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Rodeó Ordebec por la carretera del estanque de las libélulas, atajó por el bosque de Petites Alindes y se dirigió hacia el camino de Bonneval bajo un sol de plomo. No había ninguna posibilidad de encontrarse con alguien en ese periodo y en ese sendero maldito. Ese camino, debería haberlo recorrido ya varias veces, porque era allí, y sólo allí, donde Léo había podido averiguar o comprender algo. Pero había sucedido lo de Mo, lo de los Clermont-Brasseur, Retancourt en inmersión, Léo en inercia, las órdenes del conde, y no había actuado con suficiente rapidez. Era posible también que influyera cierto fatalismo que lo llevara a hacer que recayera naturalmente la falta en el señor Hellequin antes que buscar al hombre real, mortal, que destruía seres a hachazos. No tenía noticias de Zerk. En eso, su hijo seguía las consignas: prohibido tratar de contactarlo. Porque a esas horas y tras la visita de los hombres del ministerio, su segundo móvil estaría seguro localizado y puesto bajo escucha. Tenía que avisar a Retancourt para que no se comunicara con él. Sabe Dios qué suerte podía esperar a un topo descubierto en la grandiosa madriguera de los Clermont-Brasseur.

Al borde de ese atajo se alzaba una granja aislada, guardada por un perro cansado de ladrar. Allí no había peligro de que el teléfono estuviera pinchado. Adamsberg llamó varias veces al viejo timbre, llamó a voces. No hubo respuesta. Empujó la puerta y encontró el teléfono en la mesa de la entrada, en medio de un follón de cartas, paraguas y botas manchadas de barro. Descolgó para llamar a Retancourt.

Pero volvió a colgar, súbitamente alertado por la forma dura, en el bolsillo del pantalón, del puñado de fotos que el conde le había dado la noche anterior. Salió y se alejó, ocultándose tras un pajar para hojearlas lentamente, sin comprender aún la insistente llamada que le lanzaban. Christian imitando a no se sabe quién delante de un círculo de risueños; Christophe basto y sonriente, con un alfiler de oro en forma de herradura en la corbata, copas en todas las manos, fuentes de comida adornadas con cascadas de flores, vestidos escotados, joyas, sellos incrustados en las carnes de dedos viejos, camareros en uniforme de gala. Mucho que ver para un zoólogo especializado en paradas y posturas de los dominantes, pero nada para un policía en busca de un asesino parricida. Lo distrajo un vuelo de patos, que componía una impecable formación en V, contempló el azul pálido del cielo, emplomado por nubes al oeste, ordenó el fajo de fotos, acarició el testuz de una yegua que sacudía la mecha de crin que le caía sobre los ojos, y consultó sus relojes. Si algo hubiera sucedido a Zerk, ya habría sido informado. A la hora que era, debían de estar cerca de Granada, fuera del alcance de las búsquedas más activas. No había previsto que se preocuparía por Zerk, no sabía qué proporción había en ello de culpabilidad o de un afecto que aún no conocía. Los imaginó llegando, un poco mugrientos, a las inmediaciones de la ciudad, vio el rostro menudo, huesudo y sonriente de Zerk, Mo con su pelo corto de buen alumno. Mo, es decir, Momo-Mecha-Corta.

Se metió rápidamente las fotos en el bolsillo, volvió a paso presuroso hacia la granja desierta, comprobando los alrededores, y llamó a Retancourt.

– Violette -dijo-, la foto que me enviaste de Salvador 1.

– Sí.

– Tiene el pelo corto. En cambio, en la fiesta, lleva el pelo más largo. ¿Cuándo la tomaste?

– Al día siguiente de mi llegada.

– O sea tres días después del incendio del padre. Intenta averiguar cuándo se cortó el pelo. Con margen de una hora más o menos. Antes o después de su regreso de la fiesta. Tienes que conseguirlo.

– He ablandado al mayordomo más arrogante de toda la casa. No se habla con nadie, pero se digna hacer una excepción conmigo.

– No me sorprende. Envíame esa información. Después no vuelvas a usar nunca más estos móviles y lárgate de allí.

– ¿Problema? -preguntó plácidamente Retancourt.

– Considerable.

– Bien.

– Si se cortó el pelo él mismo antes de su regreso, puede haber dejado alguno en el reposacabezas de su coche. ¿Condujo después del asesinato?

– No, lo hizo su chófer.

– Buscamos, pues, trozos diminutos de pelo en el asiento del conductor.

– Pero sin autorización de registro.

– Exacto, teniente; no la conseguiríamos nunca.

