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– Quite ya, majadero, no me comprometa -gruñó el hombre, cada vez más jorobado y encogido, como si temiera recibir un golpe de lo alto, pero manteniendo el brazo enhiesto.

Al capitán, en cambio, no le afectaba lo más mínimo la apresurada agitación de la calle ni las miradas fugaces de la gente que pasaba. Hacía rato que yo tiraba de los faldones de su gabardina para llevármelo, cuando él puso la mano en el hombro de su indefensa víctima:

– Bueno, ¿sabe qué le digo? Que parece usted bastante decente, habida cuenta lo que anda por ahí… Por lo tanto, ¿qué hacemos varados en dique seco? ¿Por qué no vamos a tomarnos unos vasitos de vino, eh?

En este preciso momento, el otro salutante de más allá debió advertir que el tercero y más alejado de nosotros, y al que apenas podíamos ver porque ya estaba anocheciendo, bajaba el brazo, pues de pronto él rindió el suyo, cruzó la calle encorvado y se metió en un portal. Y al verlo, nuestro hombrecillo también dejó caer su brazo, muy aliviado, farfulló adiós que te zurzan, abuelo, eres un soplagaitas, alzó las solapas de su abrigo y se escabulló hacia el paseo de San Juan arrimado a las paredes.

– Pobre diablo, va bien servido -comentó el capitán viéndole alejarse-. ¿Te has fijado en sus dientes podridos y en sus orejas transparentes? ¡Esa mala bestia no perdona!

CAPÍTULO QUINTO

1

Y así, un día que sin duda nunca olvidará, un soleado domingo de principios del verano, sin despedirse de nadie y sin encomendarse a Dios ni al diablo, el Kim viaja en tren a Marsella y allí se embarca en el Nantucket, un viejo carguero de la compañía naviera France-Orient que navega con pabellón panameño y cuyo capitán, un cantonés apuesto y taciturno llamado Su Tzu, ya había recibido instrucciones de Lévy respecto a su único y ocasional pasajero.

El Nantucket transporta fertilizantes y herramientas para diversos puntos del mar Rojo y del océano Indico, un cargamento de coñac y vinos franceses con destino a Singapur y piezas de recambio para los telares de la fábrica del propio Lévy en Shanghai. El capitán Su Tzu, que habla un francés calmoso y musical, considera al Kim un huésped especial y le prodiga toda clase de atenciones; pone a su disposición un camarero que le servirá las comidas en el camarote, hará su cama, lavará su ropa y le proporcionará whisky y cigarrillos americanos. Contrariamente a lo que esperaba el Kim, el capitán Su Tzu no muestra el menor interés en saber por qué su extraño pasajero escogió viajar a Shanghai en un buque de carga pudiendo hacerlo más rápida y cómodamente por otros medios. Horas después de la partida, los dos ven caer la noche sobre Stromboli mientras conversan amigablemente en el castillo de proa. No tardan en descubrir su mutua afición al ajedrez y cada noche juegan una larga partida en la cabina del capitán.

Su Tzu tiene treinta y ocho años y es un chino alto, de rasgos escasamente orientales y de una elegancia y una gestualidad más bien occidentales; sólo sus párpados pesarosos y lentos, su mirada ensimismada y su boca sensual revelan su origen cantonés. Su discreción y su cortesía, incluso en el trato con la tripulación, impresionan gratamente al Kim, acaso porque éste acaba de abandonar en Francia un nido de alacranes, aquella crispación y aquella soterrada violencia de los exiliados españoles discutiendo en reuniones interminables.

El Nantucket cruza el Mediterráneo sin novedad, con escalas en Túnez y en Port Said antes de penetrar en el canal de Suez y seguidamente en el mar Rojo, hasta alcanzar el golfo de Adén. Hace una breve escala en Djibouti y sigue su rumbo por el océano índico bordeando Ceilán, emboca el estrecho de Malaca afrontando violentas rachas de viento que superan los 70 nudos y tormentas de granizo y lluvia, y recala en Singapur un atardecer de calor bochornoso. Dos días después, dejando las costas de Borneo a estribor, el Nantucket navega hacia el norte, ya con el mar en calma, y se adentra por fin en los mares de China y en noches más cálidas y estrelladas, más propicias a la ensoñación y al ajedrez.

El viejo carguero navega lento y pesado. Su fatigada popa, con churretones de óxido y grasa, ofrece a la curiosidad ociosa de los melancólicos pasajeros del trasatlántico con el que se cruza un deplorable aspecto barbudo y senil. Pero, ¿habéis estado nunca en la proa de un barco a la luz de la luna, siquiera en un carguero cochambroso como éste, acodados a la borda y con la brisa del mar en la cara, alcanzando a ver mucho más que un vasto espejo de aguas plateadas bajo la noche estrellada, mucho más que océano y noche…? Si alguna vez habéis amado un horizonte, sabréis de qué os hablo.

El pasajero insomne del Nantucket contempla también la espuma marina que festonea la quilla del buque abriéndose paso contra las olas, mientras su memoria habitada por espantos y fogonazos intenta recuperar el fraseo sencillo de una melodía romántica que floreció en nuestros corazones durante la guerra, una vieja canción que le unió para siempre a esta ciudad, a tu madre y a los amigos. Más tarde, fumando un cigarrillo apoyado en la barandilla de estribor, presiente en la lejanía de la costa asiática un culebreo de luces y el aroma soñado de una nueva vida. Pero una vez más no capta la señal del destino en forma de nube negra que desciende lentamente sobre el barco y amenaza con envolverlo. El carguero acaba de dejar a popa las islas de Indonesia, el mar está en calma y no hay indicios de tormenta, pero un telón tenebroso ha caído silenciosamente ocultando la noche estrellada. Se trata, según el capitán Su Tzu, de una nube ligeramente tóxica que viene siguiendo al Nantucket como un perro desde hace varios días, y que monsieur Franch, si me permite decirlo, añade Su Tzu con una sonrisa, no advirtió porque ni una sola vez, desde que embarcó en Marsella, ni una sola, ha mirado hacia atrás.

