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Para el conde, se trataba de ver si la vieja Léo recuperaba la animación perdida o si permanecería inmovilizada en ese silencio beatífico. En cuanto a la boda, no había vuelto a hablar del tema. Tras las conmociones, los miedos y los escándalos que habían sacudido Ordebec, el pueblo parecía exhausto, sus manzanos más doblegados, sus vacas más petrificadas.

Una oleada de lluvia y de frescor devolvía la tierra normanda a su estado normal. De modo que Lina, en lugar de aparecer con una de sus blusas floreadas con el escote muy abierto, se había puesto un jersey de cuello redondo. Adamsberg estaba concentrado en ese problema cuando el doctor Hellebaud salió por fin de la habitación, satisfecho y saltarín. Había una mesa puesta para él en la sala de los enfermeros, igual que la vez anterior. Lo acompañaron en silencio, y el médico se frotó un buen rato las manos antes de asegurarles que, a partir de la mañana siguiente, Léo hablaría como antes. Había recobrado suficiente resistencia física para afrontar la situación; por lo tanto, había podido liberar sus bloqueos. Merlán lo miraba comer, con la mejilla apoyada en una mano, en cierto modo en la pose de un viejo enamorado.

– Hay una cosa -dijo el osteópata- que me gustaría aclarar. Que un hombre se precipite sobre uno para matarlo, es algo que impresionaría a cualquiera. Que lo haga un amigo es algo que agrava seriamente el trauma. Pero lo que se produjo en Léo fue algo mucho más fuerte, hasta el punto de que se negaba a afrontarlo. Se observaría un fenómeno así en el caso, por ejemplo, de que uno fuera atacado por su propio hijo. Sin duda. De modo que no comprendo; pero sostengo que quien la agredió no es un simple conocido. Es algo más.

– Efectivamente -dijo Adamsberg pensativo-. Un hombre a quien no veía mucho ya, pero a quien había conocido muy bien, en circunstancias singulares.

– ¿Y bien? -dijo el médico mirándolo fijamente, con un brillo muy atento en los ojos.

– Cuando ese hombre tenía tres años, Léo se echó al agua helada de la laguna donde el niño estaba a punto de ahogarse. Ella le salvó la vida.

El médico asintió un buen rato.

– Con eso tengo suficiente -dijo.

– ¿Cuándo podré verla?

– Ahora mismo. Pero para interrogarla, mejor mañana por la mañana. ¿Quién le ha traído esos libros imposibles? Una historia de amor grotesca y un manual de hipiatría. A quién se le ocurre.

– A mí la historia de amor me gustó -dijo la enfermera.

Adamsberg volvió a recorrer el camino de Bonneval, pasó por la capilla de San Antonio, la carretera del viejo pozo de Oison, y llegó un poco agotado al Jabalí, azul o corredor, para cenar. Zerk, que había vuelto de su viaje sentimental a Italia, le llamó desde París durante la cena para anunciarle que Hellebaud había despegado y se había ido, esta vez de verdad. Una excelente noticia, a pesar de lo cual Adamsberg sintió cierto quebranto en la voz de su hijo.

A las siete de la mañana, ya había instalado el desayuno bajo el manzano. No quería llegar tarde al inicio del horario de visitas a Léo; no quería que se le adelantara el comandante Bourlant. Con la complicidad del doctor Merlán y de la enfermera, consiguió que le abrieran la puerta treinta minutos antes de la hora pública. Reconciliado con el azúcar, echó dos terrones al café, tras lo cual cerró cuidadosamente la caja y la aseguró con la goma.

A las ocho y media, la enfermera le abrió discretamente la puerta del hospital. Léo lo esperaba, sentada en un sillón y vestida. El doctor Merlán le había dado el alta para ese mismo día. Habían quedado en que el cabo Blériot vendría a buscarla a las doce, con Gand.

– No está usted aquí sólo por el gusto de verme, ¿verdad, comisario? Soy mala -rectificó enseguida-. Usted fue quien me trajo al hospital, quien se quedó a mi lado, quien hizo venir a ese médico. ¿Dónde ejerce?

– En Fleury.

– Merlán me ha dicho que incluso me peinó usted. Es usted muy buena persona.

