Ocurrió que el huésped de la señora Anita volvió de la cocina llevando ceremoniosamente la bandeja con la merienda de Susana. Con gestos pausados y medidos, envuelto en su quimono de seda, depositó la bandeja en la cama y se sentó al lado de Susana. Desganada como siempre y refunfuñando, la muchacha se enfrentó al gran vaso de leche de vaca y al bocadillo de pan con tomate y jamón vencida de antemano. En estos momentos yo la compadecía de veras; por la mañana ya le hacían tragarse un tazón de leche de vaca aún más grande y otro enorme bocadillo. La verdad es que las rebanadas de pan con tomate tenían siempre una pinta estupenda y pedían a gritos cómeme, Forcat las preparaba con mimo y era un sabio en estos menesteres, puedo decirlo porque más de una vez fui invitado a merendar con Susana; pero ella recibía invariablemente la bandeja con muecas de asco, y además hoy parecía muy cansada y más irritable que de costumbre, respiraba mal y a ratos se abandonaba a una somnolencia desasosegada. No quiso comer y tampoco probó la leche, a pesar de las súplicas de Forcat. La bandeja quedó sobre la cama y Susana se dedicó a cepillarse el pelo, pero lo dejó enseguida y empezó a buscar en la radio otra emisora con música. Sentado en el borde del lecho, Forcat volvió a la carga:
– Si no comes, nunca sabrás cómo llegó tu padre a Shanghai ni porqué su amigo Lévy le pidió que robara para él un libro…
– ¿Por qué le pidió eso?
– No te lo imaginas. Te va a sorprender.
Susana bajó la vista, enfurruñada. Reflexionó un rato y dijo:
– ¿Por qué no vino primero aquí, para irnos juntos? Yo entonces aún podía viajar estando enferma…
– No podías. Y él embarcó para una misión muy especial y peligrosa. Tenía que ir solo.
– Yo nunca he viajado en barco, pero seguro que no me mareo… Seguro.
– Te cuento el resto si te bebes la leche y pruebas a zamparte por lo menos una rebanada de pan, sólo una. Y el jamón, que es muy caro y a tu madre no le regalan el dinero. Anda, sé buena chica…
– Menos cuento, va -cortó Susana-. Sólo quiero saber una cosa.
– Qué.
– ¿Es alto mi padre?
– ¿Es que ya no te acuerdas?
– Aquella noche que vino a verme estaba agachado… -El Kim es más bien alto.
– ¿Cómo iba vestido cuando subió al barco que lo llevó a Shanghai?
Forcat escondió las manos en las mangas del quimono y ladeó la cabeza sonriendo:
– Aja, niña, eso no vale. Ya son dos las cosas que quieres saber. Tendrás que pagar. Un bocado o un sorbo de leche, escoge. -Se volvió hacia mí-. ¿No crees que si quiere satisfacer su curiosidad debe pagar, Dani?
– Claro -dije-. Se pondrá muy gorda, pero que pague. Sí, que pague.
– ¡Tú calla, mocoso, y a ver si terminas esta mierda de dibujo!
Agarró las tijeras y las blandió contra mí, pero se calmó enseguida y se puso a recortar una foto de la revista en la que se veía a Judy Garland siguiendo el camino de las baldosas amarillas. Luego tiró las tijeras sobre la cama, miró a Forcat con ojos furiosos y gritó:
– ¡Me importa un bledo ese asqueroso barco y los que van en él! ¡¿Supones acaso que me chifla todo lo que se refiere a mi padre?! ¡¿Crees que no sabemos vivir sin él en esta casa, eh?! -Forcat no dijo nada y ella añadió -: ¡Por mí ya se puede ir adonde quiera, en barco, en avión o en patinete, no le necesito para nada!
– Cálmate -dijo él-. ¿Por qué te comportas así? Normalmente eres una chica dulce y obediente…
– ¡No quiero ser una chica dulce y obediente, a la mierda con las chicas dulces y obedientes, ¿te enteras?!
– Enterado.
Susana calló un rato, estuvo manoseando su gato de felpa y luego dijo:
– ¿Y has estado en muchos sitios con mi padre? ¿En Shanghai también?
– Estuve mucho antes que él. De joven fui camarero en un barco y viajé mucho. Conozco la ciudad como la palma de mi mano.
Susana me miró y después miró la bandeja con la merienda.
– Si no me crees -dijo Forcat-, pregunta a tu madre.
– Ya lo hice -murmuró ella, y cerrando los ojos añadió -: Pero la leche y la sobrealimentación esa que dice el doctor Barjau te la metes en el culo. Si me zampo este bocadillo, vomito, fíjate.
– No digas tonterías. Vomitarás algún día en un barco, eso sí, y de verdad que me gustaría verlo… Bebe la leche por lo menos, mientras te cuento algo que te va a interesar.