– Llevo ya demasiados años mirando a mis espaldas, capitán -dice el Kim devolviéndole la sonrisa-. Y estoy convencido de que no es bueno.

– Tal vez tenga usted razón -dice Su Tzu con su fuerte acento cantonés y un deje de tristeza-. Este humilde servidor, en cambio, si no mirara atrás a menudo, no podría seguir adelante. Y le ruego disculpe esta confidencia, monsieur.

La espesa tiniebla, que finalmente acaba por envolver al carguero, se formó probablemente en las costas de Somalia, en el confín occidental del índico, le explica Su Tzu:

– Mañana se habrá esfumado sin dejar rastro, y aparte del desagradable olor dulzón y del leve cosquilleo que produce en ojos y garganta, es más nocivo para el espíritu que para el cuerpo. -Y el capitán añade con una sonrisa ahora enigmática-: Algunos marineros muy supersticiosos de la Malasia creen ver en esa nube el anuncio de una traición.

El Kim apura su cigarrillo, lo tira por la borda y mira fijamente a los ojos del chino. Dice:

– ¿Y usted también lo cree, capitán?

– Lo que un servidor crea o deje de creer no importa demasiado, monsieur. ¿No le parece que aquí en cubierta el calor resulta agobiante…? Le propongo una partida junto al ventilador de mi cabina.

El Kim espera unos segundos y dice:

– ¿Puedo hacerle una pregunta tal vez indiscreta, capitán Su? ¿Mantiene usted con monsieur Lévy, su patrón, una relación de amistad o simplemente profesional?

El capitán parece, de pronto, más interesado en captar alguna anomalía en el ruido de motores que sube desde el vientre del buque que en la pregunta casi impertinente del Kim: durante un rato escucha e interpreta el sordo y monótono rumor de máquinas con expresión poco complaciente, y finalmente vuelve los ojos hacia su pasajero.

– ¿Sabe usted que este viejo buque tiene asma? -dice recuperando su sonrisa afable-. Y bien, ¿qué me dice de la partida?

– De acuerdo. Le daré otra oportunidad.

Desde hace varios días, el Kim espera hacerse con el libro de tapas amarillas que Lévy quiere recuperar. Y ni las evasivas palabras ni el extraño comportamiento del capitán Su Tzu, ni esta nube supuestamente preñada con la fetidez de la traición, conseguirán debilitar su voluntad firmemente anclada en el futuro, ni por supuesto alterar lo más mínimo el rumbo del Nantucket.

El viaje prosigue sin incidentes y una mañana el Kim se despierta en su litera empapado de sudor; el termómetro de su camarote marca cuarenta grados. El buque recala en Saigón para cargar una partida de arroz y té de jazmín y zarpa de nuevo hacia Hong Kong, donde los buenos oficios del capitán Su Tzu consiguen para el Kim el visado que le permite entrar en la China nacionalista. Luego el Nantucket navega por el mar Meridional y pasado el estrecho de Formosa inicia la etapa final que le llevará en la mañana del 27 de julio a echar el ancla en el río Huang-p’u.

Pero antes de ese día, cuando el carguero está bordeando las costas de Taiwán, al Kim se le presenta inesperadamente la ocasión de hacerse con el libro de Lévy. La noche es húmeda y calurosa y amenaza tormenta. Su Tzu y su invitado han terminado una partida de ajedrez y abandonan la cabina para fumarse un cigarrillo acodados a la borda, viendo cómo se aproxima la lluvia y los relámpagos por el noroeste; entonces aparece el segundo oficial y requiere al capitán en la sala de máquinas para un asunto urgente: dos marineros malayos se han enzarzado en una pelea a cuchillo de consecuencias graves. Su Tzu se disculpa y se va, justo en el momento que empieza a caer una tromba de agua y el Kim se refugia de nuevo en la cabina del capitán. La ocasión no puede ser más propicia. Repasa con la vista los lomos de los libros en la estantería. No enciende la luz y recibe solamente la suave claridad de un farol exterior que entra por el ojo de buey. Ve en el estante dos libros de tapas amarillas, y el primero que abre -casi sin querer, ayudado por un brusco balanceo del barco-no es el que busca, no es un libro chino, sino griego y de versos. Y de nuevo la señal que no quiere admitir, la de un cambio de rumbo, un nuevo giro que le propone el destino, salta de las páginas abiertas al azar ante sus ojos, reteniendo su atención. Durante medio minuto, el sordo fragor de máquinas en la entraña del Nantucket repercute en sus nervios y le hace pensar en el capitán Su Tzu, en su extraña gentileza y en sus elocuentes silencios, y, sin saber por qué, en esa pulsión subterránea y monótona del quebrantado carguero presiente la huida ya consumada del tiempo, el eco último de la precaria esperanza que lo ha traído hasta aquí, en medio del viento y las olas enfurecidas, para poner en sus manos un libro abierto en la página 77, más por efecto de un fortuito golpe de mar que por decisión propia.