguar qué sabían sus confidentes. Y Peds casi nunca le fallaba.
– Sí, es curioso -dijo Bosch. No añadió nada más.
– ¿Estás haciendo el informe del tiroteo? -preguntó después de colocarse detrás de una máquina de escribir. Cuando Bosch no contestó, Pederson añadió-: ¿Tienes más de esos cigarrillos?
Bosch se levantó y le llevó todo el paquete a Pederson. Lo depositó encima de la máquina de escribir del viejo policía y le dijo que se lo quedara. Pederson captó la indirecta. Harry no tenía nada contra él, pero no quería hablar del tiroteo y menos de la presencia de los policías de Asuntos Internos.
Cuando Pederson se puso a trabajar, Bosch volvió a su informe del asesinato, pero no se le encendió ni una triste bombilla de cuarenta vatios. En cuanto acabó de leerlo se quedó sentado, fumando y pensando qué más podía hacer. Con la máquina de escribir como música de fondo, Bosch concluyó que no había nada más. Estaba en un callejón sin salida.
Finalmente decidió llamar a su casa para comprobar si tenía mensajes en el contestador. Primero cogió su teléfono, pero luego se lo pensó dos veces y colgó. Fue hasta la mesa de Edgar y usó el aparato de éste, ya que había una remota posibilidad de que el suyo estuviera intervenido. Cuando le salió su contestador, Bosch marcó su código y comenzó a escuchar una docena de mensajes. Los primeros nueve eran de policías y de viejos amigos deseándole que se recuperara pronto. Los últimos tres, los más recientes, correspondían al médico que lo había estado tratando, a Irving y a Pounds.
– Señor Bosch, soy el doctor McKenna. Es muy irresponsable por su parte el haber abandonado el hospital. Y muy peligroso, puesto que se arriesga a sufrir daños más graves. Si recibe este mensaje, le ruego que vuelva al hospital. Le estamos guardando la cama. Si no lo hace, no podré tratarlo ni considerarle paciente mío. Por favor. Gracias.
Irving y Pounds, en cambio, no estaban tan preocupados por la salud de Bosch. El mensaje de Irving decía:
– Detective Bosch, no sé dónde está ni lo que está haciendo, pero espero que la razón de su escapada sea que no le gusta la comida de hospital. Recuerde lo que le he dicho y no cometa un error que ambos tengamos que lamentar.
Irving no se había molestado en identificarse, ni Pounds tampoco. Su mensaje fue el último: el estribillo.
– Bosch, llámame a casa en cuanto recibas este mensaje. Me han dicho que habías dejado el hospital y tenemos que hablar. Sobre todo no sigas, repito, no sigas con la investigación relacionada con el tiroteo del sábado. Llámame.
Bosch colgó. No pensaba contestar ninguna de las llamadas al menos por el momento. En la mesa de Edgar, Bosch reparó en una nota con el nombre y el número de teléfono de Verónica Niese, la madre de Tiburón. Edgar debía de haberla llamado para notificarle la muerte de su hijo. Bosch se la imaginó respondiendo al teléfono, convencida de que sería otro de sus clientes pajilleros, y descubriendo que era Jerry Edgar con la noticia de que su hijo había muerto.
Pensar en el chico le hizo recordar el interrogatorio. Bosch aún no había transcrito la cinta, así que decidió escucharla. Volvió a su asiento y sacó su grabadora de un cajón, pero la cinta no estaba. Entonces se acordó de que se la había dado a Eleanor. Bosch se dirigió al armario de material, intentando adivinar si la entrevista estaría en la cinta de emergencia. Dicha cinta se rebobinaba automáticamente cuando llegaba al final y luego volvía a grabarse encima. Si no habían usado mucho la sala de interrogatorios desde la sesión del martes con Tiburón, la entrevista con el chico podría estar intacta.
Bosch sacó la cinta de la grabadora y se la llevó a su mesa, donde la introdujo en su propio radiocasete y la rebobinó hasta el principio. Tras escucharla unos segundos buscando su voz, la de Tiburón, o la de Eleanor, Bosch la pasó un poco hacia delante. Repitió este proceso varias veces hasta que finalmente encontró el interrogatorio de Tiburón en la segunda mitad de la cinta.
Una vez lo hubo encontrado, Bosch rebobinó la cinta para poder escuchar la entrevista desde el principio. Sin embargo, se pasó y acabó oyendo medio minuto de otra entrevista que terminaba. Entonces sonó la voz de Tiburón:
– ¿Qué miras?
– No lo sé. -Era Eleanor-. Me preguntaba si me conocías. Tu cara me suena. No me había dado cuenta de que te estaba mirando.
– ¿Qué? ¿Por qué iba a conocerte, tía? Yo nunca he tenido problemas con los federales. No sé…