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– No, no importa, aunque… ni siquiera sé de qué puedo hablar.

– ¿No tienes ni idea de lo que estaba haciendo?

– No.

– ¿Y eso?

– Ya conociste a mi padre. No es el clásico científico despistado, pero tampoco puede decirse que sea un tipo de este mundo. Cada vez que se ha ido a una excavación, a una investigación, a lo que sea, ha quedado absorbido por ello. Y no es de los que comparte conjeturas o se deja arrastrar por el entusiasmo prematuro. Hiciera lo que hiciera en México, era algo privado, no tenía que ver con el museo. Ni a mí me dijo nada. Ni la menor pista. Tal vez estuviera a punto de dar con algo grande, y eso lo hizo más cauteloso, o simplemente es que no había nada de relieve todavía y él… -se sintió un poco mareada, absurda por hablar así de su padre-. No sé, Esther. No tengo ni idea.

– No sé ni si hacerte esta pregunta.

– Hazla.

– ¿Crees que tiene relación con la desaparición de tu madre?

Joa frunció el ceño.

Una cosa era la mala suerte, la repetición de un modelo dramático. Otra muy distinta buscarle un paralelismo, más aún, una conexión.

Algo así representaría… ¿Qué?

– Es imposible -musitó.

– ¿Cuándo sucedió lo suyo?

– En verano de 1999.

– Trece años -suspiró Esther.

– Yo tenía seis de edad.

– Me contaste que simplemente…

– Desapareció, sí. La noche del 15 de septiembre de 1999. No dejó el menor rastro, ningún signo de violencia. Su coche fue hallado aparcado en una cuneta. Eso fue todo. Se peinó la zona, se rastrearon los alrededores, se emplearon todos los medios imaginables… Ni siquiera hubo pistas. Como si no hubiera bajado del coche, porque la zona era húmeda y no se encontró la menor huella. Un misterio. Mi padre casi enloqueció.

– Debió de ser muy fuerte.

– No creo que haya dos personas que se quisieran más que ellos. Pero de verdad, Esther. A mí me encantaba oír a mi madre contar su historia, cómo había aparecido él por aquel ignoto pueblecito indígena de la Sierra Madre de México, cómo ella lo miró y supo de pronto lo que era el amor, cómo se quedó prendado papá, igual que un adolescente, ante su presencia…

– Tu madre era bellísima. Y eso que las fotos casi nunca hacen justicia.

Era…

Bajó la cabeza.

– No he visto nunca a una mujer más hermosa que ella, externa e internamente -admitió su hija sin dejar traslucir el dolor causado por aquella expresión.

– Tú te pareces mucho a ella. Los ojos, el pelo, la sonrisa…

– Gracias.

– Pero no tenía nada de indígena.

– Ya te dije que mi abuela se la encontró recién nacida en mitad de ninguna parte, en plenas montañas, después de una tormenta alucinante. Quien la abandonó estaba loco. Pudo haber muerto. Fue un milagro. Por eso no sabíamos si celebrar su cumpleaños el 28, el 29 o el 30 de noviembre y lo celebrábamos los tres días seguidos. ¡Mañana es 28 de noviembre, maldita sea! -recuperó un poco la estabilidad después de su estallido de ira-. La abuela la encontró el 30 de noviembre por la tarde, milagrosamente bien. Ni tan siquiera lloraba. Dado que no tenía hijos y su esposo había muerto años atrás, pensó que era una bendición del cielo. Se la llevó al pueblo, la ocultó en su casa y eso fue todo. La tormenta tuvo lugar entre el 28 y el 29 de aquel noviembre de 1971. Quizá sorprendiera a la madre, o a ella y al padre, y la abandonaron. No sé -hizo un gesto explícito-. Un misterio.

Uno más.

Su padre tenía entonces treinta y cinco años. Su madre sólo dieciocho, recién cumplidos. Apenas unos meses más joven que ella en la actualidad. Corría el despunte del año 1990. Cuando el guapo antropólogo se marchó de las tierras de los huicholes, la belleza indígena que no era indígena se fue con él. Se casaron de inmediato. Menos de cuatro años después, en enero de 1994, nacería ella, la única hija de su unión.

