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Incapaz de comprender.

Desaparecido. Desaparecido. Desaparecido.

Desde la fotografía le llegaba otra clase de silencio, el de la burla y la incomprensión.

¿Era posible que hubiera vuelto a suceder?

¿Otra vez?

¿Y justo un 27 de noviembre, un día antes del cumpleaños de su madre?

Toda su sangre fría, su temperamento reflexivo, sus presuntas dotes de raciocinio acababan de evaporarse. Ahora no era más que una niña asustada y temerosa. Asustada por el impacto de la noticia y temerosa de su confirmación.

Entonces sí, consiguió alzar la mano, entrar en la memoria del móvil y pulsar el dígito del primer número situado en ella.

Otra vez, a casi diez mil kilómetros de distancia, el sonido de su llamada flotó a lo largo de una decena de segundos, pero en esta ocasión sin que nadie respondiera hasta que, al final del último zumbido, saltó el buzón de voz.

– Déjame tu mensaje. Gracias.

– Papá… -se quedó sin saber qué decir.

Cortó la comunicación y ya no se dejó arrastrar por el pánico. Esta vez alargó la mano y tomó la agenda junto al teléfono fijo de la casa. Encontró el número que buscaba, dejó el móvil y utilizó el inalámbrico para hacer su llamada.

– Universidad, ¿dígame? -la saludó una voz femenina.

– El profesor Duran, por favor.

– ¿Miguel o Juan María?

– Miguel.

– Le paso con su departamento.

Evocó la imagen del amigo de su padre. Dos eminencias, cada cual en lo suyo. La diferencia era que Miguel Duran era bastante mayor y se había retirado de la arqueología en su faceta activa. Lo recordaba con agrado, su inmensa melena blanca, sus ojos amables, su vocación y entrega. Uno de tantos singulares personajes que formaban el universo académico y profesional de Julián Mir, y también el personal, porque aquel núcleo de locos amantes de la arqueología y la historia no eran más que eso, unos maravillosos locos a la búsqueda del pasado. Algo que ayudara a comprender el presente.

– ¿Sí? -le habló un hombre a través del hilo telefónico.

– ¿Miguel Duran, por favor?

– Está en el museo -fue seco en su respuesta.

Le agradeció la información, buscó el número del Museo de Antropología y lo marcó más y más apresurada.

Por momentos notaba la aceleración, la ansiedad a la caza de respuestas para todas sus preguntas. De nuevo fue una voz femenina la que la saludó con un tono cantarín repitiendo el nombre del museo.

– El profesor Duran, por favor.

– Hoy no ha venido. Está en su casa, algo indispuesto con el primer resfriado otoñal.

Tercer intento. Se despidió y marcó el último número posible, porque Miguel Duran parecía no tener móvil. Al menos no constaba ningún número de móvil al lado de su nombre en el dietario de su padre.

Si no conseguía hablar con él…

La voz del antropólogo le quitó al menos esa incertidumbre.

– ¿Sí, dígame?

– Soy Joa, la hija de Julián -se presentó utilizando el nombre por el que todos la conocían.

– ¡Querida! -aunque la voz era quejumbrosa, con un leve matiz de ronquera, la explosión de alegría fue explícita-. ¿Qué tal estás, cariño?

No sabía nada.

¿Y cómo decírselo?

– Miguel, ¿dónde está mi padre?

La pregunta debió de cogerle muy de improviso.

– ¿Cómo que dónde está?

– ¿No anda en algún trabajo para el museo?

– Ahora no. Hace un par de meses me dijo que iba tras algo importante, de lo que prefería no contarme nada hasta estar seguro, y fue la última vez que hablé con él -el tono se hizo grave-. ¿Por qué?

– Me han llamado de la embajada de España en México para decirme que papá ha desaparecido hace tres o cuatro días.

– ¿Qué?

Esta vez logró controlarse. Las lágrimas eran para la soledad.

– La última vez que hablé con papá me dijo que estaba en Yucatán, pero según el agregado cultural de la embajada ha desaparecido en Palenque.

