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Sacó de su bolso los dos libros que había comprado en la librería del aeropuerto. Nada específico sobre Palenque, pero sí uno sobre las culturas indígenas de Centroamérica en general y una guía turística de Yucatán en particular. Palenque, en Chiapas, quedaba tan fuera de la península de Yucatán como lo estaba la otra gran metrópoli maya, Tikal, ya en Guatemala. Pero algo era algo. Conocía lo suficiente acerca de los mayas, aunque tampoco era mucho. Para eso estaba Internet.

Abrió el primero de los libros y se encontró con el mapa de la zona en la que vivieron y se desarrollaron los mayas, los dominios de lo que en otro tiempo fue una de las culturas más avanzadas del mundo. Los primeros que llegaron a dominar la astronomía, con sus asombrosas predicciones, aunque después cualquiera se encontraba con sorpresas tales como que no utilizaron jamás la rueda, si bien hicieron juguetes en los que sí la había. No tenían carretas, ni bestias de carga como asnos, caballos, bueyes o búfalos; jamás utilizaron herramientas metálicas, sólo la piedra; y durante años pelearon con lanzas de madera o navajas de obsidiana. Sólo al final emplearon arcos y flechas.

Después ojeó el resto. Apenas cuatro pinceladas para turistas poco ávidos y nada más. Los detalles más superfluos.

La guía de la península de Yucatán hablaba principalmente de Chichén Itzá, Uxmal, Tulúm y la más reciente Coba, todavía con muchos años por delante para ser limpiada de maleza, restaurada y dejada en condiciones tras su «hallazgo» en los años ochenta del siglo pasado. Al margen de Yucatán, Tikal era la ciudad más grande y Palenque era la joya, pero Chichén Itzá no les iba a la zaga en cuanto a belleza; quizá la que más, con su Juego de Pelota intacto, el observatorio, la gran pirámide por la cual descendía Kukulkán el 21 de junio… Aunque la tumba de Pakal en Palenque, su grandiosa lápida, su misterio, prevalecían sobre el resto.

Cuando cerró el segundo de los libros se reclinó en el asiento y estiró las piernas por encima del extensor. Su compañero seguía durmiendo seráficamente, con un antifaz sobre los ojos. No tenía hambre, no tenía sed. Lo que experimentaba era desazón, inquietud, rabia, furia, prisa… Un montón de sensaciones contrapuestas que la mantenían en vilo, tensa. Jamás un viaje se le había hecho más eterno, y con la incertidumbre de no saber con qué se encontraría al llegar.

Su padre podía estar muerto.

El viaje de regreso tal vez lo hiciese con su cuerpo en un ataúd en la bodega del avión. Se estremeció.

Hizo lo que otras veces: pensar en su madre a modo de bálsamo. Escuchar su voz: «El viento no hace que la lluvia caiga más aprisa, sólo la lleva más lejos».

Aquella filosofía indígena tan peculiar.

Llovía sobre su corazón, pero tenía que ser viento.

Continuó con la imagen de su madre retenida en su mente y trató de abandonarse. El eco de su conversación con Esther todavía dominaba su ánimo. La historia de amor de sus padres la emocionaba; siempre se le antojó preciosa. Quizá fuera una romántica, aunque jamás se hubiera enamorado, y menos como lo hicieron ellos al conocerse.

Todos decían que era diferente.

Especial.

Tantas escuelas privadas, tantos tests de capacidad, tantos estudios. Ella se sentía normal, aunque a veces también se hacía preguntas… ¿Por qué jamás había estado enferma? ¿Por qué tenía capacidades únicas? ¿Por qué retenía datos con una pasmosa memoria fotográfica? Y lo más inquietante: ¿por qué tenía percepciones, intuiciones? Sin olvidar las visiones de sus sueños.

Sentía como si la desaparición de su madre años atrás hubiese cortado todos los cordones umbilicales de su vida.

El gran Julián Mir era hermético, un hombre roto por aquella ausencia, volcado en su hija pero dominado por el dolor.

