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– Si así fuera -dijo Émeri apoyándose de nuevo en el respaldo de la silla-, ¿por qué no matar sólo a Hippo?

– Porque temes por encima de todo ser acusado de su muerte. Y se comprende. Porque todo el mundo aquí conoce vuestra infancia, tu accidente de bicicleta a los diez años, después de que él te condenara, el odio que tienes a los Vendermot. Necesitas, una coartada para sentirte totalmente a salvo. Una coartada y un culpable. Necesitas una estrategia amplia e ingeniosa, como en Eylau. Una estrategia bien pensada, único modo de vencer, como hizo el Emperador, a un ejército dos veces más poderoso. Hippolyte Vendermot es al menos diez veces más poderoso que tú. Pero desciendes de un mariscal, joder, y puedes aplastarlo. «¿Vas a dejarte devorar por esa gente?», como dijo el Emperador. No, desde luego. Pero hay que preparar la menor irregularidad del terreno. Necesitas un mariscal Ney que venga a ayudar cuando Davout se vea amenazado por el flanco derecho. Por eso fuiste a ver a Denis.

– ¿Fui a verlo?

– Hace un año, cenaste con el conde y unos notables, el doctor Merlán, el vizconde Denis, por supuesto, el perito tasador de Evreux, entre otros. El conde tuvo un vahído, lo llevaste a su habitación con la ayuda del doctor. Me lo ha contado Merlán. Pienso que fue esa noche cuando tuviste conocimiento de su testamento.

Émeri lanzó una risa rápida y natural.

– ¿Estabas allí, Adamsberg?

– En cierto modo. He pedido una confirmación al conde. Él creyó morir, te pidió urgentemente su testamento, te dio la llave del cofre. Quería, antes de morir, incluir a sus dos hijos Vendermot. Añadió, pues, con dificultad, unas líneas en el papel y te pidió que firmaras. Confiaba en tu discreción; eres capitán, un hombre de honor. Pero leíste esas líneas, claro. Y no te extrañó mucho que el conde hubiera engendrado a demonios como Hippo y Lina. Viste la mancha que tiene en la espalda cuando el médico lo auscultó. Conocías la de Lina, su chal se cae cada dos por tres. Para ti no es una cochinilla con antenas, es una cara de diablo rojo y cornudo. Todo eso te confirma la idea de que esa descendencia bastarda está maldita. Y esa misma noche, con el tiempo que llevabas buscando la ocasión de deshacerte de la raza de los Vendermot, porque Lina es a tus ojos igual de negra, se presentó, o casi. Te lo piensas mucho, temeroso como eres, sopesas cuidadosamente todos los elementos y, un tiempo después, hablas con el hijo Valleray.

– Nunca me he relacionado con el vizconde, eso lo sabe todo el mundo.

– Pero puedes hacerle una visita, Émeri. Eres el jefe de la gendarmería. Desvelaste la verdad a Denis, esas nuevas líneas que su padre había añadido al testamento. Le mostraste su abismo. Es un débil, y tú lo sabes. Pero un hombre como el vizconde no se decide solo. Lo dejaste pensar. Volviste a verlo para acuciarlo, para convencerlo, y le hiciste este ofrecimiento: te deshacías de los herederos bastardos con la condición de que él te proporcionara una coartada. Denis perdió pie, sin duda estuvo pensándoselo un tiempo más. Pero, tal como habías previsto, acabó aceptando. Si matabas tú, si él no tenía que hacer nada más que jurar que estaba contigo, no le salía tan caro. Negocio concluido. Y esperaste la ocasión.

– Sigues sin responder a mi pregunta. ¿A mí qué coño me importaba que el conde hubiera engendrado esas criaturas y que lo supiera Danglard?

– Nada. Lo que te interesaba eran las criaturas en sí. Pero si su filiación se hacía pública, perdías el apoyo de tu cómplice Denis, que entonces ya no vería ninguna ventaja en cubrirte. Y perdías tu coartada. Por eso empujaste a Danglard a las vías.

El comandante Bourlant entró en ese instante en la sala, saludando con sequedad al comisario Adamsberg, por quien no tenía ninguna estima.

– ¿Cargos? -preguntó.

– Cuatro asesinatos, dos tentativas de asesinato, dos intenciones de asesinato.

– Las intenciones no cuentan. ¿Tiene algo que apoye esa acusación?

