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– Son inventos vuestros… no tenéis ni idea -dijo Tono para cortar las especulaciones-. Lo cierto es que ninguno sabemos mucho de aquellos primeros tiempos.

– No sabemos, ¿no? -dijo Carmen con sorna-. A mí me lo vas a contar, ¿eh? O sea que, durante años, Love se pasaba la vida en casa, en mi casa, porque la Beth ni le daba de comer ni la recogía del colegio ni la atendía hasta que pasaban días y días y me vas a decir a mí que no sé de lo que estoy hablando. Bueno, Tono, hombre, acuérdate de cuando Love se rompió la muñeca y no había quien consiguiera que Beth abriera la puerta de El Mirador porque estaba acostándose con Hans musculitos, que se oían los gritos y los jadeos hasta Barcelona…

– Me lo vas a decir a mí -interrumpió Guillem, riendo-, que fui quien la llevó hasta El Mirador y tuve que dar los porrazos en el portalón aquel, coño, que no se abría nunca y cuanto más tiempo pasaba, más me parecía que Hans me arrancaría la cabeza.

– Nos arrancaría la cabeza -interrumpió Tono-, porque recordarás que yo también estaba allí aquella noche…

Beth conoció a los Hawthorne al poco de llegar. Fue un encuentro sencillo. Al día siguiente de instalarse en casa de David, Beth y él se acercaron andando hasta Ca'n des Vent, la casa del poeta que se encuentra a las afueras del pueblo, justo al principio del camino que baja a la cala.

Al pie de la casa, en el olivar que estaba al otro lado de la carretera, Hawthorne había construido, bueno lo habían construido entre él, sus hijos y su secretario, un teatrillo al aire libre, aprovechando el desnivel del monte y los muros de una de las terrazas. Habían rellenado los agujeros, las fallas del terreno y los espacios entre las grandes piedras con algo de cemento, guijarros y cal. Y, así, les había salido un anfiteatro diminuto con rudimentarias bancadas en las que podían sentarse, incómodamente eso sí, unas treinta o treinta y cinco personas. A los pies del anfiteatro una explanada, también pequeña, le servía de escenario. Se trataba, como puede comprenderse sin que ello deba suscitar sonrisas condescendientes, de un verdadero teatro griego en miniatura. A un lado de la escena, un gran algarrobo prestaba su sombra (algo muy necesario en los días de verano) y, aquí y allá, los olivos completaban tan dramático decorado con sus hojas verde plateado y sus abruptos troncos que más parecían un desafío permanente a la naturaleza que otra cosa. Las ramas de los más próximos eran utilizadas para colgar candiles, alguna sábana y otros elementos del primitivo atrezzo que se usaba en las parodias sobre la vida y acontecimientos del pueblo que se sacaba Hawthorne de la manga cada año. Otras veces, el gran hombre leía allí ante un público reducido y entusiasta sus últimos poemas o disertaba con ironía sobre lo divino y lo humano.

Cuando Beth, Love y David llegaron esa tarde, Liam Hawthorne estaba solo en su teatrillo, paseando de un extremo a otro del escenario. Tenía unas cuartillas en la mano y leía con atención lo escrito en ellas. De vez en cuando se detenía y entonces leía en voz alta, poniéndose, quitándose y volviéndose a poner unas gafas de concha. Declamaba con sencillez los versos de las cuartillas. Inclinaba la cabeza, como si quisiera comprobar con oído atento la musicalidad del poema, su ritmo, el orden de las palabras y su pulcritud. Después, seguía andando. Cruzaba el escenario de punta a punta en poco más de tres zancadas, giraba y vuelta a empezar.

A un centenar de metros podía distinguirse el comienzo del barranco florido de adelfas que llevaba a la cala siguiendo el curso de la torrentera y, más allá, el mar muy azul.

Hacía calor («fue un mayo muy caluroso aquel del 64», dijo Carmen) y en el final de la tarde el sol brillaba aún alto en el firmamento.

