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– Se presenta la teniente Summer, señor -dijo.

– Descanse. Tratamiento informal, ¿de acuerdo? Llámeme Reacher, o nada. Y no me salude. No me gusta.

La teniente hizo una pausa. Se relajó.

– De acuerdo -dijo.

Abrí la puerta del acompañante para subir.

– ¿Conduzco yo? -preguntó.

– He estado levantado casi toda la noche.

– ¿Quién ha muerto?

– El general Kramer. Un tipo importante de los tanques en Europa.

Ella pensó un momento.

– Entonces ¿por qué estaba aquí? Somos de Infantería.

– Estaba de paso -dije.

La teniente subió al asiento del conductor y lo movió hacia delante. Ajustó el retrovisor. Yo empujé el asiento del acompañante hacia atrás y me puse lo más cómodo que pude.

– ¿Adónde? -preguntó.

– Green Valley, Virginia. Calculo que serán unas cuatro horas.

– ¿Allí está la viuda?

– Es la casa de vacaciones.

– ¿Y vamos a llevarle la noticia? ¿Como feliz Año Nuevo, mamá, y, por cierto, tu esposo ha muerto?

Asentí.

– Menuda papeleta nos ha tocado -solté, pero en realidad no estaba preocupado. Las esposas de los generales son muy duras. O bien se han pasado treinta años empujando a sus maridos por el palo untado de grasa, o bien han soportado treinta años de lluvia radiactiva mientras sus maridos trepaban solos. En cualquier caso, ya quedan pocas cosas que puedan afectarles. La mayoría son más duras que los generales.

Summer se quitó la gorra y la arrojó al asiento de atrás. Llevaba el pelo muy corto, casi rapada. Tenía un cráneo delicado y unos bonitos pómulos. Piel tersa. Me gustaba su aspecto. Y conducía deprisa, sin duda. Se abrochó el cinturón y puso rumbo al norte como si se estuviera entrenando para las carreras de Nascar.

– ¿Fue un accidente? -preguntó.

– Un ataque cardíaco. Tenía mal las arterias.

– ¿Dónde? ¿En nuestro Cuartel de Oficiales de Visita?

Negué con la cabeza.

– En un motel de mierda de la ciudad. Murió con una puta de veinte dólares inmovilizada debajo de él.

– Esa parte no se la contamos a la viuda, ¿verdad?

– No. Esa parte no se la contamos a nadie.

– ¿Por qué estaba de paso?

– No venía a Fort Bird. Estaba en tránsito, de Francfort a Dulles, y veinte horas después del National a Los Ángeles. Iba a Fort Irwin, a una reunión.

– Muy bien -dijo ella, y a continuación guardó silencio.

Seguimos adelante. Pasamos casi a la altura del motel, pero bastante más al oeste, en dirección a la autopista.

– ¿Me da su permiso para hablar con franqueza? -preguntó.

– Adelante -dije.

– ¿Es esto un test?

– ¿Por qué iba a ser un test?

– Usted es de la 110 Unidad Especial, ¿verdad?

– Así es -repuse.

– Tengo pendiente una solicitud.

– ¿A la 110?

– Sí -confirmó-. Así pues, ¿es una evaluación encubierta?

– ¿De qué?

– De mí. Como candidata.

– Necesitaba una acompañante. Por si hay que abrazar a la viuda. La escogí al azar. La capitán con el brazo hecho polvo no habría podido conducir. Y sería un indicio de incompetencia por nuestra parte si tuviéramos que esperar a que se muriera un general para llevar a cabo evaluaciones personales.

– Supongo -dijo ella-. Pero me pregunto si está usted aquí sentado aguardando a que yo haga las preguntas obvias.

– Esperaba que cualquier PM con sangre en las venas me formularía las preguntas obvias, tuviera o no pendiente el traslado a una unidad especial.

– Muy bien, sigo preguntando. El general Kramer tenía una escala de veinticuatro horas en el área de D.C., quería echar un polvo y no le importaba pagar por el privilegio. Entonces ¿por qué hizo todo el trayecto hasta aquí? ¿Cuánto es? ¿Quinientos kilómetros?

– Cuatrocientos setenta y seis -precisé.