– Tendrá mi informe mañana a las diez. Usted mismo decidirá si lo lleva a los tribunales.

– Me parece correcto. Sígame, capitán Émeri. No se lo tome a mal, no sé nada de la historia. Pero Adamsberg es el encargado del caso y me veo obligado a obedecer.

– Pasaremos poco tiempo juntos, comandante Bourlant -dijo Émeri levantándose con solemnidad-. No tiene pruebas, desvaría.

– ¿Ha venido solo, comandante? -preguntó Adamsberg.

– Afirmativo, comisario. Estamos a 15 de agosto.

– Veyrenc, Retancourt, acompañen al comandante. Empezaré el informe mientras tanto.

– Todo el mundo sabe que no puedes redactar ni tres líneas -dijo Émeri socarrón.

– No te preocupes por eso. Una última cosa, Émeri: la ocasión perfecta te la proporcionó Lina sin querer. Cuando vio al Ejército Furioso y se enteró todo Ordebec. Ella misma te señaló el camino, señal del destino. Ya sólo quedaba realizar su predicción, matar a los tres prendidos y poner así a todo el mundo contra los Vendermot. «Muerte a los V.» Puedo asesinar a Lina y a su hermano maldito. Habrían buscado en el pueblo a un loco aterrorizado por el Ejército y decidido a erradicar a todos sus médiums. Como en 1775, cuando decenas de personas mataron con sus horcas a François-Benjamin. Sospechosos no habrían faltado.

– 1777 -corrigió Veyrenc en ausencia de Danglard.

– Quizá no tantos, pero sí al menos doscientos.

– No me refiero al número de sospechosos, sino a la fecha de la muerte de François-Benjamin.

– Ah, muy bien -dijo Adamsberg sin inmutarse.

– Imbécil -dijo Émeri entre dientes.

– Denis es casi tan culpable como tú -prosiguió tranquilamente Adamsberg-, al haberte dado su acuerdo de cobarde, su absolución de miserable. Pero cuando comprendiste que la Compañía del Hacha…

– De la Marcha -interrumpió Émeri.

– Como quieras. Que la Compañía iba a informar al vizconde sobre la investigación, supiste que no aguantaría más que unas horas sin hundirse. Que hablaría, que te acusaría. Él sabía que habías matado a los prendidos para preparar la muerte de los Vendermot. Fuiste a verlo, le hablaste para adormecer su miedo, lo dejaste semi inconsciente con tu golpe profesional en la carótida, le hiciste tragar alcohol y medicamentos. Imprevisiblemente, Denis se levantó de repente para vomitar, precipitándose hacia la ventana abierta. Había tormenta, ¿te acuerdas? El tiempo de todas las fuerzas. Sólo tuviste que levantarlo por las piernas para que cayera. Denis sería acusado de los asesinatos, causa de su suicidio. Perfecto. Eso perturbaba tu plan, pero tampoco tanto al fin y al cabo. Después de esas cuatro muertes y a pesar de que existía una explicación racional, medio Ordebec seguiría pensando que la causa profunda era el Ejército. Que, fundamentalmente, Hellequin había venido a destruir a los cuatro prendidos. Que el vizconde había sido su brazo armado, su instrumento. Que Hippo y Lina seguían participando en la venida del Señor. Nada impedía, pues, que se dijera que un demente había eliminado a los dos siervos de Hellequin. Un demente que nunca encontraría nadie, con la aprobación de la población.

– Es una gran hecatombe para atacar a un solo hombre -dijo Émeri alisándose la chaqueta.

– Cierto, Émeri. Pero añade a eso que esa hecatombe te complacía a más no poder. Glayeux y Mortembot se habían burlado de ti, ambos, te habían humillado, no habías podido con ellos. Los odiabas. Herbier, lo mismo: nunca fuiste capaz de detenerlo. Todos eran hombres malvados, y tú eliminabas a los hombres malvados; el último, Hippo. Pero por encima de todo, Émeri, crees fervientemente en el Ejército Furioso. El señor Hellequin, sus siervos Hippo y Lina, su víctima Régis, todo eso tiene sentido para ti. Destruyendo a los prendidos, ganabas de paso el favor del Señor. Y eso no es moco de pavo. Porque temías ser la cuarta víctima. No te gustaba mencionar al cuarto hombre, el innombrado. Supongo, pues, que hace tiempo mataste a alguien. Igual que Glayeux, igual que Mortembot. Pero eso te lo llevas contigo.