De repente, Bosch se cansó de la farsa organizada por su departamento y el FBI. La imagen del chico, Tiburón, no le dejaba en paz. De espaldas, con la cabeza inclinada en ese ángulo extraño y repugnante. Toda esa sangre… Sus jefes querían olvidar ese caso como si no tuviera importancia.
– Hay una cuarta cosa -dijo-, un chico.
Cuando Bosch hubo terminado la historia de Tiburón, acompañó a Bremmer a su propio coche. Los reporteros de televisión ya se habían marchado y un hombre con una pequeña excavadora rellenaba la tumba de Meadows mientras otro lo contemplaba apoyado en una pala.
– Seguramente necesitaré otro trabajo cuando salga tu artículo -comentó Bosch mientras observaba a los sepultureros.
– No te preocupes; no te citaremos. Además, los expedientes militares hablarán por sí mismos. Ya me las arreglaré para que la oficina de información al público me confirme el resto y que parezca que viene de ellos. Y hacia el final de la historia pondré: «El detective Harry Bosch se negó a hacer comentarios.» ¿Qué te parece?
– Que seguramente necesitaré otro trabajo cuando salga tu artículo.
Bremmer se quedó mirando a Bosch.
– ¿Vas a acercarte a la tumba?
– Es posible. Cuando me dejes en paz.
– Ya me voy. -Bremmer abrió la puerta y salió, pero en seguida volvió a asomar la cabeza-. Gracias, Harry. Esto es una bomba. Van a rodar cabezas.
Bosch miró al reportero y sacudió la cabeza con tristeza.
– No, no van a rodar.
Bremmer lo miró confuso, y Bosch le dijo adiós con la mano.
El periodista cerró la puerta y se fue a su coche.
Bosch no se engañaba con respecto a Bremmer. Al periodista no le guiaba un sentido de indignación genuina ni de responsabilidad frente a la opinión pública.
Todo lo que le interesaba era obtener una exclusiva, una noticia que no tuviera ningún otro periodista. Bremmer pensaba en eso y tal vez en el libro que vendría después, en la película de televisión, en el dinero y en la fama.
Eso era lo que le motivaba, no la exasperación que había impulsado a Bosch a contarle la historia. Bosch lo sabía y lo aceptaba porque así funcionaban las cosas.
«Nunca ruedan las cabezas», se dijo.
Bosch siguió contemplando a los sepultureros hasta que acabaron su trabajo. Al cabo de un rato salió y se encaminó hacia la tumba. Un pequeño ramo de flores yacía junto a la bandera clavada en la tierra blanda y anaranjada; era de la Asociación de Veteranos. En aquel momento Bosch no supo qué debería sentir. ¿Un cierto afecto sentimental, o tal vez remordimiento? A pesar de que Meadows estaba bajo tierra para siempre, Bosch descubrió que no sentía nada. Al cabo de unos instantes, alzó la vista hacia el edificio federal y comenzó a caminar en esa dirección. Parecía un fantasma, emergiendo de su tumba en busca de justicia. O quizá sólo de venganza.
Si le sorprendió la visita de Bosch, Eleanor Wish no lo mostró. Harry le había enseñado su placa al guarda del primer piso y le habían dejado entrar. Como era fiesta la recepcionista no estaba, así que tuvo que pulsar el timbre. Fue Eleanor quien abrió la puerta. Llevaba unos téjanos gastados y una camisa blanca; sin pistola.
– Me imaginaba que vendrías, Harry. ¿Has ido al funeral?
Él asintió, pero no se acercó a la puerta que ella mantenía abierta. Ella lo miró un buen rato con las cejas arqueadas. A Harry le encantaba aquella mirada inquisitoria.
– Bueno, ¿vas a quedarte ahí todo el día?
– Podríamos ir a dar una vuelta.
– Tengo que coger mi tarjeta o me quedaré fuera. -Ella hizo un gesto para entrar, pero se detuvo-. No creo que lo sepas porque aún no han dicho nada, pero han encontrado los diamantes.
– ¿Qué?
