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Salimos al aire frío y oscuro. Otra vez había niebla, atravesada por la luz de las farolas. Me sentía agarrotado. Me desperecé y bostecé y luego me estiré la chaqueta y vi la cabeza de Summer delante de la máquina de Coca-Cola, cuyo resplandor daba a su piel un fulgor rojizo. Crucé la calle y me dirigí al bar.

El aparcamiento estaba igual de lleno que la noche anterior. Los coches y camiones se encontraban estacionados alrededor de todo el edificio. Los extractores volvían a funcionar a pleno rendimiento. Alcanzaba a ver humo y oler cerveza. Oía el estrépito de la música. El neón brillaba.

Empujé la puerta y me zambullí en el ruido. La multitud volvía a atestar el local. Estaban encendidos los mismos focos. En el escenario era otra la chica desnuda. Tras la caja registradora, medio en sombras, el mismo tío fornido. No le veía la cara, pero supe que me estaba mirando las solapas. Donde Kramer había llevado sables de caballería cruzados de Blindados y encima un tanque embistiendo yo lucía las pistolas cruzadas de llave de chispa de la Policía Militar, doradas y brillantes. En un lugar como aquél no sería la imagen más aplaudida.

– Consumición mínima -soltó el tipo de la caja.

Era difícil oírle. La música atronaba.

– ¿Cuánto? -pregunté.

– Cien pavos.

– No me digas.

– Muy bien, doscientos.

– Estoy impresionado.

– No me gustan los polis.

– Dime por qué.

– Mírame.

Lo miré. No había mucho que ver. Un foco del techo iluminaba un estómago prominente y un pecho enorme, así como unos antebrazos cortos y tatuados. Y manos del tamaño y la forma de pollos congelados con gruesos anillos de plata en casi todos los dedos. Pero los hombros y el rostro del tío permanecían sumidos en las sombras. Era como si estuviera oculto tras una cortina. Yo estaba hablando con alguien a quien no veía.

– No eres bienvenido aquí -me espetó.

– Lo superaré. No soy una persona excesivamente sensible.

– No me estás escuchando -dijo él-. Ésta es mi casa y no te quiero aquí.

– No tardaré mucho.

– Vete ahora.

– No.

– Mírame.

Se inclinó hacia delante, hacia el haz del foco. Despacio. La luz le recorrió el pecho hasta el cuello. Y la cara. Una cara inaudita. Había empezado siendo inquietante y acabado mucho peor. La tenía llena de cicatrices de cuchilla de afeitar. La cruzaban formando una especie de enrejado. Eran profundas, pálidas y viejas. Le habían roto la nariz y se la habían recompuesto de cualquier manera, y se la habían vuelto a romper y recomponer, muchas veces. Tenía unas cejas espesas con tejido de cicatriz, bajo las cuales había unos ojos pequeños que me miraban fijamente. Tendría unos cuarenta años, mediría uno setenta y cinco y pesaría ciento veinte kilos. Parecía un gladiador que hubiera sobrevivido veinte años en lo más recóndito de las catacumbas.

Sonreí.

– Se supone que el numerito de la cara es para impresionarme, ¿no? Con toda la luminotecnia y demás.

– Esto debería decirte algo.

– Me dice que has perdido un montón de combates. Si quieres perder otro, pues muy bien.

No dijo nada.

– También podría declarar prohibido el acceso a este bar a todos los soldados de Bird -añadí-. Está muy claro de dónde sacas tus ganancias.

El tipo no abrió la boca.

– Pero no quiero hacerlo -proseguí-. No hay motivo para castigar a mis chicos sólo porque tú seas un gilipollas.

Siguió callado.

– Así que no te haré caso, supongo -concluí.

Se reclinó. La sombra volvió a ocultarle la cara, a modo de cortina.

– Te veré en otro momento -dijo desde la oscuridad-. En algún lugar, en algún momento. Ten lo por seguro. Cuenta con ello.

– Ahora sí que estoy impresionado -dije.

