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Se incorporó en la cama obligándose a no caer en una depresión ni hundirse en la gravedad del asunto. Era una luchadora. Nunca había rehuido el compromiso de vivir y salir adelante, con fuerza y entusiasmo, y más a partir de la ausencia de su madre. Tenía que enfrentarse a lo que fuera, porque de alguna forma intuía que ahora todo dependía de ella. Tal vez incluso la propia vida de su padre… y la de su madre, por extraordinario que eso pudiera parecer.

Miró todo lo olvidado o dejado por Julián Mir en la habitación.

Si se había ido por su cuenta, lo único que se llevó fue su diario, su libreta de anotaciones, su eterno libro de trabajo, siempre uno nuevo para cada labor en la que se empeñara, para no mezclar los temas. Pero si lo habían raptado, por el motivo que fuera, los responsables también habían optado por llevarse tan sólo ese diario. Nadie salvo ella misma lo habría notado. Si los secuestradores se hubieran llevado todos sus objetos personales de la habitación, habría sido evidente que se trataba de un secuestro. De aquella forma, para la policía, llegado el caso de que la desaparición se cursara oficialmente, su padre podía ser víctima de cualquier cosa, una enajenación mental o un accidente del que todavía no hubiera prueba alguna.

– Papá, tú lo anotabas todo en tus libretas, pero siempre lo hacías a modo de resumen de tus investigaciones, así que quizá hayas dejado algo por aquí, ¿verdad? Tal vez incluso pistas para mí, por si temías algo. Pero ¿dónde están?

Empezó a revolver aquel montón de papeles.

Lo primero en lo que se fijó fije en la fotografía del Templo de las Inscripciones de Palenque y un dibujo de su corte transversal, mostrando el camino hacia la tumba de Pakal.

La mayoría de los papeles, dibujos o textos impresos de páginas web hablaban del mismo templo y su tumba. En la habitación no había ningún ordenador, así que la única explicación posible era que él ya llevase aquello consigo o que hubiese uno en el hotel y lo utilizase regularmente.

Julián Mir nunca cargaba excesos de equipaje.

Y todo lo hacía a mano. Trabajos de campo. Continuó mirando los documentos uno a uno.

El segundo dibujo que mereció su atención fue uno hecho por su padre de la lápida que cubría la tumba de Pakal, la inmensa mole depositada en el interior del Templo de las Inscripciones de Palenque, uno de los hallazgos más importantes de la segunda mitad del siglo XX.

Todo normal, correcto. Había visto fotos de la lápida o dibujos parecidos infinidad de veces.

– Ayúdame, papá. Vamos… -susurró.

En la mayoría de los dibujos restantes se veían estelas, glifos y más glifos, los curiosos símbolos de la escritura maya. Símbolos y representaciones. Lo poco que conocía del tema, aunque lo había estudiado, no le conducía a nada. Necesitaba mucho más para «traducir» todo aquello.

Y conectarse a la red.

Un enorme trabajo.

Le llamó la atención la extremada complejidad de la tabla central del Templo de las Inscripciones. Un universo de formas que reflejaba bien a las claras la cosmología de los mayas, pero también la aparente sencillez de su universo. Cada glifo era en sí mismo una página única del gran libro esculpido en todas y cada una de sus paredes, en sus pirámides, sus templos, sus construcciones.

Si allí había algo, si le había ocultado algo entre aquella parafernalia de signos y representaciones, no le sería fácil encontrarlo. Y el tiempo apremiaba demasiado.

Casi al final tropezó con dos hojas de papel garabateadas con la característica minuciosidad de su padre, aunque fuesen bocetos de diversos glifos agrupados de tres en tres. Estaban numerados del 1 al 6 y evidentemente eran calendarios mayas. De eso podía estar prácticamente segura.

Aunque de ahí a saber interpretarlos…

Se los quedó mirando. Cada figura estaba formada por un glifo grande en la cabecera y ocho glifos más pequeños situados de dos en dos debajo del primero.

