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Todo estaba por hacer.

Y su padre continuaba en paradero desconocido.

Reemprendió el camino dispuesta a comerse la distancia final sin más paradas. Tuvo suerte de que en el último tramo las carreteras fueran mucho mejores, todo para que los turistas se movieran con velocidad por Yucatán. De Mérida a Chichón Itzá, ciento diecisiete kilómetros hacia el este por la 180, devoró la distancia con la ansiedad de la llegada, para cenar algo, ducharse y acostarse.

Antes de inclinarse por alguno de los hoteles cercanos a las ruinas, le preguntó a un taxista apostado bajo una farola a la espera de algún cliente.

– Tiene el Villas Arqueológicas, piscina, cuatro estrellas… Y también el Hacienda, de mayor lujo, cinco estrellas, habitaciones estilo colonial, con una buena biblioteca sobre nosotros -pronunció esta palabra con orgullo-. Hay muchos libros sobre el arte maya, reconstrucción de la ciudad, textos… Los dos están casi frente a las ruinas, a unos minutos a pie.

Pensó en el Villas Arqueológicas por la mayor intimidad, pero optó por el Hacienda por el tema de la biblioteca. Necesitaba embeberse de cuanto concerniera al universo en el que había estado inmerso su padre durante los dos últimos meses. Sin ello no era más que una ciega perdida en un desierto.

Tomó una habitación sin problemas porque no era temporada de overbooking, aunque por ser sábado, fin de semana, el hotel tenía más clientes de lo normal. Dijo que estaría dos noches sin saber a ciencia cierta si sería así o permanecería más. Después recaló en una bellísima habitación precedida por un chico que cargó con su escaso equipaje. Al quedarse sola tuvo que tomar la única decisión trascendente del momento: cenar primero y ducharse después o viceversa.

Pensó que si se duchaba ya no tendría ganas de volver a vestirse, así que fue a cenar antes de que cerraran el comedor dada la hora. Volvía a tener hambre, como a primera hora de la tarde. Al terminar estuvo a punto de visitar la biblioteca, pero se sintió no sólo cansada, sino agotada. Si empezaba a leer cosas, a mirar libros, a sumergirse en aquel horizonte sin fin, acabaría aún más rendida.

Todo a su tiempo.

Regresó a su habitación pasando incluso de dar una vuelta por los suntuosos jardines que la rodeaban, se duchó y en quince minutos besaba el océano de los sueños.

19

Por la mañana conectó el móvil. Ninguna llamada. Solía ser habitual, porque su única amiga de verdad era Esther y ella sabía que estaba en México. Aun así se sintió sola. No tenía a nadie. Un muro de silencio la aislaba del resto del mundo. Eso podía pesar mucho. Como ahora.

También le echó un vistazo al de su padre. Probó a dar con su contraseña sin conseguirlo. Lo intentó con la fecha de nacimiento de ella, la de él, y al final desistió para no bloquearlo. Necesitaba escuchar una voz amiga y marcó en su móvil el número de Esther. Era domingo por la tarde en España. La conversación fue breve, y triste. A fin de cuentas no tenía ninguna noticia, ni sabía qué caminos seguir salvo uno.

– ¿Dónde estás? -le preguntó Esther.

– En Chichén Itzá. Voy a visitar las ruinas ahora mismo.

– ¿Por qué?

– Mi padre estaba buscando a mi madre. Dijo algo de una clave y mencionó esto. No tengo ninguna otra pista.

– ¿Y si no encuentras nada?

– Iré a ver a mi abuela.

– ¿En serio? -pareció sorprenderse su amiga.

– Tiene las respuestas que necesito para un montón de preguntas que me rondan con relación a mi madre.

No le dijo nada de Nicolás Mayoral ni de David Escudé.

Nada de sus fantásticas explicaciones sobre su origen.

– ¿Cuándo viste a tu abuela por última vez?

– Hace mucho -lamentó-. Pero nunca olvidaré una cosa que me dijo, y que ahora tiene mayor sentido para mí. Me dijo que hablara con mi madre.

– ¿Te lo dijo… después de que ella desapareciese?

– Sí. Mi padre y yo la visitamos por si estaba allí. Una posibilidad tan remota y absurda como cualquier otra.