– Sí, acabo de enterarme. Rourke tenía unos recibos que les llevaron a una consigna pública en Huntington Beach. Esta mañana consiguieron la orden y abrieron la taquilla. Dicen que hay cientos de diamantes; tendrán que encontrar un tasador. Teníamos razón, Harry: diamantes. Bueno, tú tenías razón. También encontraron todo lo demás en otra taquilla; Rourke no lo había destruido. Los propietarios de las cajas de seguridad recuperarán sus cosas. Habrá una rueda de prensa, pero dudo que digan a quién pertenecían las taquillas.
Bosch asintió y ella desapareció por la puerta.
Bosch se dirigió a los ascensores y apretó el botón mientras la esperaba. Cuando volvió, ella llevaba su bolso, lo cual le recordó que no iba armado y secretamente se avergonzó de que aquello pudiera ser un problema.
Harry y Eleanor no hablaron hasta que salieron del edificio y se encaminaron hacia Wilshire. Bosch había estado sopesando sus palabras, al tiempo que se preguntaba si el hallazgo de los diamantes significaba algo. Ella parecía esperar a que él comenzara, pero el silencio la incomodaba.
– Te queda bien el cabestrillo azul -dijo finalmente-. ¿Cómo estás? Me sorprende que te hayan dado de alta tan pronto.
– Me fui yo. Estoy bien. -Bosch había comprado un paquete de tabaco en la máquina del vestíbulo y se detuvo a meterse un cigarrillo en la boca. Lo encendió con su nuevo mechero.
– ¿Sabes qué? Éste sería un buen momento para dejarlo -sugirió ella-. Volver a empezar.
Él hizo caso omiso de la sugerencia e inhaló el humo.
– Eleanor, hablame de tu hermano. -¿Mi hermano? -preguntó sorprendida-. Ya te lo conté.
– Ya lo sé, pero quiero que me lo vuelvas a contar. Lo que le pasó en Vietnam y lo que te pasó a ti cuando fuiste a Washington a ver el monumento. Tú me dijiste que cambió tu visión de las cosas. ¿Por qué?
Estaban en Wilshire. Bosch señaló la calle y cruzaron hacia el cementerio.
– He dejado el coche ahí dentro. Luego te llevo al Buró.
– No me gustan los cementerios. Ya lo sabes.
– A nadie le gustan.
Bosch y Wish atravesaron el seto e inmediatamente el ruido del tráfico disminuyó. Ante ellos se extendía un mar de césped verde, lápidas blancas y banderas estadounidenses.
– Mi historia es la misma que la de cientos de personas -explicó ella-. Mi hermano fue a Vietnam y no volvió. Y cuando yo fui al monumento, bueno, me invadieron un montón de sentimientos.
– ¿Rabia?
– Sí, en parte.
– ¿ Indignación?
– Sí, supongo. No lo sé. Fue muy personal. ¿Qué pasa, Harry? ¿A qué viene todo esto?
Los dos caminaban por el sendero de grava que discurría junto a las filas de lápidas blancas. Bosch la estaba conduciendo hacia la réplica.
– Dices que tu padre era militar. ¿Os dieron los detalles de lo que le ocurrió a tu hermano?
– Se los dieron a él, pero él y mi madre no me contaron nada… de los detalles. Bueno, me dijeron que iba a regresar pronto y yo recibí una carta de él diciéndome que volvía. La semana siguiente me enteré de que había muerto. Al final no llegó a casa. Harry, me estás haciendo sentir… ¿Qué quieres? No lo entiendo.
– Claro que lo entiendes, Eleanor.
Ella se paró y miró al suelo. Bosch vio que su rostro empalidecía y su expresión se convertía en resignación. Fue un cambio apenas perceptible, pero claro. Como el de las madres y esposas a las que Bosch había notificado la muerte de una víctima de asesinato. No tenías que decirles que alguien había muerto; abrían la puerta e inmediatamente adivinaban lo que había ocurrido. Del mismo modo, el rostro de Eleanor no mentía: sabía que Bosch había descubierto su secreto. Al levantar la cabeza, fue incapaz de mirarle a los ojos. Desvió la vista, y ésta se posó en el monumento negro que brillaba bajo el sol.
– Es esto, ¿no? Me has traído aquí para ver esto.
– Podría pedirte que me enseñaras el nombre de tu hermano, pero los dos sabemos que no está allí.
– No…, no está.