La abrumadora complejidad de aquel universo conocido vagamente pero no estudiado hasta el fondo o, al menos, hasta el punto de hacerlo comprensible, la desanimó.

– ¿Y ahora qué? -se preguntó.

Una voz interior le respondió:

– A ponerse las pilas.

No tenía el menor humor, pero la frase la obligó a reaccionar.

Guardó todas las fotos y los dibujos y se dispuso a dar los primeros pasos en su investigación.

Primero, el mismo hotel. Después, Palenque.

Aunque llevaran la imagen de Julián Mir, recogió las credenciales expedidas por los estamentos oficiales mexicanos, que autorizaban al portador a moverse libremente por las ruinas de la vieja ciudad maya como arqueólogo, y salió de la habitación envuelta en el caos levemente organizado de sus pensamientos.

11

Encontró a Tadeo, el muchacho que le había llevado la bolsa el día anterior, ocupado en regar los jardines interiores del Xibalba. Se acercó a él tratando de mostrar el mejor de sus talantes, no parecer preocupada. Una sonrisa conseguía siempre más que un semblante serio. Y ella sabía cómo utilizar la suya. Decían que era uno de sus encantos.

Esas cosas se le antojaban superfluas, pero útiles. -Buenos días, Tadeo.

– Buenos días, señorita -el chico despertó de su letargo, hipnotizado por el chorro de agua que bañaba el inmenso verdor de aquel mundo exuberante-. ¿Ha dormido bien?

– Perfectamente.

– Me alegro -le mostró su propia sonrisa, llena de dientes enormes y desproporcionados.

– ¿Puedo hacerte unas preguntas?

– ¿A mí?

– Toda información es útil, ¿no crees?

– Bueno -no supo qué decir-. Pero yo siempre voy de un lado a otro, apenas sé nada de los clientes.

– Mi padre estuvo aquí muchos días. Y era una persona afable. Debió de hablar contigo.

– Eso sí es verdad, señorita. Era muy amable y simpático -asintió con la cabeza.

– ¿Recibía visitas?

– No.

– No me refiero sólo a su habitación, sino al hotel, mientras desayunaba, almorzaba o cenaba, o aquí, en los jardines.

– No, no. Siempre estaba solo.

– ¿Me has visto hace un rato desayunando con un hombre?

– Sí.

– ¿Le conocías?

– No.

– ¿Sabes quién pudo avisarle de que yo estaba aquí?

– ¿Avisarle? -abrió unos ojos incrédulos-. No, no.

– ¿Alguien te dio dinero para que le dejaras entrar en su habitación?

– ¡No! -frunció el ceño.

– Dime la verdad -le apretó un poco las tuercas-. No me enfadaré, y puedo pagar cualquier información.

– ¡Mi madre me mataría! -confirmó su idea de que pudiera ser hijo de la directora del Xibalba.

– ¿Es la dueña?

– Sí, se llama Adela.

– Gracias, Tadeo. Y perdona -le acarició la mejilla con la mano mientras se apartaba de su lado para dirigirse a la entrada.

Caminó sintiendo los ojos del muchacho hundidos en su espalda y alcanzó la recepción del hotel. Una preciosidad maya, vestida con un traje típico, la inundó con otra sonrisa de bienvenida. En el prendedor de su pecho leyó su nombre: María Fernanda. Le preguntó por la señora Adela y la recepcionista le dijo que la atendería en un minuto.

Fue aún menos.

El despacho de la dueña del Xibalba era pequeño y coqueto, con paredes de madera llenas de cuadros de las ruinas mayas de las que ellos vivían. Palenque en su esplendor actual y también fotografías de cuando la vieja ciudad había sido reencontrada en la jungla yucateña, con árboles cuyas raíces estaban incrustadas en las rocas medio derruidas y un aspecto de desolación que las imágenes en tonos ocres ayudaban a potenciar. Sobre la mesa vio una reproducción de la lápida de la tumba de Pakal imitando un tono de piedra antigua. También vio una rueda calendárica, un tzolkin y un haab, los tres círculos mediante los cuales los mayas calculaban el paso del tiempo y señalizaban sus días.