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En la Beltway tomé una pequeña salida circular en el sentido contrario a las agujas del reloj y busqué la peor zona de la ciudad que pudiera encontrar. Había muchas opciones. Elegí una plaza limitada por cuatro almacenes en estado ruinoso con callejones intercalados. Hallé lo que quería en el tercer callejón. Vi a una prostituta demacrada salir de un portal decrépito. Entré pasando por su lado y vi a un tipo con sombrero que tenía lo que yo buscaba. Hizo falta un minuto para que surgiera un entendimiento tácito. Pero al final el dinero limó las diferencias, como ocurre siempre en todas partes. Compré un poco de marihuana, unas cuantas anfetas y dos chinas de crack. Vi que el tipo del sombrero no quedaba impresionado por las cantidades. Me percaté de que me clasificaba como simple aficionado.

Luego conduje hasta Rock Creek (Virginia). Llegué justo antes de las cinco. Estacioné a cien metros de los cuarteles de la Unidad Especial 110, en una cuesta, desde donde podía mirar por encima de la valla que rodeaba el aparcamiento. Distinguí el coche de Willard sin dificultad. El mismo me lo había descrito con detalle. Un Pontiac GTO clásico. Estaba allí mismo, cerca de la salida de atrás. Me recliné pesadamente en el asiento, mantuve los ojos bien abiertos y esperé.

Willard salió a las 17.15. Horario de los bancos. Subió al Pontiac y salió dando marcha atrás. Yo tenía la ventanilla un poco bajada y oí el ruido sordo del tubo de escape. Un sonido de V-8 bastante bueno. Supuse que a Summer le habría gustado. Anoté mentalmente que si algún día me tocaba la lotería le compraría un GTO.

Puse el Ford en marcha. Willard abandonó el aparcamiento y giró hacia mí. Me agaché y lo dejé pasar. Luego esperé un momento, hice el cambio de sentido y fui tras él. Era fácil seguirle. Con la ventanilla bajada podría haberme guiado sólo por el sonido. Willard conducía bastante despacio, como en un desfile, casi por el centro de la carretera. Yo me quedé bastante atrás y dejé que apareciera en sus retrovisores el tráfico normal. Se dirigió al este, hacia las zonas residenciales de D.C. Supuse que tendría algo alquilado en Arlington o Maclean de su época en el Pentágono. Esperé que no fuera un apartamento. Probablemente sería una casa, con un garaje para el potente coche. Y eso sería bueno, pues una casa era más fácil.

Era una casa. Estaba en una zona urbanizada al norte de Arlington. Muchos árboles, la mayoría pelados, algunos de hoja perenne. Las parcelas eran irregulares. Los caminos de entrada, largos y curvos. Los jardines se veían descuidados. La calle debía de haber tenido un letrero que rezara: «Sólo funcionarios del gobierno de renta media solteros o divorciados.» Era un lugar así. No exactamente idílico, pero mejor que un área suburbana bien arreglada con jardines delanteros contiguos llenos de niños berreando y madres ansiosas.

Seguí conduciendo y aparqué a un kilómetro. Aguardé a que oscureciera.

Esperé hasta las siete. Salí y eché a andar. Había niebla y nubes bajas. Ni estrellas ni luna. Yo llevaba uniforme de campaña para zona boscosa. El Pentágono me había convertido casi en invisible. Supuse que a esa hora el lugar aún estaría bastante vacío. Supuse que un montón de funcionarios de renta media tendrían la ambición de llegar a funcionarios de renta alta, por lo que seguirían sentados a sus escritorios intentando impresionar a quienquiera que debieran impresionar. Tomé la calle que corría paralela a la de Willard y vi dos patios descuidados uno al lado de otro. En ninguna de las dos casas había luz. Tomé el primer camino de entrada, rodeé la casa y fui directamente al patio de atrás. Me detuve. No ladró ningún perro. Luego caminé a lo largo de la valla limítrofe hasta que vi el patio trasero de Willard. Estaba lleno de hierba arrancada y amontonada. En el centro se apreciaba una parrilla de barbacoa oxidada y abandonada. En términos militares, el sitio no estaba cuadrado, sino hecho un revoltijo.