Caminó veinte minutos más para llegar a la entrada del camino de Bonneval, con la mente ocupada y embrollada por el súbito corte de pelo de Christian Clermont-Brasseur. Pero no era él quien había llevado a su padre en el Mercedes. El se había ido antes, achispado, y se había parado en casa de una mujer cuyo nombre no se sabría nunca. Y, tras la noticia, quizá había decidido llevar un corte de pelo más austero en señal de luto.

Quizá. Pero estaba Mo, cuyo pelo se tostaba a veces con el calor de los incendios. Si Christian había prendido fuego al coche, si se había chamuscado alguna mecha, debió de disimularlo apresuradamente cortándose todo el pelo más corto. Pero Christian no estaba allí, siempre se volvía a lo mismo, y nada cansaba más a Adamsberg que girar siempre en el mismo tiovivo. Todo lo contrario de Danglard, que podía obstinarse hasta el vértigo, hundiéndose en sus propias roderas.

Se obligó a desdeñar las moras para concentrar su atención en el camino de Bonneval, en las huellas de la vieja Léo. Pasó junto al grueso tronco en que se había sentado con ella, le dedicó un pensamiento intenso, se entretuvo un buen rato alrededor de la capilla de San Antonio, que hace que se encuentre todo lo que se pierde. Su madre salmodiaba el nombre del santo en una irritante cantinela apenas perdía cualquier tontería. «San Antonio de Padua, que todo lo encuentras.» De niño, a Adamsberg le chocaba bastante que su madre recurriera sin empacho a San Antonio por un simple dedal. Entretanto, el santo no lo ayudaba, y Adamsberg no encontraba nada en el camino. Lo volvió a recorrer en sentido contrario y se sentó a medio camino sobre el tronco abatido, esta vez con una reserva de moras que depositó en la corteza. Repasaba en la pantalla del teléfono las fotos que le había enviado Retancourt, las comparaba con las que le había dado Valleray. Hubo un estrépito a sus espaldas, y Gand irrumpió procedente del bosque, con la boca beatífica del tipo que acaba de hacer una visita fructuosa a la chica de la granja. Gand posó la cabeza babeante sobre sus rodillas y lo miró con esa expresión suplicante que ningún humano reproduce con tanta determinación. Adamsberg le dio unas palmadas en la frente.

– ¿Y ahora quieres el azúcar? Pero si no tengo, hombre, que no soy Léo.

Gand insistió, puso sus patas terrosas sobre la pernera del pantalón, acrecentando su súplica.

– No hay azúcar, Gand -repitió lentamente Adamsberg-. El cabo te dará un terrón a las seis. ¿Quieres una mora?

Adamsberg le presentó una fruta; el animal la desdeñó. Como si comprendiera la vanidad de su petición o la estupidez de ese tipo, se puso a escarbar el suelo a los pies de Adamsberg, haciendo volar cantidad de hojas muertas.

– Gand, estás destruyendo el microcosmos vital de las hojas podridas.

El perro se puso de muestra y posó sobre él una mirada sostenida, mientras su hocico iba del suelo al rostro de Adamsberg. Una de las uñas sujetaba un papelito blanco.

– Ya veo, Gand, es un envoltorio de azúcar. Pero está vacío, es viejo.

Adamsberg engulló un puñado de moras, y Gand insistió, desplazando la pata, guiando a ese hombre que tanto tardaba en comprender. En un minuto, Adamsberg recogió del suelo seis envoltorios de terrones de azúcar.

– Todos vacíos, chaval. Ya sé lo que me estás contando: esto es una mina de azúcar. Ya sé que es aquí donde Léo te daba un terrón después de tus hazañas en la granja. Comprendo tu decepción. Pero yo no tengo azúcar.

Adamsberg se levantó y recorrió varios metros con objeto de apartar a Gand de su vana ilusión. El perro lo siguió con un pequeño gemido, y Adamsberg volvió bruscamente atrás, se sentó de nuevo en la posición exacta en que había estado con Léo, reproduciendo la escena en su memoria, las primeras palabras, la llegada del perro. Si bien la mente de Adamsberg era calamitosa para almacenar palabras, resultaba de una precisión extrema para lo referente a las imágenes. Tenía ante los ojos el gesto de Léo, nítido como un trazo de pluma. Léo no había quitado el papel del terrón porque éste no llevaba envoltorio. Lo había dado directamente a Gand. Léo no era de ésas que transportan azúcar embalado, le importaba un rábano que se ensuciaran los bolsillos, los dedos o el azúcar.