Toda su felicidad quedaría abortada con aquella inexplicable desaparición que los había sumido en el desconcierto.

Su madre habría cumplido cuarenta y un años al día siguiente.

– Si tu padre me pareció el tipo más atractivo del mundo a su edad, a los treinta y cinco años debía de ser una especie de Indiana Jones -suspiró Esther.

– Pero sin látigo ni sombrero -quiso bromear Joa-. Un loco de las culturas antiguas, estudioso, científico, antropólogo de vieja escuela…

Y cuerdo a pesar de todo.

Aquellos primeros años encerrado en sí mismo, buscándola sin saber cómo, ni por dónde empezar. De no haber sido por el trabajo, en el que se sumergió de lleno, se habría vuelto loco de verdad. Pero nunca, nunca perdió la esperanza de encontrarla, de recuperarla, de dar con una explicación por absurda que fuera.

Encontrarla.

– Siempre decía que mamá reaparecería.

– ¿Cómo?

– Ella no pudo irse sin más, ¿entiendes? -hundió en Esther sus luminosos ojos grises-. Papá está seguro de que alguien le hizo algo, se la llevó. Es lo único lógico y con sentido para entender su ausencia.

Su amiga no dijo nada.

Ni tampoco continuaron hablando del tema, porque en ese momento escucharon el ruido de la puerta del piso al abrirse.

Y una voz.

– ¡Estoy aquííí! -sonó la cantarína voz de Nicola.

4

Había llamado al móvil de su padre no menos de diez veces a lo largo de aquellas horas, desde la noticia de su desaparición. Incluso a las tres de la madrugada, en uno de sus muchos sobresaltos producto del duermevela en el que se hallaba, se levantó de la cama tratando de no despertar a Esther para intentarlo de nuevo. El resultado había sido el mismo. Nada.

Ahora, muy temprano, de regreso a su casa para hacer la maleta y llevarse el pasaporte para emprender el viaje con el primer avión o enlace que la condujera hasta la capital de México, lo probó una vez más con la batería al límite.

Siempre el buzón de voz.

Desconectado o fuera de cobertura.

– Papá, no me hagas esto…

El taxi la dejó frente a la puerta del edificio. La tarde anterior, al dirigirse a casa de Esther, no se había sentido con fuerzas de conducir. Abonó la carrera y se dispuso a entrar envuelta en sus pensamientos. La silueta de Dimas se le apareció lo mismo que una furtiva sombra, y esta vez la asustó.

– Buenos días.

– Ah, hola, Dimas

– ¿Madrugón, eh?

– Me voy de viaje unos días -le informó.

– ¿Va a reunirse con don Julián?

– Sí -mintió.

– Dele recuerdos. Pronto no le reconoceremos por aquí.

El conserje le abrió la puerta de la calle y la precedió también hasta el ascensor, para comprobar que estuviese en el vestíbulo o reclamarlo en caso contrario. Se desplazaba con una elástica precisión de movimientos, fruto de la experiencia y de tantos años al servicio de los egregios vecinos de la escalera. A veces Joa los odiaba. Estirados, pomposos, adinerados. Una suerte de elegidos bendecidos por la fortuna. Aunque ella también estuviese en la misma categoría. Sólo que ellos no se preocupaban más que de sí mismos.

– Gracias, Dimas.

Subió a las alturas y entró en su piso envuelta en sus pensamientos, cada vez más oscuros, cada vez más pesimistas. Seguía doliéndole la fecha. Cuando su madre estaba allí era el primer día de las celebraciones. Su cumpleaños.

De manera maquinal se metió en su habitación y reunió lo más indispensable para un viaje a un país cálido. Nunca viajaba con demasiado equipaje. Era experta pese a su juventud. Llevarse lo necesario era eso: llevarse lo necesario. Siempre estaba a tiempo de comprar una camiseta o un jersey allá donde estuviera, y también ropa interior, unos vaqueros o lo que fuera menester para el aseo. Cuando la bolsa de mano estuvo llena ya no buscó más. El pasaporte lo tenía en su mesa de trabajo.

Fue entonces, al abrir el cajón central, cuando se dio cuenta de los detalles…