Susana abrazó el gato y no dijo nada, se miró detenidamente las uñas nacaradas, acomodó la almohada a su espalda y después, con evidente desgana y muy despacio, alargó el brazo y alcanzó el vaso de leche. Pero la leche se había enfriado y volvió a dejar el vaso con un mohín no sé si de contrariedad o de alivio.
– Grrrrr… La leche fría me repugna a más no poder.
– Veamos.
Entonces ocurrió. Forcat cogió el vaso y lo sostuvo rodeándolo con ambas manos muy delicadamente, como si temiera dejarlo caer pero al mismo tiempo no quisiera tocarlo -como si el vaso, contrariamente a lo que había dicho Susana, quemara-, y permaneció así quieto durante dos o tres minutos. Me acordé de sus manos rondando las rodillas de la señora Anita: el mismo fervor y la misma concentración en el gesto, la misma tensión en el cuerpo.
Cuando devolvió el vaso a Susana, la leche estaba caliente. Susana no se lo creía y yo tampoco, hasta que toqué el vaso. A mí me han hecho comulgar con ruedas de molino muchas veces en mi vida, pero juro por mi madre que aquella tarde no: Susana y yo metimos el dedo en la leche y pudimos comprobar que ardía como si acabara de ser retirada del fuego.
4
Estábamos en la cabina del capitán Su Tzu, si no recuerdo mal, en el momento en que el Kim, después de devolver al estante el libro de tapas amarillas, pues no es el que busca, abre el otro y ve en su interior las bellas ilustraciones que Lévy le mencionó.
La tormenta ha pasado y se aleja rápidamente a estribor, el cielo se abre y de nuevo brillan las estrellas. El Kim se arrima al ojo de buey buscando más luz y hojea el libro; tal como Lévy le dijo, en la primera página, junto a una dedicatoria personal en tinta roja y caracteres chinos, hay una mancha de carmín. La penumbra le impide ver la mancha con claridad, pero sabe que el libro que tiene en las manos es el que interesa a Lévy. Entonces cree oír un ruido a su espalda y se vuelve; no ve a nadie. La puerta de la cabina, entornada, golpea con intermitencia en el quicio, y al otro lado del ojo de buey, donde el mar oscila suavemente bajo la luz de la luna como un gran párpado plateado, una sombra furtiva se esfuma.
Vuelve a su camarote con el libro y poco después, echado en la litera, lo abre de nuevo y observa el borrón de carmín con más detenimiento. En realidad no es una mancha, sino dos: se trata de la marca de unos labios femeninos, el estampado perfecto de una boca pintada que depositó allí un beso carmesí, junto con la dedicatoria y la firma. ¿A quién iba dedicado este beso, a Michel Lévy o al capitán Su Tzu, o tal vez a ninguno de los dos…? Los labios se ofrecen risueños y carnosos, un poco abiertos y estriados, y parecen surgir de la nada, fantasmales y obsesivos. La rara perfección y la fuerza de la impronta transmiten la vida intensa y ardiente, el arrebato y el fuego que durante un breve instante abrasó la boca y que ésta grabó en la página, del mismo modo que se grababa ahora en la memoria del Kim: espectral y desflorada, surgida de la pálida nebulosa del papel como una herida.
Envuelve el libro en un jersey y lo guarda en su maleta. Dice el Kim que el resto del viaje por el mar de la China Meridional se le hizo interminable. Al anochecer, por entretenerse, mide en el reloj la duración del crepúsculo estático para comprobar que se prolonga casi más que la misma noche, confundiéndose con la aurora. Durante varios días sopla un viento del este que arde en la piel. La última noche a bordo, el capitán Su Tzu lo invita a cenar en su cabina y el Kim lo encuentra más reservado que de costumbre, pero cortés y amable como siempre.
A las ocho de la mañana del día siguiente el Nantucket avista la bahía de Hangzhow y poco después de remontar las aguas fangosas y fatigadas del río Huang-p’u se dispone a atracar en el muelle sorteando un hervidero de lanchones y gabarras, pesqueros y juncos. Delante de un flamante Packard negro aparcado en el embarcadero, un asiático bajito y rechoncho impecablemente vestido espera al Kim: es Charlie Wong, el socio de Lévy, un híbrido sonriente y vivaz de francés e indochino que ya ha resuelto los trámites de la aduana antes de que el Kim desembarque. Mientras el Kim permanece acodado en la borda esperando que termine la maniobra de atraque, nuestros oídos captan por vez primera el vasto rumor de Shanghai y nuestros ojos maravillados no acaban de creerse lo que ven. Bajo un cielo intensamente azul, una hilera de soberbios rascacielos custodia la ciudad legendaria.