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Lee Child

El Enemigo

Jack Reacher 8

The Enemy, 2004

Dedicado a la memoria de Adele King

1

Grave como un ataque cardíaco. Quizás ésas fueron las últimas palabras de Ken Kramer, como una explosión final de pánico en su cabeza mientras dejaba de respirar y se precipitaba en el abismo. No estaba donde debía ni por asomo, y él lo sabía. Estaba donde no debía estar, con alguien de todo punto inadecuado y llevando consigo algo que tenía que haber guardado en un lugar más seguro. Se encontraba en el momento culminante de su juego. Seguramente sonreía, hasta que lo traicionó el repentino golpazo dentro del pecho. Y todo dio un vuelco. El éxito se convirtió en catástrofe. Ya no tenía tiempo de enderezar las cosas.

Nadie sabe cómo es un ataque cardíaco mortal. No hay supervivientes para contárnoslo. Los médicos hablan de necrosis y coágulos, falta de oxígeno y vasos sanguíneos ocluidos. Sugieren rápidas e inútiles palpitaciones, o si no nada de nada. Se valen de palabras como infarto y fibrilación, aunque esos términos no significan nada para nosotros. Deberían decir que te caes muerto y ya está. Y eso es lo que le pasó a Ken Kramer, sin duda. Tan sólo se cayó muerto y se llevó sus secretos a la tumba; y el lío que dejó atrás casi me mata a mí también.

Me hallaba solo en un despacho que no era mío. En la pared había un reloj que no tenía segundero. Sólo las manecillas de las horas y los minutos. Era eléctrico. No hacía tictac. Era totalmente silencioso, como la habitación. Yo observaba con atención el minutero. No se movía.

Esperé.

La manecilla se movió. Recorrió seis grados de golpe. Su movimiento era mecánico, amortiguado y preciso. Saltó, tembló un poco y se paró.

Un minuto.

«Uno fuera, uno me queda.»

«Sesenta segundos más.»

Seguí mirando. El reloj se quedó quieto un largo, larguísimo rato. De pronto la manecilla volvió a saltar. Otros seis grados, otro minuto, justo medianoche, y 1989 pasaba a ser 1990.

Aparté la silla hacia atrás y me puse en pie detrás de la mesa. Sonó el teléfono. Imaginé que alguien iba a desearme feliz año. Pero no. Era un policía civil para comunicar que había un soldado muerto en un motel a cincuenta kilómetros de su puesto.

– He de hablar con el oficial de servicio de la Policía Militar -dijo.

Volví a sentarme a la mesa.

– Yo mismo -repliqué.

– Tenemos a uno de los suyos. Muerto.

– ¿Uno de los míos?

– Un soldado -aclaró.

– ¿Dónde?

– En un motel, en la ciudad.

– ¿Cómo ha muerto? -pregunté.

– Un ataque cardíaco, lo más probable.

Hice una pausa. Volví la hoja del calendario del ejército que había sobre la mesa; el 31 de diciembre dio paso al 1 de enero.

– ¿Algo sospechoso? -inquirí.

– No hemos visto nada.

– ¿Ha visto antes ataques cardíacos?

– Montones.

– Muy bien -dije-. Llame al cuartel.

Le di el número.

– Feliz Año Nuevo -dije.

– ¿No tiene que venir usted? -preguntó.

– No.

Colgué. No tenía por qué ir. El ejército es una institución grande, algo más grande que Detroit y algo menos que Dallas, y tan poco sentimental como una u otra. Sus efectivos constan de 930.000 hombres y mujeres, tan representativos de la población norteamericana como uno quiera. En Estados Unidos, el índice de mortalidad es aproximadamente de 865 por 100.000 habitantes, y si no hay combates, los soldados no mueren en una proporción mayor ni menor que la gente corriente. En general son más jóvenes y están en mejor forma que las personas normales, si bien fuman y beben más y comen peor y están sometidos a una tensión mayor y en la instrucción hacen toda clase de cosas peligrosas. De modo que su esperanza de vida viene a ser la normal. Mueren al mismo ritmo que el resto de la gente. Si representamos gráficamente el índice de mortalidad de los efectivos actuales, veremos que cada día, un año tras otro, mueren veintidós soldados debido a accidentes, suicidios, enfermedades cardíacas, cáncer, apoplejías, dolencias pulmonares, afecciones hepáticas o del riñón. Igual que los ciudadanos de Detroit o Dallas. Así que no tenía por qué ir. No trabajo en ninguna funeraria. Soy policía militar.

