– Bueno… Love siempre comió como un gorrión.
– Bah, da igual. Tenían que comer, había que pagarle el colegio, el autobús para Palma y, más tarde, los viajes al extranjero, los colegios en Suiza y en América, en fin, que nada de aquello resultaba barato.
Al principio, Beth se instaló con su hija en una casita del Cerrado, en la parte baja del pueblo, al costado de otra más grande que llamaban Ca'n Pita. Ca'n Pita viene a colación en esta historia porque tuvo gran peso e importancia en la vida de Love: fue su verdadero hogar durante bastantes años.
– No es que la circunstancia, quiero decir el hecho de que Love viviera en varias casas a la vez porque su madre la dejaba tirada, fuera una rara ocurrencia -dijo Juan Carlos, hablando por primera vez-, o que deba culparse a la madre del supuesto abandono de la hija. De hecho, la vida del pueblo, sobre todo para los extranjeros, era casi como de una gigantesca comuna. Todos participaban de todo, se sentían con derecho a estar mutuamente involucrados en sus vidas de actores de aquella especie de gran teatro del mundo hippy. Me parece que se respiraba una gran maldad en este pueblo, como si el influjo de esas montañas magnéticas, como las llamaba Hawthorne, se hubiera tornado de pronto maléfico. Maldad moral, quiero decir. Eso es lo que quiero decir: que la apariencia ingenua escondía un gran retorcimiento de los espíritus. Jugaban los unos con las vidas de los otros y viceversa y eso me parece cuando menos chocante, ¿no?
– Juan Carlos -dijo Tono en todo admonitorio.
Juan Carlos sacudió la cabeza.
– Bien es cierto que durante muchos años fue un juego moderadamente inocente. Lo controlaba un maestro de ceremonias genial… Liam, quiero decir, por supuesto… aunque tan centrado en sí mismo que no era capaz de hacer daño a los demás. Sólo a los más débiles. Y te juro que había muchos, ¿eh?, muchos. Alcohólicos, pusilánimes, drogadictos, gentes que se engañaban a sí mismas… Eran los demás, los del gran círculo, los que se hacían daño en imitación de este ejemplo Hawthorneiano que ellos creían intuir. En fin, que todo giraba alrededor de Liam Hawthorne en círculos concéntricos cada vez más alejados pero siempre influenciados por éclass="underline" su mujer, sus hijos y luego sus amantes, su secretario, los escritores y pintores llegados con él o poco después, los peregrinos, los actores de Hollywood y, al fondo de todo, los restantes paranoicos que creían tener una vida independiente. -Tono se removió en su asiento con incomodidad, pero Juan Carlos siguió, impertérrito-: Peter Ustinov, un hombre inteligente, nunca quiso bajarse de su propio yate en la costa norte de la isla; lo único que hizo cuando pasó por el puerto y estuvo anclado en la rada fue invitar a Liam a cenar a bordo. Pero ¿él bajarse? Quia. Y Errol Flynn, que sí se bajó, tenía otros registros de demencia. Igual que Ava Gardner.
– Estás siendo injusto, Juan Carlos -dijo Tono, interrumpiéndole-. No era así. Estás dando la impresión de que el pueblo era una especie de… de antro de la degeneración mundial, y no era así. Bueno, fumaban porros y tomaban setas alucinógenas y LSD y tal y luego se bañaban en pelotas y hacían el amor libre…
– ¿Hay modo de hacer el amor no libre? -preguntó Carmen.
Tono la fulminó con la mirada y chasqueó la lengua:
– Tocaban la guitarra y los jóvenes locales hacíamos guateques… Creo que todo aquello, que parece tan escandaloso para la época, ahora no escandalizaría ni a una monja de clausura.
Juan Carlos sonrió con condescendencia.
– Por eso ahora casi no quedan… monjas de clausura, quiero decir. Sois demasiado buenos -concluyó, echándose para atrás en la butaca, como si quisiera excluirse de un recuento tan lleno de benevolencia. Del bolsillo interior de la chaqueta sacó un paquete de cigarrillos rubios, extrajo uno y lo encendió con un mechero de oro, todo con gestos muy medidos, muy precisos. Casi con fastidio.
