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– Sí, señora.

– ¿Adónde vas? -dijo Susana.

– A pasear por las Ramblas y el puerto, creo.

– ¿Sola?

– Claro que no. Con el señor Forcat.

– ¿Con el señor Forcat? ¿Y nosotros qué?

– Ah, lo siento mucho. Esta tarde me la dedica a mí.

Besó a su hija, se fue por el corredor y enseguida la vimos cruzar la verja del jardín en compañía de Forcat, que escudaba sus ojos tras las gafas de sol y vestía un sobado y grueso traje gris que debía resultarle caluroso. La señora Anita se colgó de su brazo y, volviéndose ágilmente para mirar por encima del hombro, levantó la pierna por detrás y con la otra mano enderezó la costura de la media, riéndose. Inmóvil, atento, un poco solemne, Forcat le ofrecía el brazo esperando que terminara el retoque.

Tras los cristales de la galería, Susana se echó a reír y dijo que formaban la pareja más ridícula y anticuada que jamás había visto.

Era la primera vez que salían juntos a la calle. Los Chacón no aparecieron en toda la tarde. Susana se abrazaba a su gato, pensativa, y me pidió que fuera en busca de un pintalabios de funda plateada que estaba en el cuarto de baño de su madre. Cuando se lo traje tiró el gato de felpa, se destapó y se arrodilló saltando sobre la cama, me enseñó los dientes agarrando el pintalabios con ambas manos y vi cómo su boca, repentinamente adulta tras los primeros toques, se encendía más y más a cada enérgica pasada de la barra de carmín. Luego bajó el volumen de la radio, volvió a meterse entre las sábanas y se durmió, y yo me cansé de dibujar y de contemplarla sin obtener más que desazón y ansiedad y me puse a hacer solitarios en la mesa camilla.

Forcat y la señora Anita regresaron al anochecer y parecían muy animados, ella no regañó a Susana al ver aquella formidable capa de carmín rojo cereza en sus labios, pero examinó su pañuelo por si contenía algún esputo, luego fue a cambiarse de ropa y volvió con un vaso de vino que se bebió de un trago, lo llenó de nuevo y se lo llevó a su cuarto con el cojín de encaje de bolillos. Mientras, en la cocina, Forcat preparaba algo para la cena. Al poco rato apareció en la galería sonriendo, las manos dentro de las amplias mangas del quimono, y, con cierto rebuscado misterio y en voz baja dijo:

– Susana, adivina lo que te traigo.

– Un frasco de colonia. No, un polo de limón.

Forcat se sentó en la cama.

– En el puerto hemos visitado un paquebote francés todo blanco, muy bonito -dijo-. El capitán es amigo mío y de tu padre. Mientras un oficial le enseñaba a tu madre la sala de fiestas, el capitán me dio esto para ti.

– ¿El capitán Su Tzu? -preguntó Susana.

– No. Otro capitán -sonrió Forcat y añadió -: Nuestro capitán Su Tzu está navegando cerca de las costas de Taiwán, ¿recuerdas?

– Sí… ¿Qué es esto?

– Ábrelo y lo sabrás.

Era un sobre marrón y sin franqueo que llevaba escrito, en una caligrafía que hizo que los ojos de la enferma se iluminaran súbitamente, el nombre de Susana. Dentro había una postal donde se veía una antigua pagoda china en la que se combinaban los colores amarillo, rojo y negro. El reverso traía la letra apretada y nerviosa del Kim:

Querida Susana, mantén vivo tu sueño. Cuando te escribo esta postal, en Barcelona serán las seis de la tarde y aquí en Shanghai es la una de la madrugada. Me gustaría que cada día, a las seis en punto de la tarde, pienses en mí, y yo aquí en este mismo instante pensaré en ti. ¿No te parece divertido? Así, nuestros pensamientos se unirán a través de mares y continentes en espera del día que podamos pasear juntos por el Jardín de las Alegrías. Recuerda: a las seis. Imagínate a tu padre sentado a esa hora en la barra del Silk Hat, el cabaret más elegante de Shanghai, con una copa de champán en la mano y escuchando una canción que a tu madre le gustaba mucho. Y brindando por ti. Estoy todavía de incógnito en esta maravillosa ciudad -por razones que ya te contaré algún día-, así que de momento prefiero que no me escribas. Recibe mil besos y come mucho para curarte pronto. ¡An miás (quiere decir en chino: dulces sueños). Tu padre que te quiere, Kim.