La manecilla del reloj brincó, tembló y se quedó quieta. Pasaban tres minutos de la medianoche. Sonó el teléfono. Alguien para desearme feliz Año Nuevo. Era la sargento de la mesa que había delante de mi despacho.

– Feliz Año Nuevo -me dijo.

– Lo mismo digo. ¿No podía levantarse y asomar la cabeza por la puerta?

– ¿No podía asomar usted la suya?

– Estaba al teléfono.

– ¿Quién era?

– Nadie -dije-. Un veterano que no ha podido empezar la nueva década.

– ¿Quiere café?

– Claro -dije-. ¿Por qué no?

Volví a colgar. Llevaba ya en ese trabajo más de seis años, y el café del ejército era una de las cosas que hacían más feliz mi estancia. Era el mejor del mundo sin discusión. Y también las sargentos. Aquélla era una montañesa del norte de Georgia. Hacía dos días que la conocía. Vivía fuera de la base, en un aparcamiento de caravanas cercano. Tenía un niño pequeño. Me lo había contado todo sobre él. No oí nada de marido alguno. Era todo huesos y tendones y dura como el pico de un pájaro carpintero. Pero yo le gustaba, de eso estaba seguro. Porque me había traído café. Si no les gustas, no te traen café. Al revés, te apuñalan por la espalda. Mi puerta se abrió y ella entró con dos tazones, uno para ella y otro para mí.

– Feliz Año Nuevo -repetí.

Dejó los dos tazones sobre la mesa.

– ¿Lo será? -dijo ella.

– No veo por qué no.

– Casi han derribado el Muro de Berlín. Ha salido por la televisión. Se lo estaban pasando en grande.

– Me alegro de que así sea, donde sea.

– Montones de gente. Grandes multitudes, todos cantando y bailando.

– No he visto las noticias -dije.

– Ha sido hace unas seis horas. La diferencia horaria.

– Seguramente aún siguen ahí.

– Llevaban mazos -dijo ella.

– Con todo el derecho. Su mitad es ahora una ciudad libre. Nos pasamos cuarenta y cinco años manteniéndola dividida.

– Pronto ya no tendremos enemigos.

Probé el café. Caliente, negro, el mejor del mundo.

– Hemos ganado -dije-. Cabe suponer que eso es bueno, ¿no?

– No si vives de la paga del Tío Sam.

Iba vestida como yo, con el habitual uniforme de campaña. Las mangas pulcramente subidas. El brazalete de PM exactamente en posición horizontal. Lo llevaría sujeto por detrás con un imperdible. Las botas relucían.

– ¿Tiene algún uniforme de camuflaje para el desierto? -le pregunté.

– Nunca he estado en el desierto.

– Cambiaron el diseño. Le han puesto grandes manchas marrones. Cinco años de investigaciones. Los de Infantería lo llaman pastilla de chocolate. No es un diseño bueno. Tendrán que cambiarlo de nuevo, pero tardarán otros cinco años en decidirse.

– ¿Y?

– Si tardan cinco años en revisar el diseño de un uniforme de camuflaje, su hijo habrá acabado la universidad antes de que decidan la reducción de efectivos. Así que tranquila.

– Muy bien -dijo, sin creerme-. ¿Cree que el chico vale para estudiar?

– No lo conozco.

Ella no respondió.

– El ejército detesta los cambios -señalé-. Y siempre tendremos enemigos.

Siguió callada. Sonó el teléfono. Ella se inclinó y respondió por mí. Escuchó unos once segundos y me tendió el auricular.

– El coronel Garber, señor -dijo-. Está en el Distrito de Columbia.

Cogió su tazón y salió del despacho. El coronel Garber era en última instancia mi jefe, y aunque era un ser humano agradable, no parecía probable que llamara ocho minutos después de iniciado el nuevo año sólo para mostrarse amistoso. No era ése su estilo. Algunos mandamases sí van de ese rollo. En las fiestas importantes vienen la mar de animados, como si fueran uno más. Pero Leon Garber no lo habría hecho ni de broma, con nadie, y menos conmigo. Aunque hubiera sabido que yo estaba allí.