Esperaron para saludar al poeta a que dejara de pasear, doblara las cuartillas y levantara la vista.

– Liam -dijo David-, le presento a una recién llegada.

– ¿Ah? -dijo Hawthorne, dándose la vuelta para mirarlos.

A Beth le fue muy fácil reconocerlo: en su estudio David tenía muchos retratos de Hawthorne: había guaches, dibujos a tinta y a carbón, un óleo y al menos tres acuarelas de aquel rostro grande de pelo ensortijado y nariz patricia.

– Esta es Beth Trevor y su hija pequeña, Love. Llegaron ayer.

– Sean muy bienvenidas. ¿A qué se dedica usted?

– Soy musicóloga -dijo Beth.

– Ah, caramba -dijo Hawthorne.

– Sí, he venido a estudiar algunos ritmos musicales de la cuenca del Mediterráneo. -Hizo una mueca, como si le hubiera quedado bien y se aprobara silenciosamente a sí misma.

– Vaya, señora Trevor -dijo Hawthorne, mirándola de hito en hito-. Es bueno que las nuevas adquisiciones sean tan bellas como usted. Nuestra inspiración poética y pictórica sale ganando.

– Muchas gracias -contestó Beth sonriendo-, pero me parece que exagera…

– No exagero nada.

– Sus poemas son de verdad la razón por la que he venido aquí. Los leía hace tiempo y me dije que un hombre capaz de escribir de esa manera tenía que merecer la pena y el sitio en el que vivía tenía que ser maravilloso… Luego vi un reportaje en Life sobre esta costa y la casa de usted, y la gente de por aquí y los artistas -puso la mano sobre el antebrazo de David, un gesto de intimidad que a Hawthorne no se le escapó-, y no pude resistirlo.

– Vaya -repitió Hawthorne-. David, me parece que hemos hecho una adquisición muy valiosa para nuestro pequeño grupo de expatriados en esta tierra bendecida por los dioses… La principal experta mundial en musicología, ¿no? Tiene usted un poco de acento australiano. ¿De dónde viene?

– Soy americana. De San Francisco, sí. Lo que pasa… tiene usted buen oído… lo que pasa es que mis padres fueron embajadores de Estados Unidos en Australia y

yo crecí en Sydney. Empecé la universidad allí, aunque la terminé en Berkeley. -Al notar que Hawthorne miraba a Love, añadió-: Mi marido también es america-no. Es diplomático y ahora está en misión en África.

Hawthorne asintió con gran seriedad.

– Deben ustedes subir a casa a tomar el té y así podremos seguir charlando. Señora Trevor, nos tiene que contar toda su vida y milagros… -Se puso las cuartillas debajo del brazo, apoyó las gafas en el extremo de una de las bancadas más próximas, recogió un sombrero de paja de ancha ala, se lo colocó en la cabeza y abandonó el pequeño escenario como un actor, terminada su escena, haciendo mutis por el foro. Y dejándose las gafas en la bancada.

«¿Cómo va a decir Liam "vida y milagros", hombre de dios? -exclamó la Pepi-. ¿Cómo va a decir Hawthorne vida y milagros, que es una expresión completamente castellana, si no sabía ni cómo se decía patata en español?»

«Bueno, mujer -contestó Tono-, es una forma de hablar. Qué sé yo cómo diría él eso en inglés…»

VII

Los años siguientes transcurrieron con la tranquilidad propia de la apacible vida del pueblo, un lugar perdido a todos los efectos para los ajetreos del siglo xx. Se hubiera dicho que iba a rastras del resto del país, sólo que con un desfase de al menos cinco lustros. Costó trabajo que fuera asfaltada la carretera, «pero -dijo Tono- costó aún más que llegara la electricidad».

La electricidad, un adelanto inimaginable que se debió a los buenos oficios de Liam Hawthorne ante el todopoderoso ministro de Información y Turismo (y Tirismo, le decían, porque, siendo pésima su puntería, poco faltó para que le saltara un ojo a la hija del Dictador en una cacería de perdices).