Somos buena gente, recordó Adamsberg viendo mentalmente los rostros de los hijos Vendermot, dos rubios y dos morenos, y era casi verdad. Adamsberg había ordenado al doctor Merlán que no hablara a Léone, bajo ningún concepto, del arresto de Émeri. Quería recoger su testimonio sin influencia alguna.

– Es verdad, Léo. Quiero saber qué pasó.

– Louis -murmuró Léo-, Fue mi pequeño Louis.

– ¿Émeri?

– Sí.

– ¿Se encuentra bien, Léo?

– Sí.

– ¿Qué pasó con el azúcar? Porque eso fue lo que me dijo, ¿no? Eylau, el nombre de la batalla, Gand, azúcar.

– No lo recuerdo. ¿Cuándo fue?

– Dos días después de la agresión.

– No, no me acuerdo. Pero sí, había un problema con el azúcar. Diez días antes, había ido a San Antonio y no había notado nada.

– O sea antes de que desapareciera Herbier.

– Sí. Y el día en que lo conocí a usted, mientras esperaba a Gand, vi todos esos papelitos blancos en el suelo, delante del tronco. Los tapé con las hojas, porque hacían feo, conté al menos seis. Al día siguiente, volví a pensar en ello. Nunca hay nadie en el camino de Bonneval, ya lo sabe. Me pareció extraño que alguien estuviera allí precisamente cuando asesinaron a Herbier. Y sólo conozco a un hombre que se toma seis terrones de azúcar seguidos. Y que nunca arruga los papeles. Es Louis. A veces le dan bajones, ¿sabe? Y tiene que reponerse. Así que al día siguiente me pregunté si Louis había ido allí, si había buscado el cuerpo en el bosque y, en ese caso, por qué no me lo había dicho. Sentí curiosidad, y le llamé. ¿No tendría un puro, comisario? Llevo días sin fumar.

– Tengo un cigarrillo usado.

– También vale.

Adamsberg abrió la ventana de par en par y dio el cigarrillo y fuego a Léo.

– Gracias -dijo Léo exhalando el humo-. Louis me dijo que venía inmediatamente a verme. Nada más entrar, se abalanzó sobre mí. No sé, no entiendo.

– Es el asesino de Ordebec, Léo.

– ¿De Herbier?

– De Herbier y de otros.

Léone dio una larga calada al cigarrillo, que tembló un poco.

– ¿Louis? ¿Mi pequeño Louis?

– Sí. Tendremos todo el tiempo para hablar de eso esta noche si me invita a cenar en su casa. Yo prepararé la cena.

– Estaría bien que hubiera sopa, con mucha pimienta. Aquí no tienen pimienta.

– Yo me encargo. Pero dígame: ¿por qué lo llamó «Eylau» y no Louis?

– Era su mote de niño -dijo Léo con esa mirada cambiante que acompaña los surgimientos del pasado-. Todo viene de una broma de su padre, que le regaló un tambor, pero sin duda la broma era con intención de formarlo para el ejército. Se le quedó hasta los cinco años: el tamborilerito de Eylau, el pequeño Eylau. ¿Lo llamé así?

A la misma hora, el caso Clermont-Brasseur estallaba en los medios de comunicación, provocando serias turbulencias. Se preguntaban ávidamente si los hermanos habían sido protegidos tras el crimen. Pero sin extenderse en la cuestión. Tampoco en lo referente a la detención del joven Mohamed. Toda esa agitación no duraría mucho tiempo. Al cabo de unos días, el asunto habría sido minimizado y habría caído en el olvido, como Hippo, que casi se precipita en el pozo de Oison.

A la vez chocado, desengañado y distraído, Adamsberg escuchaba las noticias en la pequeña radio polvorienta de Léo. Había hecho la compra, había triturado con el pasapurés la sopa de verduras, había preparado una cena ligera, adaptada a un regreso de hospitalización. Aunque pensaba que a Léo le habría gustado una cena más sólida, incluso grasienta. Si no se equivocaba, la velada se acabaría con calvados y puro. Adamsberg se apartó de la radio y encendió la chimenea para recibirla. La canícula había finalizado con el recorrido del asesino. Ordebec, castigada por los acontecimientos, volvía a sus temperaturas estremecedoras.