– No importa. Tú me sonabas a mí, nada más. Sólo me estaba preguntando si me reconocías. ¿Por qué no esperamos a que llegue el detective Bosch?
– Sí, vale. Guay.
Hubo un silencio en la cinta. Bosch se sintió confuso, pero en seguida comprendió que lo que acababa de oír había sucedido antes de que él entrara en la sala de interrogatorios.
¿Qué estaba haciendo Eleanor? El silencio de la cinta se terminó y Bosch oyó su propia voz.
– Tiburón, vamos a grabar esto porque puede resultarnos útil más adelante. Como te dije, no estás bajo sospecha así que…
Bosch paró el radiocasete, rebobinó hasta el principio de la conversación entre el chico y Eleanor, y la escuchó una y otra vez. Cada vez que la oía, sentía que le apuñalaban en el corazón. Las manos le sudaban, y los dedos le resbalaban en los botones de la grabadora. Finalmente se sacó los auriculares y los arrojó sobre la mesa.
– Mierda -dijo.
Pederson dejó de escribir y lo miró.
NOVENA PARTE
Cuando Bosch llegó al cementerio de veteranos en Westwood, eran más de las doce de la noche. Había sacado otro coche de la flota de la comisaría de Wilcox y conducido hasta el apartamento de Eleanor Wish. No vio luces. Bosch se sentía como un adolescente espiando a una novia que le había dejado. Aunque iba solo, estaba avergonzado. No sabía lo que habría hecho si hubiera visto alguna luz. Finalmente puso rumbo al este, en dirección al cementerio, mientras pensaba en cómo Eleanor le había traicionado en el amor y en el trabajo.
Bosch partió de la suposición de que Eleanor le había hecho esa pregunta a Tiburón porque ella estaba en el jeep que transportó el cadáver de Meadows a la presa. Eleanor temía que el chico pudiera haberla reconocido, pero no fue así. Cuando Bosch se unió al interrogatorio, Tiburón declaró que había visto dos hombres y que el más pequeño de los dos se había quedado en el asiento del pasajero y no había ayudado a cargar con el cuerpo. Bosch pensó que aquel error del chico debería haberle salvado la vida. Pero sabía que había sido él quien había condenado a Tiburón cuando sugirió hipnotizarlo. Eleanor se lo dijo a Rourke, y éste decidió no correr ese riesgo.
La siguiente pregunta era por qué. La respuesta más obvia era el dinero, pero Bosch no podía atribuir ese móvil a Eleanor y quedarse tan ancho. Había algo más. Todos los otros implicados -Meadows, Franklin, Delgado y Rourke- tenían en común Vietnam, además de un conocimiento personal de los dos objetivos: Tran y Binh. ¿Cómo encajaba Eleanor en todo aquello? Bosch pensó en su hermano. ¿Sería él la conexión? Recordaba que ella había dicho que se llamaba Michael, pero no había mencionado cómo murió. Bosch no la había dejado. Ahora se arrepintió de haberla interrumpido cuando ella quiso hablarle del asunto. Eleanor también había mencionado su visita al monumento de Washington y cómo aquello la había cambiado. ¿Qué habría visto allí que la había empujado a actuar de esa forma? ¿Qué podría haberle dicho esa pared que no supiera ya antes?
Bosch llegó al cementerio situado junto a Sepulveda Boulevard y aparcó frente a las grandes puertas de hierro forjado que cerraban el paso al camino de grava. Salió del coche y caminó hasta ellas, pero estaban trabadas con una cadena y un candado. Al mirar a través de los barrotes, divisó una caseta de piedra a unos treinta metros de la puerta. Tras una cortina se adivinaba el pálido fulgor azul de un televisor. Bosch volvió al coche y encendió la sirena, dejándola aullar hasta que se encendieron las luces detrás de la cortina. Unos segundos más tarde, el guarda del cementerio salió de la caseta y caminó hacia la verja con una linterna. Antes de que llegara, Bosch ya le estaba mostrando la placa por entre los barrotes. El hombre llevaba unos pantalones oscuros y una camisa azul clara con una chapa.
– ¿Es usted policía? -preguntó.
A Bosch le entraron ganas de contestar que no, pero en cambio dijo:
– Departamento de Policía de Los Ángeles. ¿Podría abrirme la puerta?
