– Pan comido para Gilchrist -dijo Juan Carlos.
– Pan comido para Gilchrist. Pamela era la mantis religiosa. Menuda arpía. Los atrajo al pueblo, los atrajo, sí, no puede explicarse de otra manera, como si les hubiera dado una pócima, y allí los enredó en la tela de araña de la secta.
En cuanto Augustus apareció por el pueblo a su regreso de Inglaterra, sedujo a Beth. Le pareció muy atractivo y la hizo pensar, no sin cierta alarma, en el Jim su marido de los primeros tiempos. Bien mirado, sin embargo, lo cierto es que no se asemejaban en nada o tal vez sólo en la forma de tenerse derechos pero un poco torcidos, como escuchando con atención a un interlocutor imaginario. Augustus era uno de esos ingleses espigados de tez clara, bien parecido y con ojos soñadores, de fuertes manos de largos dedos y nudillos enrojecidos. Tenía el pelo rubio, vigoroso y rizado con ondas exageradas. En cierto modo recordaba a David el pintor pero era mucho menos… mucho menos… («vulgar -dijo Carmen con impaciencia-, tenía bastante más clase que David, que sólo era un acuarelista de tercera con una renta que le pasaba su papá». «Hombre, tú -dijo Tono-, que le hizo un retrato al óleo a mi padre y bien bueno que es. No era un acuarelista de tercera. Lo que pasa es que David tenía cara de buena persona.»)
Su apariencia distinguida le había granjeado el mote de Lord Gus o Lórgus. Todos lo conocían en el pueblo desde que era muy chiquillo. Como más tarde ocurriría con Love, Augustus hablaba muy mal el castellano y bien el mallorquín, que era lo que había aprendido en las calles del pueblo y del puerto mientras sus padres sufrían acoso, dictadura intelectual y crisis absurdas de celos en el restringido círculo seudofamiliar de Pamela Gilchrist. («Bueno, la madre se quitó la vida, ¿no?», dijo Juan Carlos. «Vamos, que se suicidó», dijo Francisca por aclarar las cosas.)
Augustus fue muy festejado a su regreso triunfal de Londres. Sólo su padre faltó a las celebraciones.
Tras el suicidio de su mujer, Patrick Loveday había estado perdido en algún infierno lejano y no se sabe por arte de qué intuición sólo había regresado al pueblo, enfermo y arruinado, después de que se marchara Pamela Gilchrist. El viejo poeta, con la cabeza ida por la demencia senil, vivía en una torre aislada en los acantilados de la cala. Durante mucho tiempo, Hawthorne lo había ayudado y alimentado y ahora Augustus, a su vuelta de Inglaterra, era quien se ocupaba de éclass="underline" lo tenía al cuidado permanente de dos enfermeras. Aveces al atardecer podía verse a Patrick Loveday rígido sobre una roca recitando versos escritos décadas antes y llorando sin parar gruesos lagrimones inexplicables mientras una mujer de aspecto formidable, «como un sargento de caballería», dijo Carmen, no le perdía ojo, no se fuera a despeñar.
– En fin, que los más conspicuos del lugar -dijo Tono, encogiéndose de hombros-, los expatriados de todas las nacionalidades que andaban por ahí, decidieron organizar una pequeña recepción de bienvenida para Augustus.
Tuvo lugar dos noches después en La Fonda. Acudieron todos, y mientras la chiquillería escudriñaba con avidez curiosa el comienzo de la fiesta desde los matorrales y los extremos de la terraza, varias glorias de la música del rock, que siempre pasaban temporadas creativas en el pueblo y a las que se había unido un pintor célebre que tocaba los bongos, se dispusieron a afinar sus instrumentos.
Hubo música aquella noche, hubo canciones y alegría, hubo grandes cigarros atrompetados de marihuana que despedían una humareda espesa y de fuerte olor que los guardias civiles ignoraban con afectación estudiada, el champán brut («y demi-sec», apostilló Juan Carlos con disgusto) corrió a raudales y los celebrantes dieron buena cuenta de las grandes bandejas de coca de trempó y de sardinas, y de los platos de aceitunas y de pan con tomate.
En medio de todo aquel guirigay, Augustus reía feliz como un niño chico, descubriendo que, a pesar de toda la sofisticación londinense, el pueblo seguía siendo su pueblo, su hogar. Era aquí donde de verdad se encontraba en casa y los años de ausencia (dos, que se habían ido a gran velocidad entre la transformación de tres borradores en el texto definitivo en dos actos de Betraying mother, la búsqueda de actores y de financiación, los ensayos interminables, las varias premieres, el estreno con la asistencia de la princesa Margarita, la angustiosa lectura de las críticas y los festejos) se le antojaban ahora como una peregrinación, que habiendo parecido por momentos inacabable, estaba felizmente concluida.
Beth, todos la recuerdan, iba guapísima aquella noche de la fiesta. Por una vez había vuelto a ponerse sus atuendos más ligeros, más provocativos, decidida a causar una impresión favorable en Augustus. Más que una impresión favorable: estaba decidida a desmoronarlo, a que cayera a sus plantas o tal vez un poco más arriba. Para estas cosas, para estas pasiones de conquista que tan poco tenían que ver con el intelecto o el corazón y tanto con el apetito, Beth era la transparencia personificada: se le notaba a la legua. Y eso la hacía tan sexualmente atractiva como una gata en celo para los machos de su raza.
– Vaya -le dijo Dan riendo a carcajadas-, vas vestida para una cacería. Lórgus, ¿eh? No te falta más que el rifle.
Beth sonrió, aparentando indiferencia.
– Di lo que quieras. A mí…
– Deja que te vea -dijo Dan levantándole la falda. Iba desnuda, tan respingona y prieta que se le hizo irresistible.
– Ni se te ocurra -dijo Beth, alzando un dedo admonitorio.
– No es por catar la mercancía, no te faltaría yo el respeto de esa manera, ¿pero cómo puedes pedirle a un pobre mortal que resista una tentación como ésta?
– Ni se te ocurra -dijo Beth en tono más débil.
– ¡Hermana! La carne es…
– … La carne no es nada -replicó Beth con severidad.
Dan estalló en una de sus sonoras carcajadas, la cogió en brazos y la dejó caer encima de la cama. Cuando se ponía así, a Beth le resultaba imposible negarse a éclass="underline" se le encendía de golpe el vientre, se le erizaba el vello de la columna vertebral como si fuera un animal primitivo y perdía la noción del tiempo o de la realidad. Estas reacciones tan primarias, tan alejadas de cualquier cálculo la asaltaban así, de un solo golpe, y tenían poco que ver con la coyunda más coqueta o incluso más enternecida o lúdica de los momentos que a ella se le antojaban de mayor sofisticación.
Pero Beth no quedó exhausta como hubiera podido suponerse por la violencia del juego al que acababan de entregarse ella y Dan. Al contrario, se sintió estimulada, rejuvenecida, flotando en un mar de sensualidad y de percepciones placenteras y, lejos de padecer la languidez habitual del caso, se le acentuaron las ganas de acudir a la fiesta, de bailar en ella, de revolotear y conquistar.