– Mamá, te necesito tanto…

No importaban los años transcurridos.

En cuanto al amor…

¿Fue amor aquella presencia fugaz, a los catorce años, que incluyó el primer y único beso pasional de su vida?

Sonrió y apartó la luz de su rostro para centrarla en la ventanilla, al otro lado de la cual se veía un manto de nubes blancas bajo el avión. Un único beso. Toda su experiencia. 0 no le interesaban los chicos o buscaba algo tan especial y diferente como ella. En aquellos años ninguno había logrado atravesar su coraza, hacer mella en sus sentimientos. Esther había tenido media docena de novios y muchas más aventuras. También sus restantes amigas o conocidas. Para ellas el amor ya no tenía secretos.

Era rara.

¿0 no?

Imitó a su compañero de fila y cerró los ojos, no en busca de un sueño reparador, sino en busca de una paz necesaria para enfrentarse a lo que fuera una vez llegase a tierra.

Le fue imposible serenarse.

Su padre, su madre, el misterio, el registro de su piso, su intuición advirtiéndola de algo inquietante, la percepción de que unos hechos imposibles de prevenir estaban a punto de suceder, todo la envolvía con su turbio manto de inseguridades.

Joa continuó pensando en su madre.

Oyendo su voz: «El cielo no es azul, sino negro. Pero más allá de él los colores son infinitos».

6

La embajada de España en México, en el número 114 de la calle Galileo haciendo esquina con la calle Horacio, se hallaba ubicada en la Colonia Polanco, en pleno Distrito Federal. Quizá por ser su padre quien era, o por tratarse de un tema espinoso, la recibió no sólo el agregado cultural, sino el secretario del embajador, ausente por un viaje al Gran Hermano del Norte, los Estados Unidos de América. Dado que era la primera hora de la mañana la sentaron en una mesa en la que se había dispuesto lo más necesario para un generoso desayuno a la mexicana, es decir, que se incluían desde tortitas a frijoles pasando por taquitos o quesadillas.

Todavía con el cambio de horario pegado a sus ojos y tras una noche de nuevo agitada, Joa no quiso tocar nada. Se contentó con un vaso de leche fría. Lo único que no contenía la mesa.

Lo primero, cerciorarse de que todo seguía igual.

– No tenemos muchas más informaciones de las que le dimos, señorita Mir -se justificó Alvaro Ponce Quesada-. Hemos recabado lo esencial y el misterio permanece inalterable.

– Por supuesto -le apoyó el secretario.

Joa no esperaba demasiado. Por lo menos la peor de las noticias, que su padre hubiese aparecido muerto, no se producía. Trató de mantenerse firme en su silla, pero pensó que para aquellos dos hombres no era más que una niña asustada convertida en una estatua de sal.

– ¿Han investigado en el entorno de mi padre allí, en Palenque?

– El profesor Mir realizaba algún tipo de investigación individual, ajena a un proceso en curso -quiso dejárselo claro el agregado cultural-. No hemos querido sembrar ninguna alarma. Obviamente, y dado su prestigio internacional, tenía amigos y canales, un acceso prácticamente ilimitado al conjunto de las excavaciones que aún se llevan a cabo en Palenque. La apertura de las nuevas tumbas ha despertado el interés de la comunidad científica internacional.

– ¿Nuevas tumbas?

– Las números veinticinco, veintiséis y veintisiete.

– No he leído nada de eso en la prensa.

– Descubrir nuevas ruinas en Yucatán, Campeche, Chiapas u otros lugares no es noticia, señorita Mir -lo justificó el mismo Alvaro Ponce-. Si va a Perú y mete una mano en el suelo, seguro que la saca con un plato o una vasija entre los dedos. Sucede lo mismo aquí. Debajo de cada pequeña elevación en Yucatán hay una pirámide maya, o lo que queda de ella. Si los mexicanos tuvieran una décima parte del dinero que necesitan para rescatar su patrimonio, quedarían al descubierto cientos, miles de secretos de su pasado. Maravillas inimaginables que esperan bajo tierra.