—Puedo caminar un poco más, Dennis. De verdad que puedo. —Linnora parecía molesta por verse obligada a viajar montada y ver cómo los dos hombres hacían todo el trabajo.
Dennis estaba impresionado por su estoicismo y su valor. No cabía duda de que los pies y los tobillos todavía le dolían mucho. Sin embargo, parecía la más ansiosa por continuar en vez de buscar un lugar en las montañas donde ocultarse y esperar a que pasaran las inminentes batallas.
—Claro que puedes caminar un poco más —dijo Dennis con firmeza—. Pero quizá muy pronto tengas que correr. Quiero que puedas hacerlo cuando llegue el momento.
Linnora pareció a punto de replicar. Finalmente, suspiró.
—¡Oh, muy bien! Practicaré el carro un poco más y trabajaré las velas por vosotros.
Extendió la mano, agarró a Dennis por el pelo, y le besó con todas sus fuerzas. Cuando terminó, soltó un «¡Ea!» como si al hacerlo hubiera establecido un argumento importante. Luego volvió a subir al carro y ocupó su sitio de costumbre, mirando hacia el frente.
Dennis parpadeó confundido un momento, pero decidió no cuestionar una cosa tan agradable.
—¿Ejem, Denniz?
Dennis alzó la cabeza. Arth señalaba las montañas que tenían detrás.
Dennis empezaba a cansarse un poco de la costumbre de Arth de dar malas noticias. Se volvió y miró hacia donde indicaba el hombrecito.
Allí, al pie de los pastos, había una larga columna de figuras que se movían rápidamente.
Junto a la choza donde habían pasado la noche, pasó galopando una tropa de caballería de al menos doscientos hombres. Un destacamento se detuvo a registrar la cabaña del pastor. Los demás continuaron, los penachos grises ondeando mientras seguían la pista de los fugitivos.
No tardarían más de veinte minutos en llegar hasta ellos.
Dennis sacudió la cabeza. Contempló la altiplanicie que se extendía ante ellos y no vio ningún lugar donde esconderse al menos en varios kilómetros. El sendero quedaba constreñido a ambos lados por arcenes irregulares o caídas a pico.
Muy bien, pensó. ¿Qué va a sacarnos de ésta?
Arth y Linnora le miraban, expectantes. Dennis se sentía muy cansado.
Me he quedado sin ideas.
Estaba a punto de volverse y decírselo cuando vio un pequeño destello de movimiento al noroeste, en los matorrales que cubrían las pendientes en dirección a la ciudad de Zuslik. Observó el extraño fenómeno. La perturbación se movía hacia ellos a gran velocidad.
—¿Qué dem…? —Linnora y Arth se volvieron y miraron hacia donde señalaba.
No había manera de esquivarlo si se trataba de algo peligroso. Fuera lo que fuese lo que sacudía los secos matorrales levantando polvo, se movía hacia ellos a enorme velocidad.
Arth y Linnora parecían tan perplejos como él.
—¿Sabéis? —pensó Dennis en voz alta—. Creo que podría ser…
La perturbación se detuvo de pronto, a veinte metros de distancia. Siguió una breve pausa, como si la cosa que había bajo los matorrales, fuera lo que fuese, estuviera recuperándose. ¡Luego el sendero de destrucción continuó y enfiló directamente hacia ellos!
Arth retrocedió, blandiendo una de las espadas que Dennis les había cogido a los espantados milicianos el día antes. Dennis se colocó entre lo que fuera aquello y Linnora, aunque había empezado a sospechar…
Un matorral del borde de la carretera se quebró, convertido en una lluvia de astillas.
La nube de restos se aposentó suavemente, para revelar por fin un montón de polvo… un montículo que avanzaba hacia ellos con un zumbido de ruedas girando.
Con un débil gemido, la torreta del robot de exploración del Tecnológico Sahariano se abrió. Un par de ojos verdes parpadeó desde la cúpula interior. Dos filas de dientes afilados como agujas sonrieron bajo la caperuza metálica.
—Bueno —dijo Dennis—, sí que habéis tardado en alcanzarnos.
Sin embargo, sonrió.