Me alejé y me mezclé con la multitud, que formaba un apretado embotellamiento, y terminé en la parte central del local. Dentro era mucho mayor de lo que parecía por fuera, un cuadrado grande y de techo bajo, lleno de ruido y gente. Había montones de zonas independientes. Altavoces por todas partes. Música estridente. Luces intermitentes. Un montón de civiles. También muchos militares. Los identificaba por el corte de pelo y la ropa. Los soldados que no están de servicio siempre se visten de una manera inconfundible. Quieren parecerse a cualquier otra persona y fracasan de plano. Siempre parecen ir demasiado limpios y anticuados. Al pasar por su lado todos me miraron. No les alegraba verme. Yo buscaba algún sargento. Buscaba unas cuantas arrugas alrededor de los ojos. Aun par de metros del borde del escenario principal vi cuatro posibles candidatos. Tres de ellos me vieron y volvieron la cara. El cuarto hizo una pausa de unos segundos y luego se volvió hacia mí, como si supiera que había sido elegido. Era un tío compacto, unos cinco años mayor que yo. Seguramente de las Fuerzas Especiales. En Bird había muchos, y ése tenía toda la pinta. Se lo estaba pasando bien. No había duda. Llevaba una sonrisa en el rostro y una botella en la mano. Cerveza fría, cubierta de humedad. La alzó a modo de saludo, de invitación a acercarme. Así que fui hacia él y le hablé al oído.

– Haga correr la voz por mí -dije-. No estoy aquí por nada oficial. No tiene nada que ver con nuestros chicos. Es otra cosa.

– ¿Como qué?

– Un objeto perdido -expliqué-. Nada importante. Por lo demás, todo bien.

No dijo nada.

– ¿Fuerzas Especiales? -pregunté.

Él asintió.

– ¿Un objeto perdido?

– No gran cosa -aclaré-. Algo que desapareció al otro lado de la calle.

El tipo pensó en ello. Luego levantó la botella y la hizo entrechocar con la mía si yo hubiera pedido una. Una muestra inequívoca de aceptación. A base de mímica, con todo aquel ruido. Pero aun así, una discreta corriente de hombres empezó a desfilar hacia la salida. Durante mis primeros minutos en el local se marcharon unos veinte soldados. La PM provocaba este efecto. No era de extrañar que el de la cara de mapa no me quisiera allí.

Se me acercó una camarera. Llevaba una camiseta negra cortada unos diez centímetros por debajo del cuello, shorts negros cortados a unos diez centímetros de la cintura y zapatos negros de tacones altos. Nada más. Se quedó allí de pie mirándome hasta que pedí algo, una Bud por la que me cobraron unas ocho veces más de lo normal. Bebí un par de sorbos y acto seguido me puse a buscar putas.

Ellas me encontraron primero. Les interesaba que yo desapareciera antes de vaciarles el local y reducir a cero su fuente de clientes. Se me acercaron dos directamente. Una era rubia platino. La otra, morena. Ambas llevaban escuetos y ceñidos vestidos de tubo que brillaban con toda clase de fibras sintéticas. La rubia se adelantó a la morena y avanzó hacia mí torpemente sobre unos ridículos tacones de plástico transparente. La morena giró y se dirigió hacia el sargento de las Fuerzas Especiales con el que yo había estado hablando. El se la quitó de encima con lo que me pareció una expresión de genuino asco. La rubia se plantó a mi lado y se apoyó en mi brazo. Luego se estiró hasta que noté su aliento en el oído.

– Feliz Año Nuevo -dijo.

– Lo mismo digo.

– No te había visto antes por aquí -comentó, como si yo fuera lo único que faltaba en su vida. Tenía acento. No era de las Carolinas. Tampoco de California. Seguramente de Georgia o Alabama.

»¿Eres nuevo en la ciudad? -preguntó en voz alta debido a la música.

Sonreí. Yo había perdido la cuenta de los burdeles en que había estado, igual que cualquier PM. Todos son iguales y cada uno es diferente. Todos tienen protocolos distintos. Pero la pregunta «eres nuevo en la ciudad» era una táctica estándar para entablar conversación. Me invitaba a iniciar las negociaciones y al tiempo se protegía de la acusación de incitación, de ejercicio de la prostitución.