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Pues no. El viejo Trevor, que como queda dicho había viajado a San Francisco no para ver a su hijo sino para cerrar un negocio del banco, acostumbrado a juzgar a las personas con una sola mirada, había detectado y catalogado a la aventurera en el mismo instante en que le había echado la vista encima. Venía preparado de antemano para bautizarla con el término más insultante que se le ocurriera y, naturalmente, la llamó la concubina-madre a la primera oportunidad en que Beth los dejó solos. Jim tardó meses en comprender que lo de madre no iba por Flower, sino por él. Y a su padre en esta materia le daba lo mismo irritarse él u ofender a su hijo o hacer sufrir a su posible nuera porque le importaban poco los sentimientos de Jim y menos los de la australiana (y no digamos los suyos propios respecto de toda esta cuestión): con el olfato típico del hombre de negocios, entendió en seguida que Beth era una caza-fortunas y si su hijo era tan idiota como para no enterarse, peor para él. («Bueno era el viejo Trevor -dijo Carmen-: había un hermano mayor de Jim, que era el que aseguraba la continuidad de la familia en el banco y, en lo que a ellos hacía, Jim podía colgarse de un árbol, morirse en la guerra o triturarse el hígado, que es lo que acabó haciendo.» «¿Pero tú lo llegaste a conocer?», preguntó Tono. «¿A quién?», dijo Carmen. «Al Jim, mujer.» «No, ni falta.» «Y entonces, ¿todo esto cómo lo sabes?» «Hice mis averiguaciones: a Jim lo dejaron caer como un perro, si te he visto no me acuerdo, y le cortaron la espita de los dineros y luego se despiertan cuando se muere y se lo quieren llevar al panteón de la familia, por el qué dirán. Menuda gente.»)

Sin embargo, por encima de la antipatía propia de dos rivales que saben de qué va la cosa, Beth y el viejo Trevor se entendieron perfectamente.

Beth no era muy constante en su ambición o, dicho con más propiedad, conocía bien los límites de su ambición y de su tenacidad. Sabía a qué aplicar sus energías,

considerables cuando se lo proponía. Por consiguiente, si podía soñar con ser embajadora en algún lugar del tercer mundo o con ser presentada y aceptada en la buena sociedad de Filadelfia; si le hubiera gustado ser vista en el Studio 54 o aparecer en las páginas de Vogue, al final su paciencia se agotaba en el esfuerzo que debía prestar para llegar a tales metas e incluso que todo aquello debiera hacerse sólo para acceder al escalón inferior de ellas.

Así lo comprendió también el viejo Trevor: en seguida vio que Beth no constituía amenaza alguna para su familia o su posición social. El resto le daba igual. Puente de plata para el que huye.

Beth, en realidad, estaba en esta vida para pasarlo lo mejor posible. Traía un excelente entrenamiento desde Australia y no había nacido quien fuera capaz de hacerla cambiar. Que ahora se diga que ha pagado caro por ello es una solemne tontería.

V

El paso de Jim, Beth y Flower por Londres fue bastante breve. Podría hasta decirse que resultó efímero: exactamente cinco días, los que Jim tardó en emborracharse a la desesperada, primero en un pub cercano a Trafalgar Square (segundo día, a la hora del almuerzo y hasta bien entrada la tarde), después en el bar del hotel en que se hospedaban frente a la estación de Charing Cross (segundo día por la noche) y por fin en la habitación que compartían los tres (el resto del tiempo).

La soledad forzada hizo que, para Beth, esta primera visita a la capital del imperio se convirtiera en seguida en un infierno. Por más que los sentimientos de patria, de grandeza británica, de superioridad británica la hubieran dejado por lo general indiferente en el pasado, la llegada a la metrópoli en estas circunstancias la impresionó y deprimió sobremanera. Se sintió fuera de lugar, una provinciana aturdida llegada de las antípodas a la que empezaba a ser la capital del mundo del glamour, King's road, los Beatles, Mary Quant, el Mini Morris y los grandes almacenes Harrods. Se encontró insoportablemente paleta en aquel ambiente refinado, de porteros de hoteles con brillantes libreas y sombrero de copa engalanado; de habitúes tocados con pequeños fieltros marrones, vestidos con chaquetas de tweed marrón y camisas rosa y calzados con zapatos de hebilla de Gucci. De los primeros atisbos de minifaldas conjuntadas con pañuelos de Hermés. De las distinguidas señoras de más edad apeándose con severidad de los Rolls-Royce cuyas puertas les eran abiertas por chóferes de gorra con escarapela. De ancianos veteranos de guerra enfundados en casacas rojas cubiertas de condecoraciones, de policías desarmados y vestidos de azul con su extraño casco oscuro tan parecido a balones de rugby cortados por la mitad. De Hyde Park con sus caballeros y damiselas montando a caballo por entre cuidados parterres plantados de lirios y margaritas mientras llega ensordecido por entre los árboles el ruido del tráfico; de los mitineros del Speakeres Córner, encaramados a cajas de madera defendiendo las ideas más peregrinas, el fin del mundo, la venida del anticristo, la calidad del agua potable, la maldad de las grandes multinacionales o el gobierno universal.

De la primavera radiante.

La sensación de civilidad extrema, de refinamiento y de superioridad que provocaba Londres en Beth la derrotó en muy pocas horas.

Todo aquello le pareció aterrador y cuando quiso compartir el sentimiento con Jim, buscar alguna seguridad en su aplomo de niño rico, sólo obtuvo respuestas pastosas y carentes de sentido.

La habitación del hotel se le hizo insoportable con aquel borracho incoherente maltumbado en el sillón con una botella de ginebra en la mano, que de pronto, derrotado por el alcohol de forma brutal y fulminante, había dejado de ser el bebedor bullanguero, divertido y hasta amable de San Francisco para convertirse en un derrelicto huraño y ausente incapaz de articular palabra.

De modo que, encontrándose perdida en Londres, Beth comprendió en seguida que le era preciso regresar a San Francisco de inmediato. Sólo así, pensaba, podría recuperar un ambiente que le era familiar y en el que se sentía segura.

Por fortuna, Flower se portó como un ángel durante aquellos días: dormía, comía y dejaba que Beth la paseara en el carrito que habían traído de América, sin quejarse, sin decir nada, mostrando en el fondo algo de la pasividad que iba a ser el principal rasgo de su carácter (lo que resultaba muy cómodo para una madre desesperada).

El problema no era Flower, sin embargo. El problema era que toda comunicación con Jim se había interrumpido. La dificultad era conseguir que se despejara lo suficiente como para poder sostener una conversación más o menos razonable con él y hacerle ver que lo mejor para todos era que se volvieran a América.

A media mañana del tercer día, Jim se desperezó, bostezó ruidosamente, se cayó del sofá, quedó bocabajo sobre la moqueta y, al cabo de unos minutos, abrió los ojos. Tenía el pelo revuelto por la coronilla, como si se lo hubiera enmadejado un torbellino, y le caía por la frente en lacios mechones rubios llenos de grasa. Bizqueó para escudriñar la moqueta y plantó las manos a la altura de los hombros, pretendiendo incorporarse.

– ¿Cómo demonios ponen moquetas moradas en los hoteles de Londres? -dijo-. ¿Sabes? Siempre que he venido a esta ciudad de mierda me he hecho la misma pregunta. Ah, hola -concluyó, girando la cabeza para mirar a Beth. Tenía los ojos inyectados en sangre y la barba de tres días le confería un aspecto lastimoso.