– ¿Y cómo pudo decirte que hablaras…?

– Mi abuela es una poderosa hechicera, Esther. Sabe cosas que nadie conoce y ve cosas que nadie ve. Yo era una niña entonces. Ahora ya no lo soy. Y quiero hablar con mi madre.

Logró impresionarla, mucho más de lo que nunca lo hubiera hecho, y ya no quedó mucho más por agregar.

Después de ducharse desayunó y salió del hotel. Por la tarde examinaría la biblioteca y se perdería en ella debidamente para ponerse al día de todo lo relativo al mundo maya. Primero, las ruinas. La última esperanza.

Caminó desde el hotel hasta la entrada, una fea y enorme estructura cuadrada en la que ya se agolpaban las hordas invasoras, más abundantes en domingo. Pagó su acceso pasando de la credencial de su padre y se adentró por la primera zona, la de las tiendas con abalorios y recuerdos turísticos. Un guía insistía, a pleno pulmón, en que no compraran nada a los indígenas del interior, en las ruinas, porque eran unos intrusos.

Joa soltó un bufido.

Intrusos en su propio mundo.

Ni vallando todo el enorme perímetro de las ruinas, algo imposible, echarían a quienes vivían cerca de la vieja ciudad maya, en pueblecitos o desperdigados por los alrededores.

Cuando recorrió la breve distancia flanqueada por árboles y vendedores que separaba el final de la entrada de la explanada de Chichén Itzá, se quedó de nuevo sin aliento, igual que al llegar a Palenque, aunque todo fuese distinto.

Para comenzar, la gran pirámide, también conocida como el Castillo.

Dos lados estaban todavía en reconstrucción. Pero los dos completos ofrecían a los ojos del espectador una visión única de lo que debió de ser el esplendor de la cultura maya en aquella tierra. Las dos cabezas de serpiente situadas al pie de una de las escalinatas, junto con la disposición de la pirámide, eran la clave del ritual que cada 21 de junio, al iniciarse el solsticio de verano, congregaba allí a setenta u ochenta mil personas a la salida del sol. Los rayos del astro rey incidían en una de las esquinas y proyectaban sobre la barandilla siete reflejos que, junto con la cabeza apoyada en el suelo, se convertían en el cuerpo de Kukulkán regresando a la Tierra. La serpiente emplumada.

Durante una hora caminó libremente por allí, tomando fotos con su mini cámara digital. Primero subió a la pirámide, en zigzag, porque los escalones eran demasiado estrechos para apoyar en ellos el pie por completo y era la única forma de hacerlo. Desde la parte superior contempló la maravilla del conjunto y dejó que, por unos minutos, aquella sensación la inundara. Después estuvo en el Templo de los Guerreros, presidido por la figura del Chac Mool sobre la cual se realizaban los sacrificios humanos, y se perdió por la plaza de las Mil Columnas. Paseó por el Templo de las Grandes Mesas, la plataforma de Venus, la plataforma de las Águilas y los Jaguares, el Tzompantli y el Juego de Pelota, el más grande conocido y conservado. Su perfección era tal que una persona hablando en el extremo de la zona sur del campo podía ser escuchada por otra en el extremo opuesto. Los guías batían palmas para demostrarlo, lo mismo que al pie de la pirámide para provocar el curioso eco que sugería el graznido de un pájaro. En total el campo de juego medía ciento sesenta y ocho metros de largo por setenta de ancho, con dos muros verticales, paralelos, a oriente y poniente, de noventa y cinco metros de longitud, más dos templos al norte y al sur. Sus explicaciones de cómo se jugaba a la pelota, que pesaba cuatro kilos y sólo podía ser tocada con las cadenas, rodillas o los codos, hasta conseguir pasarla por el aro de piedra elevado a ocho metros del suelo, eran bastante sangrientas por lo explícito. A fin de cuentas el capitán del equipo vencedor, el que conseguía el tanto, era sacrificado allí mismo. Se le cortaba el abdomen de forma longitudinal y se le extraía el corazón aún latente. Todo eso después de un partido que podía durar horas y más horas, dada la dificultad de conseguir el objetivo.