Выбрать главу

– Muy bien -dijo-. ¿Ya está?

– No -repuse-. Necesito saber dónde estaba el comandante Marshall los días dos y tres. Busque a empleados de viajes y entérese de si se facilitaron bonos. Y quiero el número de teléfono del hotel Jefferson, en D.C.

– Es mucho para tres horas.

– Por eso se lo pido a usted y no al tipo del turno de día. Usted es mejor que él.

– Ahórrese eso -soltó-. Conmigo no valen los halagos.

– La esperanza es lo último que se pierde -dije.

Regresamos al coche y a la carretera. Pusimos rumbo al este por la I-95. Le dije a Summer que fuera despacio. Si no, tal como conducía ella por las vacías carreteras nocturnas, llegaríamos al comedor mucho antes que la sargento. Ella estaría allí aproximadamente a las seis y media y yo quería llegar después, a eso de las seis cuarenta. Por si ella me había delatado y tendido una emboscada. Era improbable pero no imposible. Pasaríamos con el coche y echaríamos un vistazo antes de parar. No tenía ganas de estar sentado a una mesa bebiendo café y que apareciera Willard.

– ¿Para qué quieres todo eso? -preguntó Summer.

– Sé lo que le pasó a la señora Kramer -dije.

– ¿Cómo?

– Al final lo he entendido. Tenía que haberlo visto desde el principio. Pero no pensé. No tuve suficiente imaginación.

– No basta con imaginar las cosas.

– Pues a veces resulta que sí -objeté-. A veces sólo se trata de eso. En ocasiones es todo lo que tiene un investigador. Uno ha de imaginar qué habrán hecho los otros. El modo en que habrán pensado y actuado. Hay que pensar que uno es los otros.

– ¿Es quiénes?

– Vassell y Coomer -precisé-. Sabemos quiénes son. Sabemos cómo son. Por tanto, podemos predecir qué hicieron.

– ¿Y qué hicieron?

– Salieron a primera hora y viajaron en avión todo el día desde Francfort. En Nochevieja. Llevaban uniforme de clase A por si así obtenían alguna ventaja. Con un vuelo de American Airlines que salía de Alemania quizá lo lograron, o quizá no. En cualquier caso, no podían darlo por hecho. Irían preparados para pasarse ocho horas en clase turista.

– ¿Por tanto?

– ¿A unos tíos como ellos les haría gracia hacer la cola de taxis en Dulles? ¿O tomar el autobús a la ciudad? ¿Ir apretujados e incómodos?

– No -repuso Summer-. No harían una cosa ni la otra.

– Exacto -corroboré-. Ni una cosa ni la otra. Son demasiado importantes. Ni pensarlo. Ni en un millón de años. Los tíos así necesitan que les vaya a esperar un coche con chófer.

– ¿Quién?

– Marshall -dije-. Él es el hombre. El recadero favorito. Ya estaba aquí, a su servicio. Seguramente los recogió en el aeropuerto. Tal vez también a Kramer. ¿Cogió Kramer el autobús de Hertz hasta el aparcamiento de coches de alquiler? No lo creo. Creo más bien que Marshall lo llevó allí, y luego acompañó a Vassell y Coomer al hotel Jefferson.

~¿Y?

– Y se quedó allí con ellos, Summer. Creo que había reservado una habitación. Tal vez le querían allí para que los llevara al National a la mañana siguiente. Al fin y al cabo iría con ellos. También iría a Fort Irwin. O quizá sólo querían hablar con él urgentemente. Sólo ellos tres, Vassell, Coomer y Marshall. Acaso fuera más fácil hablar sin la presencia de Kramer. Y Marshall tenía mucho de qué hablar. Habían iniciado su misión temporal en noviembre. Tú misma me lo dijiste. Fue en noviembre cuando comenzó a caer el Muro. En noviembre empezaron a llegar las señales de peligro. Así que le enviaron aquí en noviembre para que estuviera atento a lo que se dijera en el Pentágono. Es mi hipótesis. Pero en cualquier caso, Marshall pasó la noche con Vassell y Coomer en el hotel Jefferson. De esto estoy seguro.

– Muy bien. ¿Qué más?