– A lo que íbamos. La llegada al pueblo de Beth Trevor cambió todo aquello -dijo la Pepi.
Beth, en efecto, se instaló en la casita del Cerrado. La edificación era bastante primitiva. Estaba hecha a recovecos, con amagos de escalones que conducían a alcobas que bien podrían haber sido de techos más altos, pero que en algunos lugares no levantarían más del metro y medio. Un portillo exiguo daba acceso a una pequeña terraza embaldosada, como añadida después que la construcción se hubiere terminado. Quedaba la terraza entre el patio y la calle y debajo de ella había sido construido un trastero y un cuarto de baño diminuto: un retrete, una ducha de alcachofa y un espejo pequeño y descascarillado. Estas instalaciones sanitarias habían subido el precio de alquiler, pero así era la vida moderna. («La terraza la añadieron porque ya que habían construido el trastero, pues ahí estaba, ¿no?»)
Desde la misma terraza, otro portillo franqueaba el único paso a la habitación principal de la casa, un rectángulo grandote con una ventana a la calle y en el que cabía una cama mallorquína, de las de casados, es decir, algo más ancha que una individual y desde luego mucho más estrecha que una corriente de matrimonio. La cama era de hierro; tenía un cabecero con decorados de arabescos que chirriaba al menor movimiento y fue durante un tiempo mudo aunque crujiente testigo de la vida amorosa de Beth. El armario de aquella habitación principal no era propiamente tal, sino un entrante en la pared tapado por una tela de lenguas. Beth lo llamaba su vestidor, my dresser, por más que las baldas y lo estrecho del espacio hubieran hecho imposible que cupiera una persona. Love era la única que había conseguido refugiarse entre la balda inferior y el suelo de baldosa; pero fue sólo en una única ocasión y no le quedaron ganas de repetir la experiencia. El susto al oír los gritos de su madre fue monumental y Love rompió a llorar con desconsuelo y sus grandes jipidos contribuyeron a interrumpir el entremés que estaba teniendo lugar en la cama.
Sólo había un armario propiamente dicho en toda la casa, en un rincón de la cocina, un gran mueble de madera de pino del norte oscurecida por el paso del tiempo. En él se guardaban la ropa blanca y la de Love.
Al pie de la terraza había un diminuto patio con un pozo al fondo. Se hubiera dicho que todo aquello había pertenecido a la casa de al lado y que el pozo había estado antes en el centro de un patio más grande; pero luego sin duda se dividieron las viviendas, se levantó un muro entre ellas y quedó confinado al extremo.
Una puerta de cristales conducía desde el patio al hogar, la cocina. Más de la mitad de la estancia estaba ocupada por una gran campana de humos, como si le hubieran puesto techo abovedado al cercado de bancadas de piedra y yeso que ocupaba una de las esquinas. El hogar, colocado en medio de aquel espacio, simplemente sobre unas piedras más elevadas unidas entre sí por una amalgama de yeso ennegrecido y hollín graso, hacía las veces de centro de reunión, hornillo y chimenea para calentarse en el frío invierno.
A Love aquella casita le encantó, seguro que porque era pequeña y estaba llena de rincones y escaleritas, y aunque los gatos del vecindario no dejaban un ratón sano, los pocos que escapaban buscaban refugio donde Beth. Desde el principio la pequeña tomó la costumbre de quedarse largo rato inmóvil en cuclillas mirando ensimismada a los ratones de campo que se aventuraban por el patio husmeándolo todo; los primeros días les echaba yerbajos, migas de pan o piedrecitas, pero los ratones salían despavoridos. Con el tiempo, sin embargo, fueron cogiendo confianza y se quedaban en una esquina al sol con las naricillas vibrando. Love los imitaba levantando la cabeza para olisquear el aire y era una imitación tan bien hecha que Beth tomó la costumbre de llamarla «ratoncito», my little mouse. Después llegaban los gatos, especialmente uno negro muy grande y otro pardo y algo tinoso, y durante días los ratoncillos dejaban de aparecer.