Forcé una estaca de la cerca y así pude pasar. Crucé el patio y bordeé el garaje hasta la puerta principal. En el porche no había luz. Desde la calle la vista era regular. No perfecta, pero tampoco mala del todo. Llamé al timbre. Percibí ruido dentro, una breve pausa y luego pasos. Retrocedí. Willard abrió la puerta sin vacilación alguna. Quizás estaba esperando comida china. O una pizza.

Le di un puñetazo en el pecho para echarlo hacia atrás. Entré tras él y cerré la puerta de un taconazo. Era una casa deprimente. El ambiente estaba cargado. Willard se había quedado agarrado al poste de la escalera, respirando de forma entrecortada. Le aticé en la cara y lo derribé. Se levantó sobre las manos y las rodillas y le propiné una patada en el culo. Le seguí dando hasta que él entendió la indirecta y empezó a arrastrarse hacia la cocina todo lo deprisa que pudo. Llegó, se dio la vuelta y acabó sentado en el suelo con la espalda apretada contra un armario. Su rostro reflejaba miedo, desde luego, pero también perplejidad, como si no pudiera creer que yo estuviera haciendo eso, como si pensara: «¿Pertenece esto al ámbito de las acusaciones de indisciplina?» Su esquema burocrático no era capaz de asimilarlo.

– ¿Ha sabido algo de Vassell y Coomer? -le pregunté.

Asintió, rápido y asustado.

– ¿Recuerda a la teniente Summer? -inquirí.

Asintió nuevamente.

– Ella me hizo notar algo -dije-. En cierto modo algo obvio. Dijo que si yo no le hubiera ignorado a usted, ellos se habrían salido con la suya.

Willard me miraba fijamente.

– Y eso me hizo pensar -dije-. ¿Qué es lo que ignoré exactamente?

Él no dijo nada.

– Le juzgué mal y le pido disculpas -proseguí-. Porque creí que estaba ignorando a un gilipollas arribista y entrometido. Pensé que estaba desobedeciendo a un gerente empresarial idiota, nervioso, remilgado y sabelotodo. Pero no era eso. Yo estaba haciendo caso omiso de algo muy distinto.

Willard me miraba de hito en hito.

– Usted no se sintió violento por lo de Kramer -añadí-. A usted le daba igual que yo hostigara a Vassell y Coomer. Usted no hablaba en nombre del ejército cuando quiso que lo de Carbone se informara como un accidente. Usted estaba haciendo el trabajo que le habían encomendado. Alguien quería que se encubrieran tres homicidios, y le pusieron aquí para hacerlo en su nombre. Usted tomó parte en un encubrimiento premeditado, Willard. Eso es lo que hizo. Y eso es lo que yo pasé por alto. Porque, vamos, ¿qué demonios estaba haciendo usted, si no, al ordenarme que no investigara un homicidio? Era un encubrimiento, y estaba planeado, organizado y decidido con mucha antelación. Se decidió el día dos de enero, cuando Garber fue trasladado y llegó usted. Le pusieron ahí para que lo que ellos pretendían hacer el día cuatro estuviera bajo control. No había otro motivo.

Siguió callado.

– Creí que ellos querían ahí a un incompetente para que las cosas siguieran su curso natural. Pero querían algo más que eso. Pusieron ahí a un amigo.

No replicó.

– Debería usted haberse negado -proseguí-. Si lo hubiera hecho no se habrían salido con la suya, y Carbone y Brubaker estarían vivos.

No dijo nada.

– Usted les mató, Willard. Tanto como ellos.

Me puse en cuclillas a su lado. Él se apretó más contra el armario. Tenía pintada la derrota en los ojos. No obstante, hizo un último intento.

– No puede demostrar nada -soltó.

Ahora fui yo quien no dijo nada.

– Tal vez fue sólo incompetencia -agregó-. ¿Ha pensado en ello? ¿Cómo va a demostrar la intención?

Seguí callado. Él endureció la mirada.

– No está tratando usted con idiotas -dijo-. No hay pruebas en ninguna parte.