– Marshall estaba en el hotel y su coche en el aparcamiento. ¿Y sabes una cosa? Examiné nuestra factura de París. Te cobran un ojo de la cara por todo, sobre todo las llamadas. Pero no «todas». Las que hicimos de una habitación a otra no aparecen reflejadas. Tú me llamaste a las seis por la cena. Luego yo te llamé a medianoche. Estas llamadas no salen en la factura. Si pulsas el tres para hablar con otra habitación, es gratis. Si marcas el nueve para tener línea, se enciende el ordenador. En la factura de Vassell y Coomer no había llamadas, por lo que pensamos que no las habían hecho. Pero sí las habían hecho. Llamadas internas, de habitación a habitación. Vassell recibió el mensaje del XII Cuerpo en Alemania y luego llamó a Coomer para discutir con él qué demonios hacer al respecto. Y luego uno de los dos cogió el teléfono y llamó a la habitación de Marshall, al siempre disponible recadero, y le dijo que bajara inmediatamente y cogiera el coche.

– ¿Lo hizo Marshall?

Asentí.

– Lo mandaron de noche a hacer el trabajo sucio.

– ¿Podemos demostrarlo?

– Podemos intentarlo. Primero llamaremos al hotel Jefferson y buscaremos una reserva a nombre de Marshall para Nochevieja. Segundo, el expediente de Marshall nos dirá si en otro tiempo vivió en Sperryville. Y tercero, su expediente nos dirá si es alto, robusto y diestro.

Summer guardó silencio, reflexionando.

– ¿Esto bastará? -dijo-. ¿Lo de la señora Kramer será un resultado suficiente para salir del atolladero?

– Aún quedan cosas -dije.

Observar a Summer conducir despacio era como estar en un universo paralelo. Nos fuimos deslizando por la autopista con el mundo pasando a una velocidad moderada. El potente motor del Chevy haraganeaba a poco más que al ralentí. Los neumáticos eran silenciosos. Pasamos frente a los ya familiares puntos de referencia. El edificio de la policía estatal, el lugar donde había sido hallado el maletín de Kramer, el área de descanso, el acceso a la pequeña autopista. Nos salimos en el cruce en trébol, y yo recorrí con la vista la gasolinera, la freiduría barata, el aparcamiento del bar de striptease y el motel. Todo el lugar rebosaba de luz amarilla, niebla y sombras negras, pero yo alcanzaba a ver bastante bien. No se apreciaba ningún tinglado. Summer dobló hacia el aparcamiento y dio una vuelta larga y lenta. Había tres vehículos de dieciocho ruedas aparcados como ballenas varadas en la playa y un par de sedanes probablemente abandonados. Tenían toda la pinta: pintura deslustrada, neumáticos flojos, carrocerías combadas. Había una vieja furgoneta Ford con un asiento de niño sujeto con correas. Supuse que era de la sargento. No había nada más. Las seis y media de la mañana y el mundo estaba oscuro, tranquilo y en silencio.

Ocultamos el coche tras el bar y cruzamos el aparcamiento en dirección al comedor, cuyas ventanas estaban empañadas por el humo de la cocina. Dentro se veía una luz blanca y cálida. Parecía un cuadro de Hopper. La sargento estaba sola en una mesa de la parte de atrás. Entramos y nos sentamos a su lado. Ella levantó del suelo una bolsa de la compra llena de cosas.

– Primero lo primero -dijo.

Metió la mano en la bolsa y sacó una bala. La dejó vertical sobre la mesa, delante de mí. Era una Parabellum normal de 9 mm. Munición reglamentaria de la OTAN. Encamisada. Para pistola o metralleta. El brillante revestimiento de latón tenía algo rayado. La cogí y la observé. Había una palabra grabada, tosca y desigual. Había sido trazada deprisa y a mano. Ponía «Reacher».

– Una bala con mi nombre -dije.

– De Delta -precisó la sargento-. Entregada en mano, ayer.

– ¿Por quién?

– El joven con barba.

– Qué encantador -dije-. Recuérdeme que le dé una patada en el culo.

– No lo tome a broma. Están alteradísimos.

– Se han equivocado de hombre.

– ¿Puede demostrarlo?

Hice una pausa. Saber algo y demostrarlo eran cuestiones distintas. Guardé la bala en el bolsillo y puse las manos encima de la mesa.