3

Susana deseaba un buen mapa para seguir el rumbo del Nantucket y un día los Chacón se presentaron en la torre con un atlas nuevo de trinca, que no supieron explicar de dónde procedía. Ella me pidió que trazara con lápiz rojo la derrota del buque sobre el azul intenso del mar, desde Marsella hasta Shanghai, a lo ancho de dos láminas y recalando en los puertos más importantes del Mediterráneo, del índico y de los mares de China. Luego supimos que Finito había robado el atlas a un escolar que le dio a guardar la cartera mientras buscaba a su madre en el Mercadillo, y Susana obligó a Finito a devolver el atlas; pero antes de hacerlo él dijo que era una lástima y propuso arrancar las láminas con la ruta del Nantucket. Susana reflexionó sobre el asunto y finalmente dijo que no, que el chaval se daría cuenta que faltaban hojas, y entonces sugirió que yo copiara la ruta en un papel de barba, con las costas, las ciudades y las islas utilizando colores distintos. Lo hice y Susana guardó el mapa en el cajón de su mesilla de noche junto con sus programas de cine y sus recortes, el cepillo del pelo, el espejo de mano y el esmalte nacarado para las uñas. Gingiol

Cuando le enseñamos el mapa a Forcat, éste me hizo ver un error señalando ante mis narices la costa occidental de la India con su largo dedo manchado: el Nantucket no había recalado en Bombay. La proximidad del dedo y su olor tan peculiar me sumió de nuevo en el desconcierto: esta vez me hizo pensar en la áspera fragancia de las hojas de la higuera.

Más tarde, al pararse a mi lado para echar un vistazo a los garabatos que pretendían representar a Susana en la cama, tuve ocasión de observar sus manos muy de cerca y durante un buen rato, mientras me hablaba:

– ¿Por qué no pruebas primero a perfilar la cama? ¿De verdad te gusta dibujar, Daniel? ¿O lo haces por complacer al cantamañanas de Blay? -Y bajando la voz añadió -: ¿Es eso lo que te gustaría ser de mayor, dibujante?

Su delgada sonrisa me animaba a la confidencia.

– No sé… Lo que me gustaría ser -dije ingenuamente-es pianista.

Me arrepentí en el acto de haberlo dicho, avergonzado ante la idea de que pudiera adivinar mi secreta vena romántica, mi confusa fascinación por ciertas sombrías imágenes de Antón Walbrook interpretando al piano el Concierto de Varsovia en medio del fragor del bombardeo y de los focos antiaéreos…

– ¿Pianista? ¡Vaya, eso es estupendo! -Forcat siguió un rato atento a las torpezas de mi lápiz y me vio torturar una y otra vez la colcha celeste, un poco descolgada del lecho porque me parecía lograr así cierto efectismo estético; pero se me resistían los pliegues, que yo pretendía tercamente copiar del natural. Y de pronto su mano me arrebató el lápiz y, con rapidísimos trazos y una soltura asombrosa, hizo surgir ante mis ojos unos pliegues largos y magníficos que tenían poco que ver con el original, pero que le otorgaban al cubrecama del dibujo una grávida elegancia y una textura tan real y convincente que yo nunca habría imaginado.

Por cierto que ésta fue la primera y única vez que le vimos exhibir sus habilidades con el lápiz. Me atizó un coscorrón y se fue a la cocina a servirse una taza de achicoria y a preparar la merienda de Susana, pero sus manos manejando el lápiz se quedaron un buen rato ante mis ojos y tan cerca que sentía en el rostro la cálida efusión de la sangre, la pulsión de sus venas abultadas y oscuras. En primer lugar, el suave olor a alcachofas que capté en el dormitorio de la señora Anita se confirmó plenamente; en realidad, yo nunca había sido consciente del olor de las alcachofas crudas, ni tampoco si ese olor era lo bastante intenso, característico e inconfundible como para distinguirlo de otros olores, y desde luego no me explico por qué esas manos elegantes pero de piel tan maltrecha me sugerían el olor de la alcachofa. Se trata de una convicción enquistada en el recuerdo, una particular devoción a mi propio jardín de la infancia. Ciertamente, hay no pocos aspectos de la personalidad de aquel hombre y de mi comportamiento hacia él que nunca supe explicarme. No he conocido a nadie en toda mi vida que haya sido capaz de suscitar tantas expectativas, tanta complicidad y gentileza ante formas muy diversas de sugestión con sólo apoyar la mano en tu hombro y mirarte a los ojos. Inmediatamente después de haber percibido ese aroma que sólo podría definir de forma tan precaria, contingente y devota, la mano que movió el lápiz ante mis narices con tanta maestría me envió también una calentura sosegada y persistente, su extraño fluido, suaves oleadas de una combustión vegetal que parecía nutrirse de la propia piel manchada; como si acabara de exponer la mano al calor de la estufa.

Más tarde, recostada entre el montón de cojines y con el volumen de la radio muy alto, Susana parecía adormilarse con una revista abierta en el regazo, junto al gran ramo de ginesta que Finito y Juan habían traído por la mañana. La tarde era soleada y hacía mucho viento, en el jardín las ramas desmelenadas del sauce azotaban la vidriera y Susana acabó por despabilarse y se desperezó sentada en el lecho. Había que esperar a Forcat y mientras tanto yo me entretenía perfilando sin la menor convicción la omnipresente chimenea y su ponzoñoso humo, la siniestra sombra amenazando a la enferma que había de suscitar la compasión de las autoridades, según las optimistas previsiones del capitán Blay, cuando, ya un poco impacientes tanto ella como yo porque esta tarde Forcat retrasaba sus quehaceres y por tanto la continuación de su relato, fuimos testigos de algo que no sé si calificar de pequeño prodigio o de vulgar juego de manos.