– Bueno, Chiapas está al lado de la península de Yucatán, y son epicentros de la cultura maya.

– Miguel, ¿de verdad no tienes ni idea de lo que pueda haber sucedido?

– No, cariño, te lo juro. Esto es… -lo notó impresionado-. ¿Le has llamado al móvil?

– Desconectado.

– ¿Qué más te han dicho en la embajada?

– Que sus cosas están en el hotelito en el que vivía, cerca de las ruinas de Palenque. Ya sabes que es metódico en todo. Los del hotel acabaron llamándoles al ver que no daba señales de vida.

– Dios, Joa, primero tu madre y ahora…

– No puede haber desaparecido también -suspiró ella-. Me niego a creerlo, Miguel. Sería… una burla, ¿no crees?

No hubo ninguna respuesta, sólo una consideración final.

– ¿Qué vas a hacer?

– ¿Qué quieres que haga? Ir allí, por supuesto.

– ¿Vas a ir a Palenque?

– No puedo quedarme aquí cruzada de brazos, esperando y esperando. Antes era una cría. Ahora no. Y de todas formas allí están sus cosas. Fuera lo que fuera lo que estaba investigando las respuestas del misterio se encuentran en Palenque.

– ¿Necesitas algo?

– Ya sabes que no. Además, ahora soy mayor de edad y tengo firma. Puedo disponer de todo.

Una fortuna, incluso excesiva.

– Joa, no sé qué decir -mostró su abatimiento Miguel Duran.

– Tienes mi número, el del móvil, por si de pronto supieras algo.

– De acuerdo, cielo.

Siempre sería una niña para ellos.

Aunque fuese una mujer.

– Te llamaré si averiguo algo.

– Ya verás como no será nada -trató de alentarla-. Habrá dado con algo importante, imprevisible, y estará sumido en ello olvidándose del tiempo. No es la primera vez que desaparece unos días.

Uno, dos. Era su récord. Nunca tres o cuatro. No Julián Mir.

– Claro -quiso dejarle un poco de ánimo.

– Cuídate, Joa.

– Tú también, Miguel -le deseó antes de cortar y empezar a pensar en su viaje a México, al corazón del mundo maya.

Palenque.

Aunque antes le quedaba una espantosa noche de preguntas sin respuestas.

3

Esther tenía un año más que ella y ya vivía sola, emancipada, compartiendo piso con otra estudiante. Todas sus amigas habían sido siempre mayores que ella, no sólo por haber estudiado en escuelas especiales, para superdotados, sino también por empatías personales. La más cercana en edad era ella, y lo que más agradecía en su caso era que Esther no destacaba en casi nada, salvo en sus iniciativas, su contagioso buen humor y sus locuras. Una bocanada de aire fresco. La conoció en una aburrida fiesta de la que iba a escaparse cuando se encontró con su dinamismo y quedó atrapada por su torrente de libertad, abierto y sincero.

Al abrirle la puerta de su humilde pisito las dos se fundieron en un sentido abrazo.

– Joa…

– No podía quedarme en casa sola, lo siento.

– ¡Qué dices! ¡Anda, no seas burra!

– ¿De verdad que no…?

– ¿Quieres callarte? ¡Venga, pasa!

La arrastró hacia el interior. Una sala común, una cocina y un baño, todo en versión reducida, mini, tan distinta de su casa señorial que a veces se sentía acomplejada cuando Esther pasaba una tarde con ella. Las dos habitaciones daban a la sala. La de Nicola a la derecha y la de su amiga a la izquierda.

Esther, ya con su bolsa en la mano, cruzó la breve distancia que la separaba de su cuarto y la dejó encima de la cama. Una cama grande, por lo menos. Nicola no estaba en el piso.

Y lo agradeció.

– ¿Quieres algo caliente, frío…?

No, nada -se dejó caer, exhausta, sobre el sencillo sofá que había conocido tiempos mejores aunque inmemoriales.

Esther lo hizo a su lado.

– Ahora cuenta -la apremió-. ¿0 prefieres descansar y no hablar de ello?