– Y después tenía que regresar.

– Está claro.

– Entonces ¿por qué?

– Dígamelo usted -repuse-. Sugiérame algo que yo no haya pensado y la recomendaré para el traslado.

– No puede hacerlo. Usted no es mi oficial al mando.

– Tal vez lo sea. Esta semana, en todo caso.

– Además, ¿por qué está usted aquí? ¿Está pasando algo que yo debería saber?

– Ignoro por qué estoy aquí -contesté-. Recibí órdenes. Es todo lo que sé.

– ¿Es usted de veras comandante?

– Es lo que verifiqué la última vez.

– Creía que los investigadores de la 110 eran normalmente suboficiales que iban de paisano. O de incógnito.

– Normalmente es así.

– Así pues, ¿por qué lo traen aquí pudiendo mandar a un suboficial y disfrazarlo de comandante?

– Buena pregunta -dije-. Quizás algún día lo averigüe.

– ¿Puedo preguntarle cuáles eran sus órdenes?

– Funciones interinas como segundo comandante de la policía militar de Fort Bird.

– El jefe de la policía militar no se halla en la base -observó ella.

– Lo sé. Ya me he enterado. Fue trasladado el mismo día que llegué yo. Es algo temporal.

– Así que está actuando como oficial al mando.

– Ya se lo he dicho.

– No es un puesto propio para alguien de una unidad especial -dijo.

– Puedo fingir -expliqué-. Empecé como PM normal, como usted.

Summer no contestó.

– Kramer -dije-. ¿Por qué decidió dar un rodeo de novecientos kilómetros? De sus veinte horas, dedicaría doce a conducir. ¿Sólo para gastarse quince pavos en una habitación y veinte en una puta?

– ¿Por qué importa esto? Un ataque cardíaco es un ataque cardíaco, ¿vale? ¿Acaso hay alguna duda sobre ello?

Negué con la cabeza.

– Ya han hecho la autopsia en el Walter Reed.

– Por tanto, no importa demasiado dónde o cuándo pasó.

– Falta su maletín.

– Entiendo -dijo ella.

La vi pensar. Sus párpados se movieron ligeramente hacia arriba.

– ¿Cómo sabe que había un maletín? -preguntó.

– No sé si lo había. Pero ¿ha visto alguna vez a un general que vaya a una reunión sin maletín?

– No -contestó-. ¿Cree que la puta huyó con él?

Asentí.

– Ahora mismo es mi hipótesis de trabajo.

– Encontrar a la puta.

– Exacto.

Summer volvió a mover los párpados.

– No tiene ningún sentido -soltó.

Asentí de nuevo.

– No lo tiene.

– Cuatro posibles razones por las que Kramer no se quedó en el área de D.C. Una, quizás había viajado con otros colegas oficiales y no quería ponerse en evidencia delante de ellos si llevaba una prostituta a su habitación. Los demás podrían verla en el pasillo u oírla a través de las paredes. Así que puso una excusa y se alojó en otra parte. Dos, aunque viajara solo quizá tuviera un bono de viaje del Departamento de Defensa y temió que el recepcionista reconociera a la chica y llamara al Washington Post. Esas cosas pasan. De modo que prefirió pagar en efectivo en cualquier antro anónimo. Tres, aunque no llevara un bono oficial, en un hotel de una ciudad grande podría haber sido un huésped conocido o un rostro familiar. O sea que buscó el anonimato fuera de la ciudad. O cuatro, sus gustos sexuales iban más allá de lo que se puede encontrar en las páginas amarillas de D.C., por lo que tuvo que ir donde sabía con seguridad que conseguiría lo que buscaba.

– ¿Pero? -objeté.

– Los problemas uno, dos y tres pueden resolverse recorriendo veinte o veinticinco kilómetros, quizá menos. Cuatrocientos setenta y seis me parece excesivo. Y mientras estoy dispuesta a creer que hay gustos que no pueden satisfacerse en D.C., no entiendo por qué es más probable satisfacerlos aquí, en el quinto pino de Carolina del Norte, y en todo caso supongo que una cosa así costaría bastante más de veinte pavos allá donde uno finalmente la encontrara.