El robot trinó. El cerduende le sonrió a través de la nube de polvo flotante. Luego sacudió vigorosamente la cabeza y estornudó.
7
En la tercera confluencia del río Ruddik, la batalla no iba especialmente bien para ningún bando.
Para el barón R´ketts y el conde Feif-dei, el avance por el estrecho cañón fue una empresa lenta y peligrosa, un despilfarro de hombres y tiempo. Observaban a caballo desde una colina cercana en mitad del empinado desfiladero cómo sus fuerzas se dividían en dos columnas.
La fila más grande se dirigía hacia el oeste, subiendo cada vez más por la montaña, dejando atrás montones de escombros de la más reciente de las costosas escaramuzas de aquella guerra.
La propia colina sobre la que se encontraban los barones se había formado esa misma mañana, cuando una avalancha de peñascos cayó en aquel punto, atrapando a veinte soldados bajo lápidas instantáneas.
El número de bajas habría resultado mucho mayor de no haber sido por las proezas del cuerpo de planeadores del nuevo rey. Los temerarios hombres de Kremer se habían zambullido en picado en las peligrosas corrientes de aire, y asaltado a los L´Toff con mortíferas granizadas de dardos. Pronto despejaron las montañas de defensores, permitiendo que los ejércitos de los señores de la guerra continuaran adelante. El barón R´ketts observaba el avance de la columna con aire de sombría satisfacción. Ni siquiera el barón… es decir, el rey Kremer, podría quejarse del ritmo que llevaban. Al menos no de un modo razonable.
A pesar de los primeros reveses, el barón R´ketts todavía esperaba una victoria fácil y anhelaba los frutos de esta campaña. Había oído historias maravillosas sobre las riquezas de los L´Toff. ¡Se decía que los hombres podían practicar herramientas y armas a la perfección en cuestión de minutos, y que después tales artículos permanecían en ese estado eternamente! También se decía que las mujeres L´Toff tenían el don de practicar a los hombres… restaurando en sus amantes la virilidad que antaño hubiesen tenido.
AI barón R´ketts le dolía la espalda de tanto montar a caballo. Pero seguía diciéndose que merecía la pena. Kremer le había prometido riquezas y placer para satisfacer con creces sus más descabellados sueños.
Se lamió los labios expectante. ¡Tenía mucha imaginación!
El conde Feif-dei observaba la invasión con una mirada más crítica. Mientras su hermano y señor contemplaba el paso de hombres armados por las colinas, Feif-dei sólo tenía ojos para el continente que iba en la otra dirección: granjeros, capataces, practicadores, e incluso oficiales creadores de las aldeas de aquel país, sujetando vendajes contra sus heridas, gimiendo en las parihuelas improvisadas, o apoyados unos contra otros mientras bajaban lentamente las pendientes en dirección a los puestos de socorro.
Feif-dei sabía que los vendajes mejores y más practicados se reservaban para los nobles. Muchos de aquellos hombres, si no la mayoría, morirían no por pérdida de sangre, sino por la devastadora enfermedad que devoraba la sangre desde dentro.
Las tropas parecían tener ya poco del jubiloso entusiasmo con el que habían comenzado la campaña. Los hombres estaban sobre todo agotados y hambrientos, y un poco asustados.
Con todo, había unos cuantos acá y allá que hablaban excitados de las riquezas que conseguirían cuando capturaran la fortaleza enemiga. Entre sus soldados vestidos de azul, Feif-dei reconocía a algunos bravucones. Hablaban mucho, pero a menos que se les vigilara de cerca tenían un insospechado talento para estar en otra parte cuando se trataba de pelear de verdad.
El conde Feif-dei maldijo en voz baja, cuidando de que su compañero no le oyera. La guerra era un infierno, y el barón R´ketts era un idiota por saborearla. Feif-dei había visitado en una ocasión las tierras de los L´Toff, donde el príncipe Linsee había sido su amable anfitrión. Había intentado varias veces explicarle a R´ketts que los L´Toff no eran inmensamente ricos. Aquella campaña tenía un solo propósito: proteger la retaguardia de Kremer de la auténtica guerra, librada al este.