El guarda enfocó la linterna sobre la placa y la tarjeta de identificación de Bosch. Bajo aquella luz, Harry reparó en el bigote blanco del hombre y notó un ligero olor a bourbon y sudor.
– ¿Qué pasa, agente?
– Detective -contestó-. Estoy investigando un homicidio, señor…
– Kester. ¿Homicidio? Aquí no nos faltan muertos, pero yo diría que estos casos están cerrados…
– Señor Kester, no tengo tiempo de explicárselo, pero necesito entrar a ver el monumento a los caídos en Vietnam, bueno, la réplica que han montado para el fin de semana.
– Oiga, ¿qué le pasa en el brazo? ¿Y dónde está su compañero? Ustedes suelen ir de dos en dos.
– Me caí, señor Kester. Y mi compañero está trabajando en otra parte de la investigación. Ve usted demasiada tele en su garita, demasiadas series de polis.
A pesar de que Bosch dijo esto último con una sonrisa, empezaba a cansarse del viejo guarda de seguridad. Kester se volvió a mirar hacia la caseta y luego a Bosch.
– Ha visto usted la luz de la tele, ¿verdad? Ya lo entiendo -dijo con satisfacción por haberlo deducido-. Bueno, esto es propiedad federal y no sé si puedo abrir sin…
– Mire, Kester, sé que usted es un funcionario y que seguramente no han despedido a ninguno desde que Truman era presidente, pero si usted me pone problemas, yo se los voy a poner a usted. El martes por la mañana se va encontrar con una denuncia por beber en horas de servicio. A primera hora. Así que ábrame la puerta y no le molestaré. Sólo quiero echar un vistazo a la pared.
Bosch agitó la cadena. Kester se quedó un segundo con la mirada perdida, pero finalmente sacó una serie de llaves de su cinturón y abrió la verja.
– Lo siento -se disculpó Bosch.
– Sigo pensando que no está bien -opinó Kester, enfadado-. Además, ¿qué tiene que ver esa piedra negra con un homicidio?
– Tal vez todo -respondió Bosch. Estaba a punto de meterse en su coche, pero entonces se dio la vuelta al recordar algo que había leído sobre el monumento-. Hay un libro con los nombres ordenados alfabéticamente que indica su situación en la pared. ¿Está el libro junto al monumento?
Incluso a través de la oscuridad, Bosch vio que Kester lo miraba con una expresión de perplejidad.
– No sé nada de un libro. Sólo sé que la gente del Servicio de Parques trajeron esa cosa y la plantaron aquí. ¡Y tuvieron que usar una excavadora! -se sorprendió Kester-. Tienen a un tío que está allí durante las horas de visita. Es a él a quién debería hablarle sobre libros. Y no me pregunte dónde está. Ni siquiera sé cómo se llama. ¿Va estar mucho rato o dejo la puerta abierta?
– Más vale que cierre. Yo ya vendré a buscarle cuando haya terminado.
El coche de Bosch franqueó la entrada después de que el viejo abriera la verja. Al llegar al aparcamiento de grava al pie de la colina, Bosch vio el brillo negro de la pared que se alzaba en la cima. El lugar estaba completamente oscuro y desierto. Bosch sacó una linterna del coche y comenzó a subir por la ladera.
Primero enfocó la linterna desde lejos para hacerse una idea de la envergadura de la pared. Bosch calculó que tenía unos dieciocho metros de largo y se estrechaba en los extremos. Entonces se acercó para leer los nombres, pero de pronto le invadió una sensación de temor, se dio cuenta de que no quería leerlos. Habría demasiados conocidos y, peor aún, nombres inesperados, de gente que no sabía que estaba allí. Buscó con la linterna y vio un soporte de madera con un atril, como un facistol de iglesia. Sin embargo, no encontró el libro. La gente del Servicio de Parques debía de haberlo guardado para que no quedara a la intemperie. Bosch se volvió y contempló la pared que se perdía en la oscuridad. Entonces repasó sus cigarrillos y descubrió que le quedaba un paquete casi entero. Se rindió ante lo inevitable; tendría que leerse todos los nombres. Ya lo había imaginado antes de venir, por lo que encendió un cigarrillo con resignación y apuntó la linterna al primer panel del muro.